Leonel Narváez es sacerdote y sociólogo colombiano de los Misioneros de la Consolata. Creó la Fundación para la Reconciliación. Su tarea ha sido fundamental en los procesos de paz en Colombia como parte de las negociaciones entre el gobierno colombiano y los jefes de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo (FARC-EP). Experto en justicia restaurativa, una manera de aplicar la justicia transicional en Colombia, hemos conversado con él sobre esa justicia que nosotros analogamos, dentro de la justicia transicional, con la reparación y las garantías de no repetición.
Conspiratio: En nuestra búsqueda por pensar la justicia transicional como un tipo de justicia que México necesita más que nunca, nos gustaría conversar contigo sobre la manera en que, bajo la forma de justicia restaurativa, se está aplicando en Colombia, cuyo drama se parece mucho al nuestro.
Leonel Narváez: Hay que decir que la justicia que suele practicarse en todo el mundo tiene que ver con la punición. Lo que esperamos cuando se atrapa a un criminal y comparece ante las instituciones de justicia, es que sea castigado. No podemos imaginar otro tipo de respuesta. Sin embargo, y recomiendo ampliamente la lectura de ese espléndido libro de Marcel Mauss, Ensayo sobre el don, hay sociedades que se rigen por el don. Yo tuve la fortuna de trabajar con tribus nómadas en Kenia, en la zona del Rift Valley, que es la zona donde se calcula que habitaron las primeras comunidades de seres humanos, que vivían una economía basada no en la ganancia, sino en el don. El dar era parte esencial de esa cultura política. Yo creo, y tengo razones para pensarlo, que eso que está desde entonces en nuestro ADN, volverá y que lo que llamamos justicia restaurativa tiene que ver con ello. No es un quitar, sino un restaurar algo que los victimarios perdieron y generó daños terribles e irreparables en otros, en el sentido más estricto de la palabra. Esto no quiere decir que los victimarios queden exentos de justicia.
El proceso es muy complejo. En Colombia nos dimos cuenta de que era absurdo seguir luchando con armas, ejércitos y policías contra los narcotraficantes, los grupos armados ilegales, las disidencias de guerrillas y delincuentes de todo tipo, así es que decidimos, a partir de las modificaciones que el año pasado se hicieron a la Ley para la Reconciliación y la Paz Total de 1997, crear una justicia especial para la paz, en la perspectiva de una justicia restaurativa, que ha permitido negociar mejor con las guerrillas. En esa justicia, las personas que han sido confinadas por crímenes y los confiesan reciben penas menores. Además, no se les encierra en cárceles de tipo punitivista, sino comunitarias, con terrenos para vivir. Se han creado más de cuarenta lugares donde los exguerrilleros tienen escuelas, hospitales y tierras donde sembrar. Están encerrados, purgando sus crímenes, pero bajo procesos que les permiten recuperar sus vidas. Allí hay más de 75 mil criminales o excombatientes recuperándose. El presidente de Colombia acaba, incluso, de nombrar a dos grandes criminales como gestores de paz. Ya pueden salir de la cárcel y van a ayudar en todas las negociaciones. A esos que otrora fueron criminales terribles, se les llama ahora gestores de paz.
Estamos negociando también con bandas criminales de narcotraficantes que también se dedican a la prostitución, a la trata de personas, al contrabando… Yo formo parte del grupo que trabaja con ellos en la ciudad de Medellín y de la región del Valle de Aburrá, un área metropolitana ubicada en el centro-sur de Antioquia. La propuesta para ellos es que si confiesan y dan elementos para desactivar a las personas que conforman sus redes criminales, se les reducirá en 50% las penas que les corresponden por ley, se les permitirá preservar el 10% del dinero que obtuvieron de manera ilegal y posiblemente no van a tener cárcel sino una restricción de su libertad. No sabemos, sin embargo, cómo y hasta dónde funcionará, pero creo que eso que, como dije, está en el ADN de esa antiquísima cultura humana del don, puede transformar la violencia en paz. Es la justicia de la compasión, de la misericordia que recrea o se vuelve creadora de personas nuevas.
Conspiratio: Si entendemos bien, la justicia restaurativa —que, desde la óptica de la justicia transicional, tendría que ver, de alguna forma, con las medidas de reparación y las garantías de no repetición— tiende no sólo a restaurar a los criminales, sino a transformar al Estado capturado por la violencia y el crimen en uno de derecho no punitivo que tiene fe en la humanización de los criminales. Pero ¿dónde, en todo esto que nos has expuesto, quedan las víctimas, cuyos dolores son inmensos? ¿Cuál es la reparación para ellas?
Leonel Narváez: Junto a esto que he expuesto, Colombia ha creado, primero, una gran estructura que se llama Unidad de Víctimas y Reparación, que tiene casi 50 años de existencia. A veces, cuando el gobierno en turno no es sensible, funciona mal; a veces bien. En esa unidad, las víctimas reciben reparaciones de muchos tipos que tienen que ver con 14 crímenes a reparar como los asesinatos a sus seres queridos, el abuso sexual, la pérdida de tierras…
Hay, en segundo lugar, una unidad especial dedicada a los desaparecidos. A través de ella ha sido posible saber que hubo más de 6500 falsos crímenes cometidos por el ejército a personas que no pertenecían a la guerrilla. Y una tercera, que no es una unidad, sino una comisión de la verdad que estuvo trabajando tres años y medio. Entre las muchas importantes conclusiones que lograron, menciono tres fundamentales: la puesta al desnudo de grandes empresarios y políticos involucrados en financiar la guerra, de militares que crearon grupos de paramilitares, de iglesias y grupos de profesionales (abogados, artistas, escritores…) que guardaron silencio y toleraron el horror: la cultura y la fe en connivencia con la violencia.
Hay, además, varios volúmenes preciosos, incluso a nivel literario, que iluminan la verdad de las víctimas.
Esta justicia restaurativa, que tiene que ver con la construcción de la paz, es una especie de organismo complejo. A mí me gusta imaginarlo como un árbol con su tronco, sus ramas y sus raíces. El tronco es todo aquello que necesitamos para vivir: casa, salud, educación, empleo. Las ramas, con sus flores y sus frutos, son la verdad, la justicia, la democracia, el medioambiente, la civilidad, los derechos humanos. Las raíces son las vidas de los seres que alimentan el árbol y que son invisibles y subjetivas, a diferencia del tronco, las ramas y sus frutos, que son realidades objetivas y visibles. Es allí, donde hay sufrimientos muy profundos que, sobre todo en las víctimas e incluso en los victimarios, generan frustración, rabia, odio. Recuerdo, en este sentido, algo que hace poco me dijo un campesino: “A mí me dieron una casita, una tierrita y un dinerito para compensar la muerte de mi hijo. Pero dígame, ¿qué hago con esta puta rabia que traigo por dentro?”.
La “puta rabia” se está convirtiendo en un problema nacional en Colombia, porque, pese a que los homicidios han descendido —el 12.15% son producidos por el narcotráfico, la guerrilla, la disidencias y grupos ilegales— el gran motivador de la violencia es societaria. Está en las calles, en la familia, en la escuela. Y es que la rabia, “la puta rabia”, nos invadió a todos y empieza a naturalizarse.
Mientras que la salud del tronco y de las ramas cuando enferman, es responsabilidad del Estado, la de las raíces nos compete a todos. La primera implica una “heterorrestauración”, una justicia restaurativa, de la que hablé al principio; la segunda, una “autorrestauración”, y en este caso hay que hablar de “justicia autorrestaurativa”. Yo llevo trabajando en esta “ecología del alma” más de 20 años.
Conspiratio: Entramos aquí en un terreno que rebasa el derecho y entra en la esfera de lo moral. Esa “justicia autorrestaurativa”, esa “ecología del alma”, como las llamas, tiene que ver con el perdón, un asunto entre víctimas y victimarios, algo que, en el orden de la justicia transicional, estaría al final del proceso. Háblanos de ello.
Leonel Narváez: Yo soy sacerdote católico, pero también sociólogo, un sociólogo que se ha dedicado a estudiar la violencia y, en últimas fechas, la paz. En mi condición de sociólogo trabajé en Estados Unidos con un grupo de prominentes profesionales buscando responder esta pregunta: ¿Cómo enseñar y democratizar el perdón sin apelar a la religión?, una cuestión que parte del presupuesto de Hannah Arendt de que el perdón no sólo es una virtud política, sino también un derecho humano, un presupuesto que sigue estando en discusión. Nosotros, sin embargo, lo aceptamos y construimos un modelo que se ha aplicado en 20 países de América Latina y Europa con buenos resultados. A través del perdón se ha logrado sanar depresiones, insomnios y reconstruir la vida de las víctimas. Me parece que sin estos procesos individuales de autorrestauración será más difícil lograr la paz en Colombia y en México.
Hay que entender, sin embargo, y esto es muy importante, que el perdón no es igual a reconciliación. El perdón es un proceso de limpieza de las ofensas, de la basura que llevamos dentro, y cuyo pudrimiento perjudica enormemente la salud física. Por eso hablo de “ecología del alma”. Para poder tener personas sanas, hay que ayudarlas a vencer la “puta rabia”.
El perdón, y con ello vuelvo a mi argumento del ser humano de hace 10 mil años, es algo que está en nosotros, un don aumentado, el don más grande que alguien puede dar y darse a sí mismo, si lo quiere.
Javier Sicilia: Voy a separarme un poco de esta entrevista colectiva y hablar del perdón desde mi condición de víctima. Desde que hace casi 13 años asesinaron a mi hijo y a sus amigos, no he dejado de pensar en él. Como dices bien, el perdón —el prefijo “per” indica un aumentativo— es el don más grande que alguien puede dar. Pero, en tanto don, es decir, en tanto regalo, es un camino de ida y vuelta. Si el don se rechaza, el perdón no se cumple en su totalidad. Algo queda amputado. Recuerdo, en este sentido, que meses después de aquel espantoso asesinato, cuando los asesinos ya estaban en la cárcel, pedí verlos para hablar con ellos y, contra mi desgarramiento, otorgarles el perdón. Nunca recibí respuesta de su parte. Me parece que no tenían la menor gana de verme. Sea lo que sea, el perdón que di no está cumplido del todo. Algo en el corazón queda amputado; algo también en el de los asesinos y, en consecuencia, en la capa de labranza que alimenta las raíces del árbol de la paz social de la que hablaste. Quien no acepta recibir el don cultiva en sí el resentimiento, quizá el odio, que las estructuras punitivas de la cárcel aumentan. En todo eso hay, como en la cruz de Cristo, un gran fracaso.
Leonel Narváez: Creo entenderte, Javier, porque en Colombia hay miles de víctimas en tus circunstancias. Muchas de ellas ni siquiera han tenido la posibilidad de saber quién fue el asesino de sus familiares ni dónde están sus restos. Hay, en este sentido, un derecho al dolor. Sin embargo, los expertos en este tema coinciden en que, si bien puede haber perdón sin reconciliación, no hay reconciliación sin él. El perdón es así un imperativo categórico del buen vivir. Una persona que, existencial o filosóficamente tiene motivaciones profundas, llega a entender que el don y la compasión son elementos indispensables para una existencia bien vivida. También lo es la necesidad humana de conocer la verdad, otro imperativo categórico. Sin embargo, esa necesidad de verdad nunca o casi nunca se logra, como lo muestran los grupos armados en Colombia que no han podido garantizarla, aunque muchos de ellos lo quisieran. Es el drama de los padres y las madres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y de los padres y las madres de la guardería ABC, a quienes tuve la fortuna de conocer.
Es muy frecuente escuchar a las víctimas en Colombia decir: “El movimiento revolucionario de las FARC mató a mi hijo o a mi padre; quisiera verle la cara a la persona que lo hizo”. Lo que es casi imposible, porque los mismos jefes de las guerrillas, que públicamente han pedido perdón, lo ignoran. Llegado a esa imposibilidad, lo único que las víctimas pueden hacer es llenar ese hueco con algún tipo de espiritualidad para que el dolor no malogre el proceso sanador de la generosidad del perdón. No quiero quitarle con esto el carácter profundamente problemático a esas experiencias, que en el fondo no sé cómo resolver. Pero, creo, Javier, que el enorme poderío que tiene el concepto de cultivar la compasión y la autocompasión, puede ayudarte. Yo te invitaría a que leas y asistas a algunos cursos que se imparten a partir de la metodología sobre el perdón que creamos. Verás cómo te llenan, te inspiran y te fortalecen. Nosotros acostumbramos a decir que una víctima que no perdona se queda doblemente víctima.
Javier Sicilia: Muchas gracias, Leonel. Es un tema con el que, como te digo, no dejo de enfrentarme a diario, y nos llevaría a una larga conversación que, en mi caso, frisa los territorios de la mística, que no es el objeto de esta conversación. Si lo planteé es porque, más allá de mi experiencia personal, me parece que el perdón, en el orden de la justicia restaurativa, es el punto final de las medidas de reparación, algo que está al final de todo el largo y doloroso proceso que implica la justicia transicional. Un tema difícil, que, según tus términos, tiene que ver con la subjetividad de la “autorrestauración” y que, como digo, nos llevaría muy lejos. Sin perder de vista esta dimensión, volvamos, si te parece, al tema de la “heterorrestauración”.
Leonel Narváez: El camino de la justicia restaurativa es, como dije al principio, largo y penoso: depende de muchas voluntades que no siempre quieren colaborar entre sí. En el caso de México, yo encuentro tres grandes obstáculos que hacen difícil aplicarla. El primero es que los grupos del crimen organizado en México tienen una operación muy sofisticada que no sólo se limita al narcotráfico, sino también a redes de extorsión, secuestro, tráfico de personas. Manejan una tecnología muy compleja y tienen presencia internacional, como lo evidenció el asesinato de Fernando Villavicencio en Ecuador.
El segundo obstáculo, es la indolencia de la sociedad y de sus gobernantes para entender la dimensión de la tragedia y aplicar medidas a la altura de ella. Las pseudo conversaciones de las redes sociales en México están llenas de personas que claman por linchamientos y pena de muerte.
El tercero, es el sadismo, tanto de los grupos criminales como de los aparatos de justicia del Estado que torturan y ejecutan civiles. El caso del video de los muchachos de Lagos de Moreno, amigos desde la infancia, que fueron obligados por el crimen organizado a asesinarse entre sí, es sobrecogedoramente ilustrativo. Todo esto genera mucha desesperanza.
Conspiratio: Pese a ello, la justicia restaurativa es, al menos en Colombia, una luz, muy pequeña y lejana, pero una luz al final de un horrendo túnel.
Leonel Narváez: Así como al hablar de la justicia restaurativa pienso en un árbol, al hablar de los seres humanos pienso en Caín y Abel, en la bestia y el ángel, en la oscuridad y la luz. Esos arquetipos nos habitan. Estamos en un momento de mucha oscuridad. Pero dentro de ella hay personas que cultivan la luz, el Abel que también está en nosotros. El narcotráfico y la narcomentalidad —el tener mucho, rápido y como sea— son, tal vez, su mayor obstáculo. Nos afecta a nosotros en Colombia y a ustedes gravemente en México. Es lo contrario al don. Es la cultura llevada a la degeneración más profunda.
Conspiratio: El reflejo del consumo atroz del capitalismo salvaje.
Leonel Narváez: Es también la expresión del deseo insatisfecho que no encuentra su cielo o su satisfacción en ello. La justicia restaurativa en Colombia muestra, sin embargo que, en medio de ese horror, en ese vacío, en ese sinsentido, en ese sadismo también hay, citando a Javier Sicilia, un reflejo en lo oscuro, lucecitas de nobleza y humanidad invaluables. Yo, que vivo todos los días en este tema del perdón y la reconciliación, me quedo impresionado de la cantidad de gente sencilla, humilde, pobre, que encuentra en el perdón la riqueza más grande de sus vidas. Ellos saben que perdonando es como van a recuperarse. Un trabajo lento. En Colombia, que tiene 50 millones de personas, sólo hemos logrado llegar a un millón y medio en 20 años. La gran pregunta es ¿cómo llevar esto a la escuela? ¿Cómo hacer que la escuela no sea simplemente un ejercicio de conocimiento, sino también de comportamientos y de espiritualidad, sin caer, por ello, en temas de religiones? A pesar de la desesperanza que produce la oscuridad —yo también la traigo conmigo— no podemos claudicar. Me parece que la justicia restaurativa, o la transicional más clásica, son una buena ruta, un largo y duro camino que debe recorrerse. Contra la irracionalidad de la violencia, la irracionalidad del perdón, porque sin perdón no hay futuro.