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Caminos hacia la paz
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Dossier

Verdad, memoria y justicia transicional en México

Juan Espíndola y Mónica Serrano
Dossier

En 2023, El Colegio de México publicó un importante libro sobre justicia transicional, Verdad, justicia y memoria: derechos humanos y justicia transicional en México, 2023. Quienes hacemos Conspiratio, hemos considerado importante publicar, con pequeñas modificaciones en el estilo y adaptaciones para la presente edición, su introducción con autorización de El Colegio. Hecha por dos expertos en la materia que, además, son los editores de los trabajos reunidos en el libro, la introducción coloca la necesidad de la justicia transicional en el contexto de la violencia que azota al país. Sin ella, dicen, “tanto la estabilidad como la legitimidad del Estado permanecerán en duda”. 


Al recibir el premio internacional Carlos Fuentes el escritor nicaragüense Sergio Ramírez se refirió a los temas que en el pasado reciente habían poblado la escena literaria latinoamericana: “las satrapías militares, los dictadores engalonados, el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares extranjeras, las revoluciones y las guerras civiles”. Mencionó también tres temas que, en sus palabras, aún no han sido dilucidados en el continente: la marginación, la miseria y la lucha permanente entre civilización y barbarie. Al describir “nuestro mundo contemporáneo actual” no sólo aludió a las “viejas parcas”, que hoy se visten de sicarios, sino a una violencia criminal que, si bien encuentra en la pobreza una misma raíz, no “busca transformar a la sociedad para hacerla más justa, sino…. envilecerla”.1

El alud de violencia criminal que en las últimas décadas ha trastocado la realidad mexicana ha llevado a una multitud de voces, dentro y fuera del país, a buscar explicaciones que puedan dar cuenta de este vuelco violento y de sus implicaciones para la aún joven democracia mexicana. 

En enero de 2014, el poeta Hugo Gutiérrez Vega invocaba la noción de “biología artística” de César Vallejo para presagiar las muchas maneras en las que artistas y pintores reflejarían los rasgos violentos de la realidad mexicana.2 Su profecía no pudo ser más atinada. 

En ese mismo año, Francisco Toledo se unió a un grupo de niños para volar papalotes con las fotografías de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala. Al año siguiente, en otoño de 2015, después de varios años de ausencia, regresó a las salas de arte con una exposición intitulada Duelo, en la que plasmó los horrores de la violencia en México. Con figuras fabricadas en arcilla negra y teñidas de rojo, Toledo ofreció un monumento dramático de las asignaturas pendientes de la violencia en el país y un homenaje póstumo a los estudiantes de Ayotzinapa.3

La guerra y la locura de la violencia fueron también los temas centrales de dos grandes exposiciones de Sergio Hernández, otro gran artista oaxaqueño: A hierro y fuego y De sangre y de plomo. Ambas exposiciones se inauguraron simultáneamente en Roma y Bogotá, en 2016.4  En otra pintura suya, fabricada en óleo azul, El muro de la ignominia, que sirvió de trasfondo a las discusiones de la conferencia Seguridad y Justicia en Democracia, puede observarse una alusión elocuente y conmovedora a las víctimas de la violencia en el estado de Oaxaca.

Escritores, intelectuales e historiadores han expresado una profunda consternación ante estos tiempos violentos. Algunos de ellos han hecho ciertas conjeturas y señalado sus peligros. Así, en 2011, el gran historiador Miguel León Portilla advertía que la guerra contra las drogas había “encendido un fuego que no puede parar” y añadía que, en dicha guerra, Estados Unidos ponía a “los consumidores y las armas y nosotros los muertos”. 5 Cinco años después expresaría un juicio más tajante: “México está enfermo” y, tras identificar algunos de los principales síntomas de la enfermedad —la pobreza, la hidra de la corrupción, la inseguridad, los asesinatos habituales, el narcotráfico—, confesaría su dolor por lo que acontecía en el país: “Me duele lo que le sucede, porque quiero muchísimo a México”.6

El desconsuelo de Miguel León Portilla sería compartido unos meses después por el escritor Fernando del Paso, quien, al recibir el premio Cervantes en abril de 2016, confesó su vergüenza al verse obligado “a criticar a su país en un país extranjero” y denunciar en Madrid lo que acontecía en México. Allí, añadió, “Las cosas no han cambiado … sino para empeorar, continúan los atracos, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los feminicidios, la discriminación, lo abusos de poder, la corrupción, la impunidad y el cinismo”.7 La desesperanza de las palabras de León Portilla y del Paso encontró eco en la profunda tristeza que la escritora Carmen Boullosa manifestó en una entrevista ante las miles y miles de muertes de jóvenes a manos de la “mal llamada guerra contra las drogas”.8

La irrupción de estas violencias no es fácil de explicar. Después de todo, una vez que el polvo de la violencia revolucionaria se sedimentó, el siglo XX mexicano se mostraría relativamente pacífico. Es cierto que la violencia política no fue del todo desterrada y que la represión a manos del Estado —muchas veces indiscriminada— continuó siendo parte del repertorio del régimen posrevolucionario. Pero quizás lo más llamativo, sobre todo en comparación con el resto de América Latina, fue su carácter civil. No hace falta entrar en muchos detalles para afirmar que el arreglo político de la revolución institucionalizada hizo posible la subordinación efectiva de los militares al poder civil y contribuyó con ello a conjurar el riesgo de un gobierno o dictadura militar. Y al referirnos a tiempos más recientes, tampoco parece trivial que la violencia política que acompañó a las primeras etapas de la apertura política —y que cobró la vida de cerca de 300 militantes del PRD (Partido de la Revolución Democrática)— no hubiese descarrilado la incipiente transición a la democracia. 

Pocos pudieron anticipar la forma en la que la violencia criminal se desataría y configuraría el acontecimiento político central de la realidad mexicana en este siglo. Tras desgarrar el tejido social en innumerables rincones del país no sólo han producido un nuevo orden social; han buscado también imponer un nuevo arreglo político e institucional. 

Para algunos estas violencias son el resultado de las profundas dislocaciones sociales de los años ochenta. En esta perspectiva los años de la deuda y el peso de una década perdida estarían, claramente, detrás de estas violencias. Otros han visto en estas violencias la expresión del auge del neoliberalismo y del consecuente colapso institucional. A ojos de otros, la violencia ha sido parte integral del proceso de desmantelamiento y desintegración del régimen priista impulsado a su vez por la democratización. 

Los desacuerdos sobre los orígenes y causas de la violencia criminal y de sus ramificaciones son numerosos, pero es imposible ignorar el peso de las drogas ilícitas y, más específicamente del auge de la economía de la cocaína, en la detonación y contagio de violencias criminales, sociales y políticas en México y en muchas otras partes de América Latina. 

Es cierto que en los primeros indicios de la apertura del mercado de cocaína en Estados Unidos —que pueden rastrearse a principios de los setenta, cuando los traficantes apenas lograban colocar entre 1 y 2 toneladas de cocaína en territorio estadounidense— la violencia apenas figuraba. Sin embargo, como Paul Gootenberg y muchos otros han explicado, ni el auge insospechado de este mercado ni su giro cada vez más violento —ya fuese en Miami, Colombia o México— podrían explicarse sin tomar en consideración el doble impacto que tendrían su prohibición en el marco de la ONU y la coerción ejercida por Estados Unidos para su cumplimiento. Antes de lo esperado, cuando el gobierno del Presidente Reagan daba inicio a la segunda guerra contra las drogas y definía al narcotráfico como amenaza a la seguridad nacional, más de 100 toneladas de pasta de coca eran transportadas desde los Andes a un pujante y creciente mercado de cocaína en Estados Unidos. Para la década de los noventa, ante el incremento exponencial del número de consumidores en ese país, y el aumento en la capacidad de producción y trasiego de cocaína el fracaso de la segunda guerra contra las drogas era ya una realidad. La capacidad de producción de esa droga había rebasado ya las 1000 toneladas para abastecer un mercado de más de 7 millones de consumidores duros y con un valor estimado de 38 mil millones de dólares. Para ese momento la producción de coca y cocaína no sólo había alcanzado niveles inusitados, sino que habían sido centralizadas en Colombia y su trasiego y comercio se tornarían cada vez más violentos.

Mientras en Colombia la economía ilícita de la coca y de la cocaína empoderó por igual a guerrillas y paramilitares, y sumergió al país en una prolongada guerra civil, en México, la desviación de las rutas de trasiego y el consecuente posicionamiento de las organizaciones criminales mexicanas como intermediarios privilegiados, serían la antesala de la violencia que en breve azotaría al país. 

Sería un error reducir la realidad monstruosa de las violencias que hoy aquejan y ensombrecen la realidad mexicana a las drogas, ya fuese a su trasiego o su venta. Pero sería igualmente equivocado ignorar el papel que las cadenas internacionales de drogas y las políticas que han buscado sujetarlas han desempeñado como motores y multiplicadores de violencias sociales y criminales y de violencias político-criminales en México y en otras latitudes de América Latina. 

La conexión entre drogas y violencia continúa suscitando discusiones interminables. Ello se debe en parte a la dificultad para distinguir con precisión entre causa y efecto, pero también a la tendencia a ignorar el papel que la prohibición de las drogas ha ejercido y ejerce en la generación de violencia. No es fácil discernir todos los vínculos o relaciones causales. Pero podemos apuntar al menos cuatro posibles conexiones entre violencia, prohibición y drogas ilícitas. La primera tiene que ver con la definición de su producción, venta y/o consumo como delito y el consecuente traslado de estas transacciones a la clandestinidad. Un segundo vínculo apunta a la propensión a cometer delitos, a veces violentos, para financiar no sólo el consumo de drogas, sino su producción y venta. La tercera conexión se refiere a la influencia del consumo de ciertas drogas —desde luego el alcohol y aparentemente el crack— en conductas violentas. Mientras que una última conexión nos remite al comportamiento de los mercados ilegales y a la propensión de las organizaciones criminales que operan en dichos mercados a recurrir a la violencia, la intimidación y la corrupción. Es esta última conexión la que resulta particularmente relevante en los escenarios de la violencia criminal en México y en otras latitudes de Latinoamérica.

Por definición los mercados ilegales tienden a ser violentos. Ello es así por tres razones básicas. Por un lado, su lógica ilegal suele atraer a individuos proclives a comportamientos criminales y arriesgados. Para entenderlo conviene subrayar el impacto de la prohibición y criminalización en la generación de incentivos de precios, vía diferenciales entre precios legales e ilegales. Este incentivo de precio es un imán poderoso que, al atraer a empresarios criminales, impulsa también el surgimiento de circuitos clandestinos de comercio y contrabando. Por otro lado, una vez que las rentas ilegales de la prohibición y de los incentivos de precios son transferidas a empresarios criminales éstos corrompen o someten a autoridades con el fin de influir en decisiones públicas. Además, dado el carácter ilícito de estos mercados y la ausencia de medios o instituciones legales para la resolver conflictos, la amenaza y uso de la violencia cumplen un papel fundamental en la resolución de disputas y diferencias.

La justicia transicional es una posible ruta para atajar el ciclo de impunidad y violencia gestado por los mercados ilícitos de drogas. Creemos que, de no aplicarse, tanto la estabilidad como la legitimidad del Estado y de la Democracia permanecerán en duda. 

La justicia transicional se refiere a un conjunto de medidas legales, judiciales y administrativas, que buscan hacer realidad cuatro aspiraciones básicas: justicia, verdad, reparación y no repetición. Las formas institucionales en las que encarnan estas aspiraciones son diversas, pero incluyen casi siempre el uso de juicios penales (administrados por una institución internacional como la Corte Penal Internacional, el sistema de justicia local o una combinación de ambos); comisiones de la verdad (cuerpos cuasi-judiciales cuyo propósito es documentar la existencia de patrones de abuso de derechos humanos y atraer la atención de la opinión pública hacia ellos); amnistías (que extinguen la acción penal en contra de ciertos perpetradores de crímenes); lustraciones (medidas para depurar las instituciones del Estado, particularmente las de seguridad, responsables de perpetrar violaciones a los derechos humanos); programas de desmovilización, desarme y rehabilitación de combatientes; comisiones de búsqueda de personas desaparecidas, y otra gama de reformas institucionales. 

Tal y como las concibe el paradigma de la justicia transicional, estas medidas forman un marco para orientar la acción de aquellas sociedades que aspiran a superar una situación de violencia extraordinaria mediante una transformación social y política de gran calado. Estas medidas, que forman parte de un marco de acción complejo, deben, por lo mismo, guardar una estrecha relación entre sí e instituirse de manera armónica,10 aunque no necesariamente sincrónica,11 puesto que de instaurarse arbitraria y selectivamente podrían desvirtuar los procesos de cambio necesarios para trascender la violencia. Por ejemplo, una política de reparaciones a las víctimas que no venga de la mano de una sanción penal a los perpetradores, puede interpretarse socialmente como una estrategia política para comprar silencio; a la inversa, el castigo a los perpetradores sin reparación a las víctimas puede percibirse como un ajuste de cuentas entre élites políticas, sin interés en el bienestar de la población.12

La armonización de las medidas de la justicia transicional entraña un desafío considerable. En algunos casos, las medidas pueden reforzarse mutuamente para impulsar la transformación del régimen en transición; en otras, en cambio, las relaciones entre ellas se tensan. Así, a manera de ilustración, sin un diseño cuidadoso, las amnistías pueden inhibir o poner en entredicho los juicios criminales de los responsables de las violaciones de derechos humanos.

En un contexto como el de México, su aplicación es, en su necesidad, una apuesta, porque dicha justicia, en su concepción clásica, se proponía lidiar con circunstancias muy distintas a la mexicana. Sus semillas se plantaron en los tribunales militares de Núremberg y Tokio después de la Segunda Guerra Mundial. Aunque el régimen de la post-guerra detuvo el crecimiento de esas semillas con el derecho internacional en general, el fin de la Guerra Fría y las transiciones democráticas en el antiguo bloque soviético y en América Latina en la década de los ochenta la pusieron de nuevo en movimiento.13 De allí surgió la justicia transicional, cuyo objetivo era dotar a las sociedades que salían de un régimen autocrático con una serie de herramientas que encausaran su transición hacia una democracia. Se suponía que, en tales circunstancias, la implosión de los regímenes autocráticos abría una pequeña, pero crucial, ventana de oportunidad para impulsar medidas como el enjuiciamiento de las élites del antiguo régimen (ya depuesto o muy debilitado), la reparación de un número limitado de víctimas de los crímenes más atroces del Estado (principal fuente de la violencia) y el saneamiento de las instituciones clave del antiguo régimen. Todas ellas eran medidas de corte político y civil, que presuponían, entre otras cosas, que, así como el agente central de todas las violaciones a los derechos humanos había sido el (viejo) Estado, el agente central de los cambios sería el (nuevo) Estado.

Este tipo de transiciones políticas hizo aflorar dilemas políticos y morales muy particulares: ¿Debía sacrificarse el castigo a los perpetradores de la violencia cuando todavía se encontraran en el poder? ¿Qué hacer para castigar las violaciones más graves a los derechos humanos sin incurrir en el problema de la retroactividad de las penas, pues en muchos casos los crímenes cometidos por los funcionarios del antiguo régimen no eran reconocidos como tales en la legislación vigente?14 ¿Hasta dónde sería deseable sanear las instituciones de los cuadros del régimen predecesor, sin poner en entredicho la gestión eficaz del nuevo gobierno? ¿Es moralmente aceptable juzgar a los cuadros administrativos del antiguo régimen, incluso a ciertos segmentos de la ciudadanía, como un grupo y no de manera individual, como suelen hacer las medidas de lustración o las de humillación pública?

Esta justicia transicional de primera generación, por llamarla de algún modo, fue relativamente exitosa. Su éxito la hizo salir del ámbito parcialmente reducido en el que se había gestado: el de las transiciones democráticas.15 Sus promotores la impulsaron como tabla de salvación para sociedades que atravesaban transiciones no-democráticas, como las de una guerra civil a un escenario de paz o de un régimen represivo a otro;16 incluso se fomentó como estrategia política y jurídica en el seno de sociedades democráticas.17 En esta nueva ola de experiencias de justicia transicional se abandonó la idea de que la premisa del proceso fuese una transición consumada. Fue entonces que la justicia transicional comenzó a concebirse y a utilizarse como una “caja de herramientas”, expresión usual en los manuales de las organizaciones internacionales que prohijaron el paradigma, y comenzaron a “burocratizarse”.18

La expansión de la justicia transicional acarreó un cambió en la naturaleza de sus metas, sus desafíos y sus dilemas. Sus operadores dejaron de plantearse como objetivo el de encauzar transiciones democráticas. Las metas se volvieron así más ambiciosas. Incluían una agenda de derechos sociales, económicos y culturales, e incluso políticas de desarrollo y de construcción de paz (peacebuilding) para naciones a menudo en ruinas a consecuencia de sus conflictos políticos y sociales. En el mismo tenor, el Estado dejó de ser el promotor central de la justicia transicional, compartiendo ese papel con una miríada de actores internacionales. Como el foco de interés de la justicia transicional dejó de radicar en las transiciones democráticas, el tipo de violencias y conflictos, que pasaron a formar parte de su universo, se diversificó de manera considerable. La fuente de la violencia ya no era exclusivamente el Estado. Incluía también a actores no estatales. Los conflictos ya no eran sólo de corte político. Involucraban también a actores estrictamente criminales, con motivaciones muy complejas. Asimismo, la escala de la violencia se volvió mucho mayor y la identificación de los perpetradores y las víctimas más desafiante.19 Por último, a diferencia de los casos anteriores, donde la justicia transicional iniciaba tras el fin de la violencia, en los nuevos no se vislumbraba un alto a la violencia. 

La expansión de la justicia transicional también alteró la naturaleza de sus dilemas: los predicamentos ya no remitían, o no solamente, a la disyuntiva entre la amnistía o la paz/estabilidad, el castigo o la retroactividad de la ley, la depuración de cuadros o la gobernabilidad. Ahora incluían situaciones en torno a las condiciones del desarme de los grupos armados o al tratamiento penal de los colaboradores de los perpetradores de violaciones a derechos humanos en los casos en que se contara con información eficaz para apoyar las causas de las víctimas. 

Es aquí donde volvemos a la “apuesta” de la justicia transicional para México. Es difícil conjeturar sobre sus posibilidades. La complejidad de las violencias en contextos como el mexicano, la aleja de los casos tradicionales. Pareciera que pensar el caso mexicano a la luz de la justicia transicional implica otro giro de tuerca en el ensanchamiento del concepto. ¿Podrán sus herramientas arrojar los mismos frutos, particularmente cuando se trata de una violencia de corte criminal, activa, y que no da muestras de cesar o de cejar? No es de extrañar el escepticismo de distintas voces frente a la “importación” de la justicia transicional a la realidad mexicana. En cualquier caso, el fondo de esta apuesta es sencilla y no requiere de mayor explicación: la incapacidad de investigar, procesar y castigar estos delitos. Lo es también la impotencia de los gobiernos para poner un límite a la violencia criminal que hoy envuelve al país. En la medida en que las instituciones nacionales sean incapaces de combatir la impunidad rampante en el país, la espiral de violencia que lo envuelve no hará sino exacerbarse.

1 Discurso de Sergio Ramírez al recibir el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español. Fundación Gabo, 23 de febrero de 2015, disponible en https://fundaciongabo.org/es/discurso-de-sergio-ram%C3%ADrez-al-recibir-el-premio-internacional-carlos-fuentes-la-creaci%C3%B3n-literaria; Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, y en YouTube https://www.youtube.com/watch?v=ZCRPO_8MIus&feature=youtu.be 23 de febrero de 2015.

2 “Celebran en el Museo de Antropología los 25 años del Conaculta”, Proceso, no. 2074, 17 de enero de 2014, disponible en https://www.proceso.com.mx/cultura/2014/1/17/celebran-en-el-museo-de-antropologia-los-25-anos-del-conaculta-128018.html

3 Pablo de Llano, “Toledo hace sangrar la cerámica”, El País, 23 de diciembre de 2015, disponible en https://elpais.com/cultura/2015/12/22/actualidad/1450815382_492981.html; Niza Rivera, “‘Duelo’, de Francisco Toledo, una crítica y reflexión ante la violencia en el país”, Proceso, 22 de octubre de 2015, disponible en https://www.proceso.com.mx/cultura/2015/10/22/duelo-de-francisco-toledo-una-critica-reflexion-ante-la-violencia-en-el-pais-154045.html; María Minera, “El incansable Francisco Toledo”, El País, 28 de enero de 2016, disponible en https://elpais.com/cultura/2016/01/28/babelia/1453998513_684314.htm; Patrick McDonnell Francisco Toledo un gigante de la cultura mexicana, Los Angeles Times, 7 de septiembre de 2019, disponible en https://www.latimes.com/espanol/mexico/articulo/2019-09-07/reconocimiento-francisco-toledo-mexicano-artista-activista; “La realidad del país es cada vez más dramática, opina Toledo”, La Jornada 9 de agosto de 2017 disponible en https://www.jornada.com.mx/2017/08/09/cultura/a03n1cul

4 Merry MacMasters, “Lleva Sergio Hernández su obra a Bogotá”, La Jornada, 1 de julio de 2016 disponible en https://www.jornada.com.mx/2016/07/01/cultura/a05n1cul

5 Alejandra Hernández, “Homenaje a León Portilla que cumple 85 años”, El Universal, 22 de febrero de 2011 disponible en http://archivo.eluniversal.com.mx/cultura/64856.html; UNAM  Dirección de Comunicación Social, “‘Veo a un México enfermo’: Miguel León Portilla”, http://www.dgcs.unam.mx/boletin/bdboletin/2016_107.html; Emil Olivares Alonso, «México enfermo; lo veo mal en muchos aspectos», La Jornada 19 de febrero de 2016 http://www.jornada.unam.mx/2016/02/19/sociedad/037n1soc.

6 Sonia Corona, “Miguel León-Portilla, el historiador de los indígenas mexicanos, cumple 90 años”, El País, 22 de febrero de 2016 disponible en https://elpais.com/cultura/2016/02/22/actualidad/1456168525_422803.html; Leticia Sánchez Medel, “‘México está enfermo’: León Portilla”, Milenio, 19 de febrero de 2016, disponible en https://www.milenio.com/cultura/mexico-esta-enfermo-leon-portilla

7 Discurso íntegro de Fernando del Paso en la ceremonia del Cervantes, El País, 23 de abril de 2016 disponible en http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/23/actualidad/1461411028_121080.html

8 Miguel de la Vega, entrevista, “Carmen Boullosa ‘Leer hace patria’”, Revista R, 14 de agosto de 2016 disponible http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/articulo/default.aspx?id=914040&md5=a6b32e1ce1afd33811a7222ba04f3cb4&ta=0dfdbac11765226904c16cb9ad1b2efe

9 Paul Gootenberg, “Building the Global Drug Regime”, en Annette Idler y Juan Carlos Garzón eds., Transforming the War on Drugs, Hurst Publishers, 2021.

10 Pablo De Greiff, “Theorizing Transitional Justice”, Transitional justice,  ed. Mellisa Williams, Rosemary Nagy y Jon Elter, New York University Press, 2012, pp. 31–77.

11 Cynthia M Horne, “The Timing of Transitional Justice Measures”, en Post-Communist Transitional Justice Lessons from Twenty-Five Years of Experience, eds. Lavinia Stan y Nadya Nedelsky, Cambridge University Press, 2015).

12 Pablo de Greiff, “Justice and Reparations”, en Handbook of Reparations, ed. Pablo de Greiff, Oxford University Press, 2006.

13 La referencia clásica es Ruti Teitel, Transitional Justice, Oxford University Press, 2000.

14 Ibid.

15 Dustin Sharp, “Emancipating Transitional Justice from the Bonds of the Paradigmatic Transition”, International Journal of Transitional Justice 9, no. 1, 2014, pp. 150-169.

16 Fionnuala N Aoláin y Colm Campbell, “The Paradox of Transition in Conflicted Democracies”, Human Rights Quarterly 27, no. 1, 2005, pp. 172-213.

17 Stephen Winter, Transitional Justice in Established Democracies (New York: Palgrave, 2014).

18 Ruti Teitel, “Human Rights in Transition: Transitional Justice Genealogy”, Harvard Human Rights Journal 16, no. 69, 2003, pp. 69-94.

19 Mark Drumbl, Atrocity, Punishment, and International Law, University Press, 2007.

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