Recientemente en el ITESO se inauguró la edición de septiembre de la Cátedra Jorge Manzano (1930-2013), sacerdote jesuita que entregó su vida a la filosofía y a la acción en favor de los derechos humanos. Elías González Gómez, filósofo y coordinador de dicha cátedra, abrió la edición, dedicada al problema del mal, con el presente texto en el que intenta dilucidar la relación del mundo moderno con el mal.
Entre los libros de Elías González recomendamos Religarnos. Más allá del monopolio de la religión, Editorial Kairos, 2022. Los interesados en los contenidos de la Cátedra Jorge Manzano pueden dirigirse a https://www.iteso.mx/web/general/detalle?group_id=7690945.
Voy a definir el mal. El mal es la opresión. Y la opresión consiste en determinar las condiciones inhumanas de vida de los demás, al margen o en contra de la voluntad de éstos.
Jorge Manzano, SJ
¿Qué implicaciones tiene aproximarse al mal como misterio y no como problema? Todo problema tiene, por definición, una solución. Aquellos con los que lidiamos en la vida pueden resolverse de una u otra manera, independientemente de si contamos o no con los saberes o herramientas para lograrlo. Un misterio, en cambio, es misterio por sí mismo y desde su propio lado. Esto significa que no tiene solución posible. Si la tuviera, dejaría de serlo o nunca lo fue.
El mal es una realidad que nos trasciende porque nos precede y nos supera. Han existido infinitas interpretaciones o lecturas sobre lo que es y pese a que en este breve espacio es imposible hablar al menos de las más importantes, intentaré resumir algunas de manera apresurada.
Según ciertas perspectivas, el mal es lo opuesto al bien. Conforman juntos un dualismo tajante que divide la realidad no únicamente en términos morales, sino cósmico-metafísicos. En otros casos, el mal es la ausencia del bien como la oscuridad es la ausencia de la luz. En el primer caso el bien y el mal tendrían el mismo peso ontológico y el drama de la realidad consistiría en la batalla entre ambos polos. En el segundo, el mal no tiene existencia ontológica en sí mismo, sino que es la perversión o la corrupción del bien, lo único realmente existente. Encontramos también otras narrativas, en donde el bien y el mal no son más que dos caras de la misma moneda, en la que cada una representa pulsiones, energías o dinámicas de la realidad necesarias, independientemente de cómo las interpretemos o experimentemos. Hay incluso formulaciones en donde hablar de mal, por lo menos en sustantivo, no hace ningún sentido, puesto que lo que existe son males concretos, determinados, relativos a la experiencia de los sujetos, pero nunca como dimensión de la realidad.
De las diversas experiencias y discursos en torno al mal se desglosa el posicionamiento que habría que tener frente a él. Si el mal es el contrapunto del bien y ambos se encuentran en guerra constante, la única acción coherente sería combatirlo sin cuartel. Si, en cambio, el mal es parte integral de la vida, combatir el mal no sólo carecería de sentido, podría ser hasta perjudicial. Sería en dado caso más sabio afrontarlo con la aceptación, la justa medida y la proporción. Un caso particularmente elocuente, en este sentido, es la aproximación que la no-violencia tiene con respecto al mal. Esta dice que el mal no puede combatirse con más mal, al grado de que, si alcanzáramos la victoria, el resultado sería necesariamente la producción de más mal: como una comezón que entre más se le rasca más incrementa. Al funcionar como una suerte de cadena en donde cada eslabón proviene y está atado al anterior, el mal sería como una avalancha que crece sobre sí misma alargando la cadena y haciendo más terrible la avalancha. Si sufrimos un mal, además del daño experimentado como sufrimiento, surge en el corazón de quien lo padece la semilla de la perpetuación, que se traduce muchas veces en venganza, un ego herido que hiere, o bajo el estandarte socialmente aceptado de justicia o retribución del daño. La única forma de detener la dinámica del mal es, dice la no-violencia, hacerle frente con el bien. Esto significaría cortar de tajo su cadena e impedir que el mal se perpetúe. Si el mal es una suerte de contagio que a su vez contagiamos a otras personas, la no-violencia propone quedarse con el contagio y trasmutar esa energía rompiendo su difusión, incluso si eso implica la entrega de la propia vida.
Con todo lo polémico y discutible que la no-violencia pueda llegar a presentarse, su propuesta dista mucho de ser la que se aplica en nuestras sociedades. En la modernidad se mira como un problema a resolver. Algunas veces pretende hacerlo mediante la confrontación abierta, otras a través de los avances de la ciencia o con lo que se puede considerar uno de los males más terribles de nuestra era: la ingeniería social.
En la ingeniería social, el mal se reduce a un asunto administrativo, a una cuestión de perfeccionamiento de los aparatos institucionales. No soporta lo inaprehensible de su realidad, por lo que lo degrada a una serie de problemas que podrán superarse tarde o temprano. La idea moderna de enfermedad es un excelente ejemplo. La medicina moderna la concibe como un mal, es decir, como un agente externo y patológico que en algún momento podrá ser eliminado gracias a los avances tecnológicos. Ignora la finitud y la muerte porque constantemente le recuerdan que no ha alcanzado su meta: la exaltación del ser humano por sobre todo límite. Su carrera en pos de la inmortalidad, surgida quizás en un inicio con las buenas intenciones de atender fenómenos concretos como epidemias, guerras y consecuencias propias de los autoritarismos de la modernidad, requirió, por una parte, de una lucha por el control de lo real que la llevó a desentenderse de los límites vitales dentro de los cuales lo humano había coexistido desde siempre; por otra parte, de hacer caso omiso de las advertencias que todas las sabidurías del planeta han lanzado y que los griegos llamaban hybris, “desproporción y desmesura”.
Pareciera entonces que el mal que nos aqueja actualmente fuera antropogénico, como parece constatarlo el fin de la era del carbono, el calentamiento global y la destrucción del clima. En su afán por eliminar el mal, el proyecto moderno ha sembrado las bases de su propia destrucción. Esta evidencia interroga profundamente la aparente verdad de la no-violencia: combatir al mal con el bien. Para saberlo habría que hacer algunas distinciones.
¿Se trata del mismo bien cuando hablamos del combate moderno al mal que aquello que propone la no-violencia? El bien moderno parece proactivo, incidente; parte del deseo y cálculo humanos por reconfigurar su condición en beneficio propio. En otras palabras, el bien con que la modernidad quiere hacerle frente al mal incluye entre sus características la contraposición total entre ambas realidades (el bien no triunfará hasta que el mal sea derrotado), el cálculo y la administración de la vida para poder configurar la realidad según los propios planes (ingeniería social), y una suerte de ceguera ante los males producidos en su empeño por superar el mal. La no-violencia, por otro lado, no contrapone el bien al mal, sino que, consciente de su capacidad de hacer el mal, reconoce la realidad de ambos y al conocer sus mecanismos, se expresa de manera más pasiva que activa en el sentido de contraer el dinamismo del mal en el propio cuerpo para que no se perpetúe.
De lo anterior es posible inferir que el mayor drama contemporáneo respecto al mal no sea su deseo de cometerlo sino de hacer el bien y generar con ello mal. Puede ser que esto, como lo analizó Iván Illich, sea lo propio de una sociedad surgida de la corrupción del Evangelio, y que el apóstol Pablo expresa de la siguiente manera: “Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom. 7, 19), una invitación a percatarnos del mal que cometemos a través de nuestros actos buenos. Lo decía Luther King “No me estremece la maldad de los malos, sino la indiferencia de los buenos” que, durmiéndose en sus laureles, contemplan en complicidad con los malvados los males que su estilo de vida sustenta. Lanza del Vasto, por su parte, expresaba un pensamiento similar con las siguientes palabras: “Los grandes males que acabo de describir no son obra de los malvados, sino de hombres honrados que viven conforme a las leyes”. Una forma de entender esta cuestión sería mediante la paráfrasis de un adagio popular: “No hay mal que por bien no venga, ni bien que en mal no devenga”.
Pero no hay que ir tan lejos. Basta apelar a la experiencia de vida de cada quien para reconocer que muchas veces los males más difíciles de afrontar son aquellos provocados por acciones supuestamente buenas o por lo menos realizadas en aras del bien. Con las mejores intenciones emprendemos proyectos que buscan generar algún bien a los demás y a quien los lleva a cabo, pero en el camino comenzamos a darnos cuenta de los pequeños males que brotan de ellos. Se crea un centro educativo con la misión de atender las necesidades de formación de alguna población, pero ante la realidad de no poder atender a todos se elaboran criterios de selección cuando en realidad son discriminatorios. Lo que originalmente estaba pensado para hacer frente a algún mal, termina por generar otros males antes inexistentes. Podríamos imaginar otros ejemplos más banales y cotidianos, como la situación de que la decisión de casarse con alguien probablemente termine rompiéndole el corazón a otra persona, o incluso más serios como el hecho de que en esta sociedad no hay mejora o progreso en la vida de nadie que no se sustente en el sufrimiento ajeno; o de que cada vez que ocupamos un puesto laboral lo hacemos en detrimento de quienes no lo consiguieron y cada vez que podemos alimentarnos miles de vidas tienen hambre.
¿Qué hacer o qué decir frente a esta realidad? Pareciera que la paráfrasis: “No hay mal que por bien no venga, ni bien que en mal no devenga” nos desnuda ante la premisa original con que abrí esta reflexión: el mal no es un problema, es un misterio. Quizá justamente el hecho de seguir experimentando el mal como un problema y seguir apresuradamente el impulso de buscar soluciones administrativas, políticas y tecnológicas, sea una de las principales fuentes de mal en nuestra era.
Nada de esto tendría, sin embargo, que inmovilizarnos ante los males concretos que padecemos. Tal vez, si pudiéramos mirar con humildad las pretensiones de nuestras acciones y proyectos y advertir en ello los males que provocan nuestras supuestas buenas acciones, podríamos darnos cuenta de que tal vez sea verdad que el mal nos trasciende y que no es una batalla que podamos ganar, de que tal vez sea nuestro afán de derrotar el mal el que continúa perpetuándolo. Experimentar el mal como misterio y no como problema podría ser el primer paso en el camino de abandonar la trayectoria autodestructiva que nuestra civilización ha tomado.