La poesía de Lanza del Vasto

Luc Dietrich

Miscelánea
Por lo general, quienes se han acercado a Lanza del Vasto (1901-1981) lo asocian con el discípulo católico de Gandhi, sus comunidades llamadas El Arca y su obra espiritual enclavada en la no-violencia y el Evangelio. Pocos, sin embargo, conocen su obra pictórica, escultórica y poética que forma también parte de la arquitectura espiritual de su vida. La mayoría de sus pinturas y esculturas se encuentran en el Arca de La Borie Noble. Su poesía, en cambio, reunida bajo el título de La Chiffre des choses (La cifra de las cosas), se publicó en 1953 en la editorial Denöel (hay una antología en español, traducida y prologada por Javier Sicilia en El Tucán de Virginia en 1988). Los poemas ahí recogidos fueron escritos a lo largo de casi 30 años, desde la conversión de Lanza en 1928 hasta la fecha de su publicación —hay muchos otros que aún permanecen inéditos—. En 1928 conoció también al novelista Luc Dietrich (1913-1944). Su amistad es una de las más intensas, profundas e inquietantes que haya habido en la historia de la literatura y de la espiritualidad. Algo de ella puede rastrearse en dos de los libros más autobiográficos de Lanza, Peregrinación a las Fuentes y El Arca tenía por Vela una Viña, y en el libro que escribieron juntos, Diálogos de la amistad. Entre 1941 y 1943, poco antes de su trágica muerte, Dietrich escribió varios comentarios al libro que aparecen como apéndices en la edición de Denöel. El que aquí publicamos es el primero de ellos, una espléndida introducción a la poesía de Lanza.

Entre las obras de Luc Dietrich hay dos fundamentales que aún no han sido traducidas al español, Le bonheur des tristes (La dicha de los tristes) y L’apprentissage de la ville (El aprendizaje de la ciudad).

Traducción de Francisca Drake

Si tu ojo está abierto

Mira el continente que te descubro…

Estos versos del “Soliloquio de Uccello” podrían servir de advertencia a la obra del poeta que los compuso, pues en verdad es un nuevo continente y una nueva dimensión de lo real la que Lanza del Vasto nos revela. Un continente con sus mares, sus paisajes, sus ciudades y sus tareas, sus templos y sus ritos, sus minas y sus tesoros abandonados y, por todas partes, una proliferación de paraísos terrestres con sus palmeras y follajes nuevos, sus coloridos pájaros y sus frutos rojos. Esta fabulosa región no pertenece al ámbito de las fábulas ni el descubrimiento del poeta al de la imaginación. Es simplemente una región a la que se le ha quitado la cubierta que oculta las cosas para mostrárnoslas tal y como son en la claridad de su ley.

El título mismo bajo el que reúne su obra poética, La cifra de las cosas, merece una reflexión.

Cifra significa Número en el sentido en el que lo entendían los pitagóricos cuando afirmaban que la esencia de todas las cosas es de la naturaleza de los números.

… que llevan el sello de su número para qué

Tengan su propio escalón en una única escalera […]

(“El soliloquio de Uccello”)

Ese Número es a la vez la marca distintiva de cada ser, de su sitio y su medida en el todo.

Cifra es un signo secreto, un enigma a descifrar.

Cifra quiere decir también las iniciales entrelazadas de un nombre: el nombre secreto que lleva cada uno de nosotros, el nombre que traza en la piedra blanca el Ángel del Apocalipsis y que muestra al hombre.

Cifra es la forma esencial de ese ser, su cuerpo invisible, el germen de su forma, esa fuerza que construye desde dentro la forma de la carne tanto en el sueño como en la vigilia, su forma de carne que no es carne y no cambia con ella, ese cuerpo del que está escrito que renacerá glorioso el Último Día.

Cuando el poeta nos presenta un ser: árbol, piedra, animal u hombre, lo que nos revela es la Cifra de ese ser oculto a nuestros ojos en su forma aparente. Al mismo tiempo, en el conjunto de su obra, tal vez sea su propia Cifra, su propio cuerpo invisible e inmortal el que nos revela:

Hombre que no viste mi rostro de vida,

Por estas palabras conoce mi verdadera mirada,

Mi estatura, mi paso, mi aliento

Y la exacta calidez de mis manos amigas.

Estas palabras no son viento vencido,

Ninguna de ellas delira o miente,

Ve más bien mi cuerpo que brota sin carne

Para anticiparse al día del Juicio.

(“Liminar”)

La cifra de las cosas no es sólo una poesía nueva por su forma y resonancia, lo es también por su concepción de la poesía.

La poesía no es una expresión de los movimientos del alma, sino de la Forma del Cuerpo, de ese Cuerpo Invisible que, más que cuerpo, es el vínculo del alma con él. Al volver tangible ese Segundo Cuerpo, la poesía muestra el misterio de la Encarnación. No busca comunicarnos las emociones humanas y personales del poeta. La que se desprende de ella es de una cualidad segunda, la de la sensación del paso de la emoción a la forma. Por ese principio, el arte de Lanza se distingue de la literatura tanto romántica y moderna como clásica.

Para encontrar sus fuentes hay que dirigirse menos a los libros que a otras artes, sobre todo a las de otras épocas. Por ejemplo, a la arquitectura románica, al mosaico bizantino, a la liturgia católica, a la pintura del primer Renacimiento italiano. De ellas, el autor ha obtenido no sólo algunos de sus temas, sino también los modelos que ha adaptado y algunos de los secretos de su estilo.

Cuando el bizantino nos muestra en su mosaico un árbol, jamás nos presenta un naranjo en verano o un roble en primavera, nos entrega el Árbol centrado en la vertical de su tejido, un globo de follaje, de flores y frutos que giran en el orbe de todas las estaciones. Con él nos ofrece una llave:

[la] de cada esencia [que] es la cifra de las cosas […]

(“Capilla Palatina”)

[…] Me entregó signos

Ante quienes toda forma se abre

Como una puerta

Y me deslicé bajo la corteza de los árboles,

Trillé en mí mil párpados verdes

Y de un trago bebí el éxtasis vegetal.

(“Pacto con un diablo”)

El bizantino reduce la forma de cada objeto a la simplicidad de una letra. Compone un alfabeto, agrupa sus letras en palabras para obtener nuevos sentidos y crear así “la tierra y los cielos nuevos” prometidos por el Evangelio. En el bizantino y en el clásico, la abstracción no es un producto del intelecto, sino un medio de penetración mística, una cifra capaz de abrir los objetos e introducir al espíritu en su íntimo secreto. Para que esas llaves mágicas tengan real eficacia sobre la substancia de las cosas, es necesario que su forma refleje las leyes esenciales de este mundo. Podría decirse que toda arquitectura digna de ese nombre es, en este sentido, una gran cifra de la tierra y el cielo, un testigo de esa palabra que los constructores egipcios escribieron al frente de sus monumentos: “este templo es la imagen del cielo en todas sus proporciones”.

Es posible decir lo mismo de la liturgia que es una arquitectura en movimiento, una imagen de la circulación de los astros, de la germinación de las plantas, una restitución de los frutos del jardín de este mundo a su Creador.

Si hubiera que buscarle una paternidad a Lanza del Vasto en poesía, hay que remontarse a Dante, quien edificó su gran poema como un templo románico, un diamante de densidad increíble donde el espíritu de la geometría y el éxtasis místico se cruzan.

Perdimos el Paraíso Terrestre. La poesía no puede devolvérnoslo. Lo único que puede hacer es evitar que lo perdamos por completo de vista e invitarnos, mediante esa brillante imagen, a lavarnos de nuestro lodo, del que sólo podemos escapar muriendo a nosotros mismos, es decir, desnudando nuestra esencia mediante el despojamiento. Para alcanzarla, el poeta debe también escapar del lodo y la bruma purificando ascéticamente la forma. El arte es por lo tanto una manera de renacer y prefigurar la Resurrección de la Carne. Por ello, La cifra de las cosas abre con poemas que se refieren a ella, de los cuales el mejor logrado es “El vitral”.

No conozco poema alguno que en una página nos haga viajar a través de los estratos de este mundo. Cada verso cae como una gota en el alma que escucha y medita y que se expande hasta los extremos límites del lago interior.

“El vitral” nos introduce de golpe en el Jardín del Paraíso. En él la naturaleza, las bestias, los rostros, los puentes que comunican a los elementos con sus leyes aparecen en su soledad e inmovilidad. Nuestra sombra no las oscurece: se elevan ante nuestros ojos sin que nuestra mirada las haya tocado. Lucen con la evidencia que le es propia y, al final, abandonamos la radiante imagen llenos de la tristeza de no haber alcanzado el supremo enigma de saber:

[…] Por qué Dios desbordando su perfecta forma

Hizo este mundo y quiere derrotarnos.

Sólo un gran poema sistemático como los de Lucrecio o Dante podría desarrollar los temas de “El vitral”. El poeta no tuvo la ambición o, quizá, no se creyó capaz de una descripción continua y completa de ese otro mundo (que es este). Lo que Lanza nos entrega en los poemas de La cifra de las cosas es el deslumbramiento y el estupor del contacto con el Mundo de allá. Eso es lo que exactamente sitúa su poesía entre la gran epopeya filosófica y el puro lirismo. Si los poemas monumentales de los antiguos dan a la inteligencia una severa satisfacción, los de Lanza, en su brevedad, nos causan un choque más íntimo. Cuando entramos en el corazón de la obra, en esos vastos espacios de aguas iluminadas atravesados por enjambres celestes, y encontramos una nube, un bosque y en la desviación de esos senderos a la mujer, esa nube es la primera que vimos cuando éramos niños y levantamos al cielo la mirada todavía clara; ese bosque, el primero que escuchamos crujir cuando en la oscuridad de nuestra habitación, tendidos en la cama, sentimos emocionados que estábamos a punto de comprender la gran voz de las forestas, esa mujer, la primera que amamos mucho antes de los amores, y los recuerdos más antiguos que la memoria, remembranzas de cosas que quizá vimos antes de nuestra entrada en la vida carnal.

El orgullo no acompaña la alta afirmación de absoluto que supone La Cifra, porque nuestra persona no podría escapar de la fragilidad que implica abordar el mundo de los Inteligibles y la visión de ese mundo absoluto sería imposible sin el temor de perder la visión. Por ello, la oración no está ausente en los poemas del libro, incluso en aquello que son baladas o canciones.

La grandilocuencia abstracta, la imprecisión, la oscuridad no caben en esta obra. Ninguno de sus versos está saturado de mayúsculas. No encontramos en ellos el Infinito, el Misterio, el Amor, la Nostalgia. El misterio del mundo se ilumina mediante las imágenes más simples y las palabras más comunes:

[…] Por qué la eternidad vuelve valiéndose de los astros […]

Esta poesía que he definido como desencarnada, se presenta con una geométrica solidez y una dureza de objeto. Es extraño que la palabra, esa cosa líquida por naturaleza, pueda a tal grado ceñir contornos, establecer distancias, fijar masas.

La poesía consiste en decir de manera simple y unificada lo oscuro y lo difícil. Lo contrario de lo que hoy en día se hace. Lanza del Vasto lleva la poesía a su objetivo que es la claridad. No se queda a mitad del camino, es decir, en la expresión de conceptos sutiles, de fórmulas impenetrables o en la enunciación clara de cosas que todo el mundo conoce.

La lengua de ese poeta es igual a sí misma, pura, bien cincelada, concisa, flexible y, además, discreta.

[…] Aun cuando tus manos pudieran rehacer el edificio

Con cualquier tipo de arte

Ningún estudio podrá jamás

Asir la ley que construye sus azares […]

En este siglo donde cada autor está obligado a darse una regla para luchar contra la erosión general de una versificación sin ley, puede decirse que Lanza del Vasto se ha forjado una herramienta que le va de maravilla y de la que podemos recibir más de una enseñanza. Su prosodia la obtuvo de la tradición, pero corroborada o corregida por una concepción particular de la música de la lengua.

Lo que nos enseña la prosodia son metros: número y cesura son la materia de todas las reglas. La única solución al problema de la consonancia es la rima. El músico también se ocupa de los ritmos, pero, a menos de querer limitar la música al tambor o a las castañuelas, obtiene su estudio y sus delicias de la combinación de variaciones y acordes, de la línea melódica y del contrapunto. La lengua posee también sus gamas: las vocales están fijas en ella sobre una escala dada. Es evidente que la u y la o son graves, que la a es media y la i aguda. Si se pronuncian en fila, se obtiene una línea melódica continua. Lo que en la lengua hablada difumina esa línea y transpone, por decirlo así, cada nota en tonos diferentes, es el ruido de las consonantes. Decantar musicalmente la lengua es arreglar las consonantes de tal forma que no interrumpan la monodia vocal que no sólo la percibe el oído, traza también líneas para el ojo interior: sube, baja, regresa, mide. Podemos por lo tanto concebir toda una prosodia, un arte de la composición de las sílabas —ya sea siguiendo las imágenes que expresan las palabras, ya sea apelando detrás de esas imágenes a otras no expresadas, ya sea contradiciendo la imagen presentada— que alcanzaría un poder evocador poco conocido hasta ahora.

Estas cuestiones no son nuevas. Los teóricos del simbolismo las han resuelto a su manera. Algunos de ellos han llegado a reducir la poesía a sus solos elementos musicales. A través de ellos se ha llegado a lo que hoy se llama “poesía pura”, es decir, pura de cualquier elemento inteligible, de cualquier imagen imaginable, de cualquier objeto interesante, de cualquier emoción verdadera, que debería deslumbrarnos y encantarnos por un montaje de raras e ingeniosas palabras combinadas según sus sentidos derivados y sus solas cualidades sonoras. Lanza del Vasto jamás ha caído en esta aberración: para él, la poesía comienza con el acuerdo de un sonido con el significado y ese significado mismo es el acuerdo de muchos sentidos desarrollándose en varios planos. También la claridad de la primera superficie y su destello son una máscara más allá de la cual conviene pasar para descender de peldaño en peldaño al silencio de las profundidades, lo que sólo sabríamos hacer amando esa poesía, apropiándonosla poco a poco y aprendiéndola de memoria.

Hay en la vida del autor un largo periodo de introducción a la poesía del que no queda un solo trazo escrito; alrededor de los 19 a los 25 años, desechando todas las reglas aprendidas, el autor se aplicó a entrar en posesión de gamas y arpegios, a estudiar la relación de la melodía  y el dibujo, del tono y el color, del sonido y del pensamiento, porque si la música relaciona elementos de la misma naturaleza, la poesía debe armonizar elementos de diversas naturalezas y anudar en un mismo momento líneas que pertenecen a planos diferentes: es necesario hilar cada una de esas líneas en su propio plano, ligar el sonido con el sonido en un movimiento continuo, la imagen con las imágenes, el pensamiento según su lógica, la emoción según la verdad humana, y luego entrecruzar esos hilos y tejerlos en estrofas.

Los poemas que le sirvieron de ejercicio los destruyó. Pero cuando el poeta volvió a las formas regulares, cosechó los frutos de esa experiencia y combinó las reglas de una y otra técnica:2

[…] Les monts lointains qui se dévident,

Le ciel, par bribes, blanc o bleu,

Abrite-les, arbre frileux,

Et la rivière où l’eau se ride

Sous tes rideaux ou le jour pleut…

Alberga, tímido árbol

Los montes que a lo lejos se dividen,

El cielo de retazos blanquiazules

Y el río donde el agua se repliega

Bajo tus cortinas donde el día llora.

(“El abedul”)

Cito a propósito esta estrofa que no es notable por lo que expresa ni por la rareza de sus imágenes. Su ritmo es regular. Lo que señalo es que la rima no se encuentra sólo al final de los versos, sino en todo. Es posible decir que cada sílaba, que cada grupo de consonantes se retoma o se invierte en el cuerpo mismo del verso. Podemos seguir el nacimiento y el sordo camino de un sonido hasta su eclosión en la rima. No son juegos fútiles. Algunos de los versos, los más ricos de sentido, son al mismo tiempo los que la regla aplicada logra mejor:

[…] Quand nous saurons pourquoi les saints poussent debout

Selon la loi des blés et la ligne de lis,

Et ce que lie

Les vierges folles au filet de leur folie […]

[…] Cuando sepamos por qué los santos crecen de pie

Según la ley del trigo y el diseño de las azucenas

Y eso que une

A las vírgenes locas con la malla de su locura

(“El vitral”)

Me parece ahora oportuno dar un ejemplo de una estrofa regular donde el juego de las aliteraciones se enlaza con la tutela del ritmo fijo e introduce una dichosa libertad, una majestuosa fluidez en la habitual monotonía del alejandrino:

[¿] Pourquoi, Seingneur, avez-vous fait la femme, et tel

Corps a-t-il su tenter mon âme, et le voulûtes—

Vous souple et sensible au souffle comme une flûte,

Et l’esprit s’est-il pris a tels cils, aux volutes

D’une bouche, et vendu pour ce bijou mortel? […]

[¿] Por qué, Señor, hiciste a la mujer y su cuerpo,

Por qué quisiste que tentara mi alma,

Maleable y sensible al soplo como una flauta,

Y su espíritu se prendara de sus pestañas, de las volutas

De sus labios y se vendiera por esa joya mortal? […]  

(“Quien dice, Señor, Señor”)

Pero la riqueza de esos medios desaparece en los límites: nos es difícil enfrentar en la transmutación musical que trabaja en secreto una frase como esta, que casi pertenece a la prosa:

[…] Nunca supiste de mi sueño de entonces […]

Porque hoy podemos decir que el poeta sigue las reglas que se fijó como las que se le enseñaron olvidándolas: son una con su aliento.

Si comparamos sus poemas más antiguos, como “Invectivas a la luna”, que es de 1923, con los de 1940 y 1941, encontramos que mientras en los últimos, a mi juicio superiores, se unen perfectamente la forma y la ductibilidad en un mismo objetivo, los primeros poseen una factura formal que hiere hasta la evidencia. Yo, sin embargo, no veo en la mayoría de sus poemas, particularmente en los mejores, esa distinción formal de la que tanto se me habla para elogiarla o para ensombrecerla. Lo que veo es un deslizamiento que nada enreda, un flujo de lava donde el metal y la piedra se funden y se elevan en la transparencia del fuego.

La lograda combinación de ritmos y sonidos no es un trabajo de relojería. La misma armazón del pensamiento se ilumina y adquiere vida y carne, aborda sin miedo, es decir, sin temor a comprometer su originalidad, los grandes temas del destino del hombre que han conmovido a los poetas de todos los tiempos. De hecho, es en el marco de la tradición y comparándolo con sus grandes antecesores, donde la originalidad del poeta surge.

Esta poesía tan firmemente construida no se fabricó. Se hizo ella misma desde dentro: “El arte no es difícil –dice Lanza en Principio del retorno a la evidencia–, es imposible o mejor, es divinamente fácil, ya que se hace por sí mismo”. Y en otra parte: “Nunca quieras escribir… Pero si la obra comienza a germinar en la oscuridad del corazón, déjala hacer por respeto a todo lo que tiene vida, aparta con fuerza lo que puede impedirle eclosionar, escucha, espera, aprende lo que es hacer sin hacer”. Y también: “El arte es la voluntad deliberada de no querer”. La poesía de La cifra de las cosas se construyó porque es la imagen del ser humano que se construye a sí mismo. Ese trabajo no empieza con la obra, no se ejerce sobre ella, sino sobre el obrero, sobre el ojo, sobre la mano, sobre el corazón del obrero. La obra, en cambio, nace de un momento de detención en el que el abandono contribuye tanto como la vigilancia que actúa.

Eso explica el poco trabajo que una poesía, a tal grado honda, cuesta a su autor. “El vitral” se escribió en menos de una hora y sin tachaduras.

La irritación que esa perfección formal provoca en algunos es semejante a la que provoca una exigencia, porque esa forma exacta nos exige mucho, llama a lo mejor de nosotros: la presencia, nos invita a cierta celebración interior. Lo que la mayoría de la gente busca en la poesía, es el olvido, un sueño fácil, un lánguido cosquilleo. La maestría del arte en Lanza no lleva al poeta a la frialdad ni la altura de la inspiración lo aparta de la humanidad. Hay en ella algo que ilumina y resuena en la costa porque su fuente es profunda, la tensión extrema.

En La cifra de las cosas, hondamente conmovedora, sensible, a veces delicada, a veces fantástica y punzante, no hay sitio para la ensoñación y la complacencia, ni siquiera en los pocos poemas de amor que contiene.

Lanza del Vasto no es como esos que enrojecen, imploran, prometen, flirtean o amenazan para lograr sus pequeños fines, o como esos otros que se sumergen en la melancolía, se alimentan de ella y la lamen como el gusano una fruta podrida.

La queja del poeta nos alcanza tanto más porque surge a pesar de él. Sus poemas de amor son los de un hombre de pie, que camina y quizá se va.    

1 Las versiones de los poemas de Lanza que utilzo son de Javier Sicilia. N de T.

2 Los poemas de Lanza del Vasto son de una exquisita musicalidad a la que acompañan rimas sorprendentes imposibles de verter en otra lengua, por lo que en las siguientes estrofas conservaré el francés, seguido de su traducción. N de T.

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