La higuera

Jacques Coste

Miscelánea

Se despertó algo cansado, adolorido del cuello y la mandíbula. Su bruxismo había aumentado. Miró su celular personal: 38 mensajes sin leer. Vio su celular del trabajo: 67 mensajes sin leer y 18 correos electrónicos pendientes de contestar, incluido el de su jefe, enfurecido, pidiéndole que se apurara con el reporte que “era para ayer”. Tragó la saliva agria de la mañana y se levantó lentamente y sin demasiada convicción. Lo esperaba otro día ajetreado.

Tomó dos aspirinas, como cada mañana. Fue al baño, orinó, se lavó los dientes y tomó una ducha con agua caliente. Tardó un poco más de lo normal en la regadera. Por el cansancio, seguía aletargado. No le dio tiempo de hacer el desayuno: un café para llevar en un termo, una manzana para el camino y listo.

Salió de su departamento, un cuartucho de 22 metros cuadrados en la colonia Nápoles de la Ciudad de México. Cuando lo rentó por primera vez, luego de su divorcio, le dijeron que tenía “todo incluido”. ¿Qué era todo? Un sillón amarillento (que él suponía que en sus buenos tiempos era blanco o, a lo mucho, beige), una especie de librero feo, desgastado y apestoso a humedad que el dueño le prohibió desechar porque era “de los tiempos de Juárez”, una cama individual con un colchón bastante incómodo y una cocineta en donde se podía preparar poco más que huevos revueltos y quesadillas.

“No necesito más”, se dijo en aquel momento, y “qué mejor que vivir en una zona bonita de la Ciudad de México y tan cerca del trabajo”. Ahora, estaba cansado de vivir en ese agujero.

Bajó las escaleras, esos ocho pisos de escaleras oscuras que odiaba subir en la noche, cuando llegaba cansado del trabajo. Se encontró a Bulmaro, el portero del edificio cuando iba saliendo. Intentó evitarlo a toda costa. Sabía que, si lo abordaba, se le haría aún más tarde, pues al viejo no le paraba la boca.

Era curioso, Bulmaro le provocaba ternura y simpatía. Era amable, dispuesto y simpático. Y mejor aún, siempre contaba sus anécdotas de cuando era joven y estuvo a punto de ser un gran futbolista, pero tuvo una lesión en la rodilla, no lo atendieron correctamente en el IMSS y adiós carrera futbolística.

Lo más divertido era que cada vez que contaba la historia cambiaba la manera en que se lesionó la rodilla. A veces, contaba que fue con una entrada artera de un defensa colombiano (“un negro macizo como un toro”, decía). Otras veces, aseguraba que se había lesionado metiendo un gol: una chilena al último minuto para llevar a su equipo al campeonato nacional. ¿Qué campeonato nacional? Era un misterio. Y en otras ocasiones decía que la lesión no había ocurrido en el fútbol, sino en el jale, cuando trabajaba en un tianguis en la colonia Guerrero y el tubo de un puesto mal colocado se vino abajo y se le encajó en la rodilla.

El caso es que el viejo cojeaba. Eso era cierto. Y lo que también era cierto es que hablaba, y hablaba, y hablaba… y hablaba, con un aliento a cebolla que era insoportable, sobre todo en las mañanas. Mala suerte: Bulmaro lo vio abriendo la puerta y lo detuvo:

— ¿Qué pasó, Patrón? ¿A dónde con tanta prisa?

— A la chamba, Bulmaro. Ya se las sabe. Hay que perseguir la chuleta.

— ¿Y a poco va vestido así de fachoso? En mis tiempos los licenciados tenían que ir al trabajo bien trajeaditos. Así los distinguimos en el pesero. Si iban de tacuche, eran licenciaditos; si iban de mezclilla, eran obreros.

— Pues ya se usa ir más casual, Don Bulmaro. Ya ve, para mayor comodidad.

— ¿Y comodidad para qué, si no hace nada físico o sí? Su trabajo es en la computadora, ¿no?

— Bueno, es más complejo que eso. Este….

— Y a todo esto, ¿qué hace en el jale? ¿Es contador o abogado?

— No, ninguna de las dos, Bulmaro. Soy senior data analyst en una empresa de India basada en California que se dedica al comercio en línea.

— Ah, no, pues sí suena complicado. ¿Y cuánto le pagan?

— Luego seguimos platicando, Don Bulmaro, me tengo que ir—dijo, mientras le daba a Bulmaro un billete de cincuenta pesos, como lo hacía siempre que charlaban para agradecerle “todas sus atenciones”.

Salió corriendo. Pidió su auto en la pensión de la esquina. En lo que se lo entregaban, miró sus celulares: 42 mensajes sin leer en el teléfono personal, 86 en el del trabajo y doce correos electrónicos más. Sintió la tensión recorriendo toda su espalda, llegando hasta la nuca.

Encendió el auto, manejó con prisa hasta el Viaducto: como siempre, tráfico, mucho tráfico. Vio sus celulares mientras avanzaba lentamente en el embotellamiento. En el personal, la mayoría de los mensajes eran de un chat grupal de sus amigos de la universidad. Lo usual: nada nuevo, pura pendejada, pero se sintió compelido a responder: buscó en su repertorio de stickers y encontró el adecuado para la ocasión. Lo envió y volvió a cerrar el celular. Un poco menos de ansiedad… por un instante. Vio la hora: 8:50. No llegaría a tiempo al trabajo. Era un hecho.

Momentáneamente, puso atención al podcast de noticias que reproducía cada mañana sin hacerle mucho caso, pero le servía para sentirse informado. La presentadora del programa comentaba que 17 personas habían sido mutiladas en Sonora en una supuesta pugna entre el Cártel de Sinaloa y el Jalisco Nueva Generación. Entrevistaron al gobernador del estado: fue un ajuste de cuentas, dijo.

Dejó de escuchar el podcast. Su atención se desvió hacia un espectacular: “Sr. y Sra. Smith, el nuevo estreno en Amazon Prime”. Anotó mentalmente que la vería esa noche y pensó en cómo estaba envejeciendo: recordaba que cuando era niño vio esa misma película, pero protagonizada por Angelina Jolie y Brad Pitt, en el Canal Cinco, donde las películas hollywoodenses llegaban dos o tres años después de estrenarse en los cines, pero aún así lo anunciaban con bombo y platillo. Avanzó unos metros y otro espectacular: “Alien Romulus. El terror espacial vuelve a los cines”. Rió para sus adentros: “Puro remake, ya no hacen nada original”, pero aún así se dijo que iría a ver esa película el fin de semana, a la sala VIP por si se quedaba dormido.

Quizá incluso podía buscar alguien con quien ir en su aplicación de citas. Había salido con María, una fisioterapeuta que le pareció coqueta y divertida, pero sólo salió con ella un par de veces y luego decidió dejar de responderle porque le pareció que las cosas iban demasiado rápido. También había tenido una cita con Diana, una chica que trabajaba en una cafetería en la colonia Roma. Le parecía muy guapa y bastante inteligente, pero no la buscó de nuevo porque salir con una mesera le parecía poca cosa. ¿Qué iban a decir sus amigos y sus papás? En fin, ya buscaría a alguien. Siempre había alguien. Tan sólo era cosa de buscarla en el celular.

Volvió a prestar atención al podcast. Ahora estaban entrevistando a una madre buscadora, que estaba revelando el hallazgo de una fosa clandestina en el Estado de México y denunciaba al fiscal de la entidad por negligencia y vínculos con el crimen organizado. También decía que ya estaba cansada de buscar, buscar y buscar a su hijo desaparecido hace once años, para en lugar de eso encontrar más y más fosas clandestinas. Buscaba a un desaparecido, pero en lugar de eso aparecían centenas más.

Nuevamente se distrajo. Vio otro espectacular que le recordó a Ilda, su hermana. La extrañaba mucho. Ella seguía viviendo en Morelos, trabajando en el negocio familiar con su mamá. Cada fin de semana, maquillaban y peinaban a las señoras de la alta sociedad capitalina que asistían a bodas en las vastas haciendas repartidas por todo el estado. Era un buen negocio, que había crecido mucho últimamente, desde que Morelos se puso de moda entre los círculos nice de la Ciudad de México.

Cuando eran pequeños, Ilda y él eran inseparables. Tan sólo se llevaban dos años de diferencia y hacían todo juntos. Ya en la preparatoria, tenían los mismos círculos de amigos, salían a fiestas juntos, se cubrían sus borracheras y amoríos mutuamente con sus papás y pasaban largos ratos acostados en la higuera que tenían en el jardín con Maya, su perrita.

Apenas tuvo tiempo de dejar entrar la nostalgia a su sistema porque ahora sí estaba a punto de llegar a la oficina. Llegaría un poco tarde, pero aún así se compraría un café y algo de comer en el Starbucks de la entrada de su edificio. Estaba muy cansado y tenía hambre. Estacionó el auto a dos cuadras de su oficina, que estaba en Paseo de la Reforma. El viene-viene ya le tenía apartado su lugar de siempre. Estacionó el auto y le dio 30 pesos. El viene-viene intentó hacerle la plática, pero él lo ignoró fingiendo que recibía una llamada telefónica. Una mujer indígena con un bebé en el rebozo le pidió dinero cuando caminaba hacia Reforma. También la ignoró. Mismo truco: fingir que contestaba una llamada.

Entró al Starbucks. La barista lo recibió con una sonrisa fingida y él ordenó un latte, venti, con leche de soya y una carga extra de café, y pidió un pan dulce de temporada, con pumpkin spice por el mes del thanksgiving. Le entregaron su orden con su nombre escrito en el vaso, con plumón indeleble, y una carita feliz, junto con un forzado: “¡Que tengas excelente día! Regresa pronto”.

“Trescientos pesos por un pinche café y un pan”, pensó. Ni modo. Abordó al elevador, lleno hasta la madre, como siempre. Subió hasta las oficinas de la compañía. Un espacio de coworking: muebles lindos, escritorios y sillas de distintas formas y estaturas, un área lúdica con futbolito, tiro al blanco y mesa de hockey. En la tarde, botanas finas y cervezas artesanales para los empleados, que siempre se quedaban horas extra. Ésa era su vida. Entró tímida y rápidamente, saludó a sus compañeros y puso manos a la obra.

Lo de siempre. Terminar los reportes de ventas del día anterior. Revisar las cifras de nuevos usuarios de la aplicación y enviarlos al corporativo en California. Videollamada con su jefe, un gringo hijo de inmigrantes de la India, vestido con ropa oversized, que fumaba marihuana en horario laboral y que se creía la vanguardia de la sociedad moderna porque tenía un novio y una novia al mismo tiempo y porque promovía el work-life balance entre sus empleados. Almuerzo rápido frente a la computadora. Contestar correos electrónicos al por mayor. Distracciones ocasionales para ver el chat grupal de sus amigos de la universidad. Siempre un poco de pérdida de tiempo para elegir su sticker favorito para cada situación. Envío de sus reportes del día. Vistazo rápido a alguna tienda en línea para comprar algo tan innecesario como útil para calmar la ansiedad y paliar el aburrimiento. Cerveza artesanal y botana para relajarse. Caminar al auto. Ir a la casa.

Llegó y se dejó caer en el sillón amarillento y apestoso. Leyó quince minutos la biografía de Elon Musk. Si quieres ser un tiburón de los negocios, hay que entender cómo piensan los tiburones de los negocios. Siempre leía quince minutos contaditos con cronómetro. Había escuchado en un podcast que leer quince minutos al día favorece las conexiones neuronales y nos hace más productivos para tomar mejores decisiones estratégicas en el trabajo.

Dejó su libro. Era tarde, pero encendió la tele. Buscó Sr. y Sra. Smith en Amazon Prime. La vio 17 minutos. Se quedó dormido. En la mañana, despertó algo aturdido. El dolor de cabeza ocasionado por el bruxismo había aumentado. Cada vez apretaba más la mandíbula en la noche. “Ahora sí, la próxima semana hago cita con la dentista”, se dijo. Eso llevaba diciendo los últimos cuatro meses. El dolor de espalda y cuello tampoco menguaba. “Ni pedo, así hay que seguirle”, pensó. Vio sus celulares: 22 mensajes sin leer en el personal y 53 mensajes y 19 correos en el del trabajo. Arreciaron los dolores de cabeza, espalda y cuello. Tomó dos aspirinas y un baño caliente.

Otra vez salió a las prisas. Ahora sí logró esquivar a Bulmaro, el portero, fingiendo que tenía una llamada. Recogió el auto y condujo hacia su trabajo. La presentadora de su podcast matutino describía el hallazgo de 16 cuerpos en un remoto municipio de Chiapas. Las autoridades locales decían que era normal, que todo fue por un ajuste de cuentas entre un grupo paramilitar y una organización criminal. Mientras tanto, él recordó que quería comprar un iWatch para conectarlo con su celular y así ver las notificaciones en tiempo real con mayor facilidad. Además, así contaría los pasos que daba cada día, lo cual le ayudaría a hacer más ejercicio. Anotó mentalmente que lo ordenaría en una tienda en línea ese mismo día.

Llegó. Se estacionó y le dio treinta pesos al viene-viene, que parecía haber sufrido una golpiza la noche anterior. Tenía un ojo morado y caminaba cojeando. Él no se dio cuenta porque salió del auto mirando el celular. Le envió un mensaje a Ilda: “Te extraño, hermana. ¿Cómo has estado?”.

Entró al Starbucks. Pidió un flat white, venti, con leche de almendra y tres cargas de café, junto con un grilled cheese sandwich. Subió a las oficinas. El día transcurrió como siempre, con la excepción de que no le dio tiempo de almorzar. Pero, felizmente, acabó un poco temprano. Se alegró, ese día vería a sus amigos de la universidad en una cantina en la colonia Condesa.

Llegó al lugar. En sus buenos tiempos, fue una de las cantinas más alegres, divertidas y variopintas de la Ciudad de México. Ahora, estaba llena de la nueva fauna urbana de la Roma, la Condesa y las colonias aledañas: gringos (los famosos nómadas digitales), hipsters vestidos con ropa ochentera y bigotitos ridículos, intelectuales de café discutiendo textos de Slavoj Žižek, novelas de Carlos Fuentes y poemas de Gabriela Mistral, unos cuantos abogados y licenciados cuarentones y cincuentones con trajes deslucidos y caras deprimentes. En la mesa de siempre, estaban sus amigos del Instituto Tecnológico Mexicano, la universidad de donde se habían graduado los tecnócratas, empresarios y políticos más famosos del país. Él era, orgullosamente, el primer egresado de su familia de una universidad privada de la Ciudad de México.

Ordenaron lo de siempre: un mezcal oaxaqueño orgánico y artesanal, hecho por mujeres indígenas y vendido en una red de “comercio justo y trabajo bien pagado”, naranjas rebanadas con sal de gusano, cervezas producidas en una fábrica local de Colima y un plato botanero: con chalupas, gorditas, sopes y demás antojitos. Hablaron de sus respectivos trabajos, de cómo había caído el peso mexicano frente al dólar, del partido de fútbol de la selección mexicana (que había vuelto a perder 2-0 contra Estados Unidos) y de sus futuros planes de vacaciones.

Él presumió que estaba por viajar a Nueva York, en donde iba a asistir a un musical de Broadway, al Met, al MoMa, de compras a la Quinta Avenida y a un partido de los Yankees, pero por supuesto omitió comentar algo sobre la caja de fósforos donde vivía. Fue al baño. Ahí estaba Esteban, el señor que repartía las toallas para secarse las manos y limpiaba el baño. Lo saludó con mucho gusto; ya con unos mezcales encima, la plática fluía mejor.

— ¿Cómo le ha ido, Don Esteban?

— Ya sabe, jovenazo. Dando la lucha.

— ¿Y su esposa, cómo está? ¿Cómo le va a Doña Lulu?

— Pues bien, joven, pero anda con broncas de espalda. Trabajar tanto tiempo parada en la fondita anda causando estragos. Ya a esta edad uno tiene achaques, jovenazo.

— Lo siento mucho, Don Esteban. Va a ver que pronto se va a reponer—dijo mientras deslizaba un billete de 200 pesos en su mano y agregó—ahí por si necesitan medicinas.

Regresó a su mesa a escuchar la perorata de Raúl, su amigo que trabajaba en una empresa de bitcoin y no dejaba de hablar al respecto. Mientras tanto, él pensaba en Doña Lulu. “Sí está cabrón trabajar todo el día en una pinche fondita, no mames. A ver si paso pronto por unos chilaquiles, aprovecho para saludarla y le dejo una feria”.

Y luego su mente divagó. Recordó a su exesposa. Se acordó, melancólico y con mezcal en mano, de su luna de miel en el Sudeste Asiático y de cuando llegaron a vivir a su departamento, llenos de esperanza, ingenuidad y buenos deseos. Iba a platicarle sobre esto a Pablo, su amigo de al lado, pero lo interrumpió para preguntarle si ya se había enterado de que Manuel Lasso de la Rueda, quien era la envidia de todo el Instituto Tecnológico Mexicano por ser hijo del famoso abogado Fulgencio Lasso de la Rueda, se había casado con Violeta de Arrascaeta, nieta del gran empresario Gonzalo de Arrascaeta, pero ella le “estaba viendo la cara de pendejo” porque le estaba poniendo el cuerno con Julián Giménez-Luna, hijo del dueño de la panificadora más grande del país. Respondió con una risa fingida y un chiste de mal gusto, y se resignó a hablar sobre esos temas. “Mejor seguir con la corriente, qué más da”, mientras se servía otro mezcal.

Así transcurrió la noche: entre mezcal, cerveza y charlas triviales; una que otra risa y uno que otro comentario jocoso. Ya algo borrachos salieron de la cantina y fueron a un antro de moda. Entraron dándole un billete de mil pesos al cadenero. Pidieron una botella de Bacardí blanco. “Dos mil pesos por esta mierda”, pensó. Pero se sirvió una cuba. La música era muy fuerte y muy extraña, un género fusión con un poco de todo: demasiado alta como para charlar y demasiado rara como para bailar. Siguió bebiendo y fingiendo que se divertía.

Regresó a su casa en plena madrugada. Bulmaro seguía despierto.

— Ahora sí viene con unas copas encima, Patrón.

— La verdad sí, Don Bulmaro. Estuvo buena la fiesta. ¿Cómo ve, bajo unas chelitas y me acompaña con una?

— Uy, no sé, Patrón. Ya ve que si me cachan me meto en broncas.

— Una y ya, Don Bulmaro. Y le dejo otra para que se la vaya chiquiteando en la noche. Ahorita ni quién se dé cuenta.

— Bueno, órale. Nomás por no hacerle el desaire.

Se quedaron charlando largo rato. Bulmaro le contó de su familia y de sus sueños de futbolista frustrado. Él, por su parte, le contó sobre su hermana y sobre la higuera; sobre su esposa, su departamento y sus esperanzas rotas. Así transcurrió la noche. Después de un par de cervezas, subió a acostarse, no sin antes darle a Bulmaro los consuetudinarios cincuenta pesos y un par de palmaditas cariñosas en la espalda.

Se quedó dormido con los pantalones y los zapatos puestos. La luz del día lo despertó. Era más tarde de lo normal. Vio sus celulares: 11 mensajes en el personal, 49 en el del trabajo y 26 correos electrónicos sin leer. Además del dolor en el cuello, la espalda y el bruxismo, tenía un dolor de cabeza punzante, como una daga incrustada en las sienes. Una resaca terrible. Tomó tres aspirinas, un Electrolit de lima-limón y un baño caliente. Salió aún más tarde de lo normal. Evitó a Bulmaro, al señor de la pensión donde dejaba el carro y al viene-viene, a todos con el mismo truco, fingiendo que hablaba por teléfono.

Se dirigía al Starbucks. Necesitaba un café bien cargado. Esa cruda no se quitaría sola. Una mujer indígena con un bebé en el rebozo llegó a pedirle dinero. Iba a hacer su maniobra de siempre para evadirla: fingir una llamada telefónica. Pero esta vez sonó su teléfono. Era una llamada de verdad. Contestó. Con una voz extraña, cruzada por la incredulidad, la impotencia, el enojo y una tristeza desgarradora, su padre le dijo que su mamá y su hermana habían muerto. Las habían asesinado en un tiroteo. Fue otro “ajuste de cuentas” entre grupos criminales, dirían los periódicos del día siguiente.

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