El cuerpo de las sirenas

Mariana Gardella

Miscelánea
Mariana Gardella, filósofa adscrita a la Universidad de Buenos Aires, Argentina, nos presenta las mutaciones que los cuerpos de las sirenas han sufrido a lo largo de la historia en el imaginario de Occidente. Entre sus trabajos, recomendamos sus libros Besada por Cipris y Las griegas: poetas, oradoras y filósofas.

Convivimos con monstruos. Algunos son de carne y hueso. Ocupan puestos de poder, cometen crímenes aberrantes y, guiados por una ambición sin límite, destruyen todo lo que encuentran a su paso. Otros, en cambio, hechos de imágenes y palabras, pueblan las ficciones de la pintura, la literatura y el cine. Pensemos, por ejemplo, en Medusa, Escila, Caribdis, los cíclopes, los dragones, el Conde Drácula, Jörmungander, Frankenstein, los hombres lobo, el Chupacabras, Kurupí, los zombis, King Kong o Godzilla. A estos monstruos no los produce el sueño de la razón, como reza el título del aguafuerte del artista español Francisco Goya, sino los mecanismos que empleamos en estado de vigilia para desalojar lo que nos resulta extraño y diferente.

En su libro Monster Theory, Jeffrey Cohen afirma que la categoría de “monstruo” es un dispositivo epistemológico de construcción de la desviación y formación de la identidad. Los monstruos son una manifestación hiperbólica de la alteridad, criaturas liminares que permiten establecer una diferencia no siempre nítida entre lo que somos y aquello en lo que podríamos convertirnos. Sus cuerpos ponen de manifiesto nuestras fantasías y miedos ocultos, al tiempo que nos advierten sobre las prohibiciones que no deberíamos transgredir y sobre los peligros que conlleva toda posible transgresión. De ahí la relación que existe entre el término latino monstrum (“monstruo”) y los verbos monstrare (“mostrar”) y monere (“recordar”). El del monstruo es un cuerpo cargado de sentido que, como dice otra vez Cohen, “existe sólo para ser leído”.

A menudo olvidamos que las sirenas son monstruos. Quizás esto se deba a la Pequeña sirena, conocida popularmente como la Sirenita, un personaje creado por el escritor danés Hans Christian Andersen para una pieza de ballet que luego fue publicada como un cuento en el año 1837. La Pequeña sirena es una criatura con un cuerpo híbrido, mitad mujer, mitad pez, que pierde primero su voz y luego su vida por un amor no correspondido. Pero las sirenas no siempre fueron así. A lo largo del tiempo, han adoptado distintas formas. En los cambios que han sufrido sus cuerpos monstruosos, podemos leer una mutación mucho más profunda: la que alcanza a nuestras fantasías y terrores.

Las sirenas más antiguas aparecen en el canto XII de la Odisea, de Homero. Por su genealogía, están vinculadas tanto con el agua como con la poesía, ya que son hijas de Aqueloo, el dios del río que lleva su nombre, y de alguna de las Musas (Melpómene, Terpsícore o Calíope, las versiones del mito difieren). A diferencia de la de Andersen, las sirenas homéricas son mujeres con cuerpo de ave. Se sujetan a las ramas de los árboles con sus garras filosas y baten con fuerza sus alas colmadas de plumas para levantar vuelo. No viven en las profundidades del océano, sino en una isla remota, rodeadas de cadáveres.

En las fuentes antiguas, el número de las sirenas y sus nombres varían. En los Relatos maravillosos, un tratado paradoxográfico que fue atribuido erróneamente a Aristóteles, se dice que las sirenas son tres: Parténope, Leucosia y Ligía. En la Biblioteca, una colección de mitos griegos, se registran nombres diferentes: Pisínoe, Agláope y Telxiepía. Además, se agrega que sólo una de ellas canta, mientras que las otras dos tocan la lira y la flauta. En la República, Platón dice que son ocho y que hay una sirena en cada una de las esferas sobre las que se mueven los planetas. Las notas que cantan, al acoplarse, producen un sonido imperceptible para el oído humano que se conoce como “la música de las esferas”. Según el relato que hace Ovidio en sus Metamorfosis, las sirenas eran mujeres que acompañaban a Perséfone. Cuando la joven fue raptada por Hades y llevada al Tártaro, comenzaron a buscarla y se convirtieron en aves que tenían no sólo rostro de mujer, sino también voz humana. En sus Fábulas, el escritor romano Higinio aclara que la causa de esa transformación fue el castigo que les impuso Deméter por haber sido incapaces de proteger a su hija e impedir el rapto.

La voz de las sirenas tiene el poder de hechizar a los navegantes. Cuando éstos las escuchan, pierden la cabeza y se arrojan al agua donde mueren ahogados o golpeados contra las rocas. Claude Debussy imaginó el sonido de esta voz en los Nocturnos que compuso entre 1897 y 1899. El tercer movimiento, que se titula “Sirenas”, representa, según las notas del propio músico que acompañan la pieza, el ritmo inconmensurable del mar y el canto misterioso de estos seres que atraviesa las olas bañadas por la luna. Cada vez que se cuenta el mito, se dice que lo que provoca la muerte de los navegantes es el sonido de la voz de las sirenas. Sin embargo, no hay que olvidar que esta voz no es sólo melodía, como imaginó Debussy. A través del canto, estos monstruos cuentan historias, transmiten lo que saben. Y saben mucho. Las desgracias ocurridas en la guerra de Troya y “todo lo que sucede sobre la tierra fecunda”, dicen las sirenas de Homero. Lo que importa no es tanto el sonido de la voz, sino lo que esa voz transmite. Los navegantes mueren porque quieren saber y es ese deseo el que los lleva al agua. Así, las sirenas pueden ser vistas como un símbolo del riesgo que implica conocer, desviarse del camino para ir hacia otra parte, más allá.

En su largo viaje de regreso a Ítaca, Odiseo debe enfrentarse a las sirenas. No quiere morir, pero, al mismo tiempo, quiere escuchar. Para salirse con la suya, sigue los consejos que le ha dado la hechicera Circe y tapa con cera los oídos de su tripulación. Él, en cambio, pide ser encadenado al mástil de la nave para poder escuchar a las sirenas sin correr peligro de arrojarse al mar. Los marineros no se quejan. A ninguno parece molestarle que Odiseo sea el único que pueda oír. Lo miran gozar del canto de esos monstruos que atraviesan el cielo y no sienten envidia. Quizás porque el de Odiseo no es un goce pleno, sino “mediocre, cobarde y quieto, calculado”, como señala Maurice Blanchot en El libro que vendrá. La astucia de Odiseo es rodearse de sordos para poder escuchar todo lo que saben las sirenas sin testigos ni rivales, para poder conocer evitando los riesgos y las consecuencias que tienen las experiencias que están llamadas a transformarnos.

Con el paso del tiempo, las sirenas dejan de ser pájaros y se vuelven peces. Se hunden en las profundidades del océano para perder de a poco las palabras con las que transmiten todo su saber. En textos del periodo medieval, las sirenas con cuerpo de pez se imponen progresivamente sobre las sirenas con cuerpo de ave. Esto se ve, por ejemplo, en los compendios de animales fantásticos que se conocen como bestiarios. En el Physiologus, un popular bestiario de autoría anónima escrito en griego alrededor del siglo III, las sirenas todavía son mujeres con cuerpo de ave que con su voz inducen en los marineros un sueño profundo para poder despedazarlos. En cambio, en el catálogo anglolatino de criaturas maravillosas conocido como Liber monstrorum, que fue escrito entre el 650 y el 750, las sirenas son caracterizadas como muchachas marinas con cola de pez. Sirenas de este tipo son las que Cristóbal Colón creyó haber visto en su primer viaje a las Indias Occidentales, como se puede leer en su Diario de a bordo. Gracias al resumen de este documento hecho por Bartolomé de Las Casas, podemos leer que el 9 de enero de 1493, cuando Colón se dirigía al Río del Oro, vio tres sirenas que salían del mar. En ese momento, sintió una gran desilusión. “No eran tan hermosas como las pintan”, escribió. Y se debía a que “en alguna manera, tenían forma de hombre en la cara”. Se cree que lo que Colón confundió con sirenas eran, en realidad, animales que nunca había visto: manatíes.

La sirena pez aparece representada de distintas formas. En algunos casos, conserva atributos de las aves. En manuscritos antiguos se pueden ver ilustraciones de sirenas con cola de pez y alas, o con cola de pez y garras. La cola de pez, además, puede ser simple o doble. En sus manos, estas sirenas suelen llevar peces, un peine con el que se arreglan el cabello o un espejo en el que se deleitan con su propio reflejo. Estos elementos modifican el símbolo. Las sirenas ya no representan los peligros marítimos a los que deben enfrentarse los navegantes, sino la lujuria femenina y los riesgos que implica dar rienda suelta al deseo. La relación entre las sirenas y la lujuria se remonta a las Etimologías que Isidoro de Sevilla escribió a comienzos del siglo VII. En su opinión, las sirenas representan a las prostitutas que llevan a la ruina a quienes no pueden resistirse a ellas, lo que explica por qué tienen cuerpo de ave: “Se dice que tenían alas y uñas porque el amor vuela y causa heridas, y que vivían en las olas, precisamente porque las olas crearon a Venus”. Las sirenas con cuerpo de pez también han sido asociadas con la lujuria femenina. Como dice el humanista Andrea Alciati en sus Emblemas, publicados en 1531, la sirena “es mujer seductora, que acaba en oscuro pez, como muchos monstruos que trae consigo el deseo”.

El descenso marino de las sirenas está acompañado de su transformación en mujeres hermosas. En For More Than One Voice, Adriana Cavarero indica que esta metamorfosis refleja un estereotipo común: el de la mujer bella que no habla. Y no sólo no habla. De a poco, deja de cantar. La Pequeña sirena de Andersen le entrega a la bruja del mar su voz a cambio de un brebaje que le permita reemplazar su cola de pez por un par de piernas para conquistar al príncipe del que se ha enamorado. En “La invención colectiva”, el artista belga René Magritte pintó una sirena invertida con piernas de mujer, y cabeza y torso de pez. Esta sirena puede caminar, pero no puede cantar y está fuera del mar, tirada sobre la arena, como si estuviera muerta. Las sirenas que no cantan también aparecen en un relato escrito por Franz Kafka en 1917, que lleva por título “El silencio de las sirenas”. Allí se cuenta que, cuando Odiseo pasó cerca de ellas, decidieron hacer silencio, “tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio”. A diferencia del relato homérico, en la versión de Kafka, Odiseo tiene los oídos tapados con cera y no puede escuchar. Las sirenas fingen y, cuando él se encuentra con ellas, cree que cantan porque ve cómo sus pechos se inflan, abren la boca y sus ojos se llenan de lágrimas. El relato termina de forma sorpresiva. Kafka dice que Odiseo era tan astuto que tal vez sabía del silencio de las sirenas y, frente a ellas y los dioses, simuló que las veía cantar.

A lo largo de este proceso de mutación, las sirenas no sólo han perdido la voz, sino también el cuerpo. Esto ocurrió cerca del año 1819, cuando el científico francés Charles Cagniard de la Tour creó un aparato capaz de producir sonidos a una frecuencia determinada y regulable. Como el dispositivo también funcionaba debajo del agua, de la Tour lo llamó “sirena” y, a través de este gesto, borró el cuerpo de estos seres monstruosos y transformó su dulce canto en un sonido estremecedor. Para escucharlas, ya no es necesario que, como los antiguos navegantes griegos, nos vayamos de viaje a lugares remotos porque forman parte del paisaje sonoro de la ciudad. Como señala Michael Bull en Sirens, estas sirenas son parte de un sistema de protección sónico que busca poner a salvo a la población de los bombardeos que ocurren en tiempos de guerra o de los desastres causados por fenómenos naturales como los sismos y los tsunamis. Los servicios de emergencia también utilizan sirenas para anunciar que se dirigen hacia el lugar donde ha ocurrido algún accidente y abrirse paso en medio del tránsito. En las últimas décadas, las sirenas se han vuelto parte del sistema de resguardo individual con el que muchas personas protegen sus autos y sus casas de posibles robos. Nuestra relación con estos sonidos se ha vuelto tan familiar que los usamos para organizar nuestra rutina. Nos despertamos con una sirena, que es la alarma de nuestro despertador, y programamos los sonidos de nuestros teléfonos para que nos alerten cuando recibimos mensajes y nos recuerden lo que debemos hacer.

Las sirenas que escuchamos a diario interrumpen lo que estamos haciendo y lo que estamos pensando. Nos ponen en alerta. Nos generan ansiedad, confusión y miedo. También nos ponen a salvo. Muchas veces, desearíamos que no sonaran, pero, cuando lo hacen, queremos escucharlas. A diferencia de los navegantes griegos, no nos taparíamos los oídos.

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