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Caminos hacia la paz
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La fuerza de la memoria

Entrevista con Sergio Beltrán-García
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Sergio Beltrán-García es arquitecto, activista e investigador. Su trabajo se centra en el papel de la memoria en las prácticas estéticas y políticas de la justicia transicional. Ha acompañado la producción de procesos de memoriales en casos de violaciones a derechos humanos como la desaparición forzada de campesinos durante la contrainsurgencia mexicana, el suceso de violencia policial del News Divine y los terremotos en la Ciudad de México en 2017. Actualmente lleva a cabo una investigación sobre el abuso de la memoria como extensión de la violencia de Estado y trabaja como investigador en Forensic Architecture, un grupo de investigación multidisciplinar con sede en la Universidad de Londres que utiliza técnicas y tecnologías arquitectónicas para investigar casos de violencia estatal y violaciones a derechos humanos en todo el mundo. Es también miembro de la Asociación de Estudios de la Memoria.



Conspiratio: Hemos tenido una serie de conversaciones con varios expertos y colegas muy queridos sobre la justicia transicional. Ello nos ha permitido iluminar los pilares que la constituyen y que Daniela Malpica compara con las piezas de un reloj en el que todas son igual de importantes. Hemos hablado así de la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. Hay, sin embargo, como lo hicieron notar Jacobo Dayán y Daniela Malpica, un quinto pilar o una quinta pieza en esa justicia: la memoria, que suele entenderse como parte tanto de las medidas de reparación como de las garantías de no repetición. ¿Por qué, la memoria, la pedagogía de la memoria, ocupa un lugar fundamental en los procesos de justicia transicional al grado de identificarla como el quinto pilar?  


Sergio Beltrán-García: Tanto Jacobo Dayán como Daniela Malpica tienen razón al referirse a la memoria como el quinto pilar de la justicia transicional. La categorización, sin embargo, es reciente. Se debe a Fabian Salvioli, quien en 2020 era el relator de la ONU. En un documento muy importante se refirió a ella como un pilar que atraviesa los otros cuatro. A mí, sin embargo, como arquitecto, me gusta pensar que la verdad, la justicia, la no repetición y la reparación son las cuatro columnas donde se apoya la memoria. Si una de ellas falla, la memoria se vuelve imposible. Lo que, después de más de diez años de trabajo, resumo diciendo que la verdad sin memoria es mentira, la justicia sin ella es impunidad, sin reparación es daño y sin garantías de no repetición, olvido. Por ello, para mí es muy importante que la pedagogía de la memoria se sostenga sobre la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. En México ha sido por ello tan complicado construir memoria. Parece que en este país siempre hay que intercambiarla por la verdad o por la justicia. A veces tenemos verdad, pero no justicia, porque los perpetradores no fueron imputados o se integraron mal las carpetas de investigación. A veces es al revés, como en el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa: tenemos un montón de responsables del crimen, pero no conocemos la verdad de lo sucedido. A cambio de uno de esos pilares y en consecuencia de los otros dos, el de la reparación y el de las garantías de no repetición, el Estado ofrece un simulacro de memoria: un monumento o el recordatorio del suceso para apaciguar el descontento social. Es una práctica del Estado mexicano desde hace décadas, quizá desde mediados del siglo pasado. 


Conspiratio: Es verdad. Después de las grandes marchas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, Felipe Calderón, que había entrampado la Ley General de Víctimas en una controversia constitucional, intentó canjear la verdad y la justicia por un memorial que se levantó en Chapultepec, un memorial, por lo demás, sin nombres, sin historias, sin el mínimo de verdad: una estructura aparentemente estética y simbólica, hecha de planchas de acero con una especie de espejos en donde, dicen sus creadores, al vernos podemos reconocer en él a otra posible víctima. El Movimiento se opuso rotundamente a ello. Pero el poder y algunas organizaciones de víctimas, que se compraron la propuesta, terminaron por imponerse.


Sergio Beltrán-García: Ese es un buen ejemplo de lo que no necesitamos. Estudié bien lo que hizo el Movimiento por la Paz y los diálogos que sostuvo con el gobierno de entonces. Estudié también ese memorial al que se refieren. De hecho, se escribió mucho sobre él. Lo que el Movimiento por la Paz pidió no era eso, sino un proceso de memoria, de ir, como lo hicieron durante las caravanas, recogiendo pacientemente las historias de las víctimas, las historias de dolor y de las pérdidas del país. Ese proceso fue para mí la creación de un memorial vivo donde la voz de las víctimas se escuchaba y su dolor tenía presencia. Las caravanas eran en sí mismas un memorial vivo. Ese proceso —era lo que más me entusiasmaba—, generaba vínculos entre personas y comunidades, y empezaba a reestablecer y a sanar el tejido social. Lamentablemente no se entendió así y se terminó haciendo un monumento absurdo que inmoviliza la memoria: meras piezas simbólicas. Tanto el Estado, como muchas víctimas, artistas y arquitectos parecen reducir la memoria a ese tipo de monumentos. Yo pienso, por el contrario, que la memoria no debe ser algo que tiene que significarse a partir de una interpretación subjetiva de los hechos, sino algo que debe estimular a las personas a crear lazos de solidaridad y a retejer las desgarraduras del tejido social que la violencia produjo.

Carlos Beristain y muchas personas que trabajan y escriben sobre justicia transicional suelen señalar que las medidas de reparación, que buscan en lo posible restituir a las víctimas a su anterior estado, se enfocan en las compensaciones pecuniarias y en el acompañamiento psicológico y jurídico, pero se olvidan de la importancia de la memoria. Me parece que, al separar esas medidas de una memoria viva, se abre la posibilidad de que, como sucedió en México, llegue el Estado y diga: “Les hago un memorial en tres meses con un arquitecto seleccionado a modo en un concurso opaco y unos meses después tenemos un memorial con placas de acero”.  Eso es lo que ya no debe hacerse. La memoria que hace falta en México es una que principalmente se enfoque en trabajar con la gente, memoriales que, a la vez que recuerden el pasado, rehagan el tejido social de manera cotidiana. Por ello hay que distinguir entre un monumento y un memorial, palabras distintas que, sin embargo, se utilizan como sinónimos. El monumento es una advertencia. Es, como todo lo vertical, un ejercicio de poder. El memorial, en cambio, es una invitación a pensar y a reflexionar; es traer el pasado al presente para evitar, en una constante reconstrucción, que en el futuro se repita el horror; es una memoria no para recordar cada aniversario, sino para que sea parte de nuestra cotidianidad. Un monumento jamás va a protegernos de un feminicidio o de una desaparición. Lo que va a protegernos es el aprendizaje de lo que nos está pasando. Un memorial es, en este sentido, una pedagogía para rehacer los lazos comunitarios y revalorar la vida humana y no humana.


Conspiratio: Volviendo a la distinción que haces entre un monumento, que es una cosa dada, fija, estática, que revive, como dijiste, en cada aniversario, y el memorial que es una cosa viva en donde la sociedad actúa de manera permanente, ¿cómo entender lo que el Movimiento por la Paz hizo después de que se levantó el memorial a las víctimas que nos ha servido de ejemplo de lo que no debe hacerse: tomar un monumento, la Estela de Luz, llenar su explanada con placas conmemorativas y exigir que el interior de dicho monumento se convirtiera en un centro de documentación de la memoria, o bien lo que hicieron las mujeres durante las manifestaciones del 8 de marzo de 2022 con las vallas de acero que el gobierno colocó para blindar el Palacio Nacional: llenarlas con los nombre de mujeres víctimas de feminicidio? Un monumento que pretende conmemorar el segundo centenario de la Independencia y unas vallas que buscaban evitar que las mujeres llegaran hasta el Palacio Nacional con sus exigencias de justicia, de forma repentina se transformaron en una memoria que exigía verdad y justicia para las víctimas.

Independientemente de las razones que llevaron al Movimiento por la Paz a no continuar con lo que iniciaron al tomar la Estela de Luz y de las mujeres al permitir que fueran retiradas las vallas que transformaron en un memorial, ¿no te parece que la resignificación, incluso de monumentos, es también una forma de esa memoria viva de la que hablas? 


Sergio Beltrán-García: Por supuesto. Voy, sin embargo, a dejar de lado lo que las mujeres hicieron con las placas que les cerraban el acceso al Palacio Nacional, para concentrarme en el tema de la resignificación de monumentos. Para ello, quisiera agregar a lo que hizo el Movimiento por la Paz con la Estela de Luz, lo que esas mismas mujeres que transformaron las vallas en un memorial, hicieron con el Ángel de la Independencia. Ambos monumentos conmemoran la Independencia. El primero, los doscientos años del suceso; el segundo, los cien. El primero, a causa del horror y de la corrupción que marcó el sexenio de Felipe Calderón, está vacío. Después de doscientos años, el país es rehén del crimen organizado y de un ejército corrompido. Al tomarlo, las víctimas reclamaban para sí mismas y la nación esa independencia perdida: un acto a la vez de denuncia y de reivindicación. En el segundo, cuya expresión está absolutamente cargada de ese significado histórico, las mujeres recordaron que la lucha por la independencia sigue. Lo que un día fue la lucha contra un poder colonial y monárquico llamado la Corona española, hoy es contra el patriarcado que vive entre y dentro de nosotros. Todo ello contribuye de manera muy importante al sentido de la memoria de la que hablamos.  


Conspiratio: Toda esta lucha por construir una memoria en México nos hace pensar en Berlín, una ciudad llena de todo tipo de memoriales, un ejemplo, en muchos sentidos de lo que debe hacerse después de esclarecer la verdad y hacer justicia frente a hechos espantosamente traumáticos, en su caso la violencia del nazismo, del comunismo y de la guerra. Tú conoces bien esa ciudad. Fue allí donde en 2011 nació el activista que eres. Tú formaste parte de la Red Global por la Paz, ese grupo disperso de mexicanos, que desde distintos países replicaba y respaldaba las acciones del Movimiento por la Paz.


Sergio Beltrán-García: Fue allí también donde en 2006 decidí estudiar arquitectura. No me decidía todavía entonces entre esa carrera y la de ingeniería. Un día entré en el memorial de La Nueva Guardia, un edificio neoclásico del siglo XIX, del arquitecto Friedrich Shinkel, construido entre 1816 y 1818 para conmemorar a los alemanes que perdieron la vida luchando contra las tropas de Napoleón. En 1931, otro arquitecto, Heinrich Tessennow, abrió en el centro del edificio un óculo, es decir, una ventana circular en el techo. Con la división de Alemania, después de la guerra, el edificio se resignificó para conmemorar a las víctimas del fascismo. En 1993, después de la caída del muro, el entonces canciller alemán Kelmut Kohl, mandó a colocar bajo el círculo de luz una Pietá, esculpida en 1937 por Kaethe Kollwitz en memoria de uno de sus hijos muerto durante la Primera Guerra Mundial. No sabía en ese momento que también perdería un nieto en la Segunda. A partir de entonces, La Nueva Guardia volvió a resignificarse como un memorial de las víctimas de las guerras mundiales y de los totalitarismos del siglo XX. No supe hasta después que era un memorial. Sin embargo, aquel sitio me conmovió profundamente hasta provocarme un nudo en la garganta. Fue entonces que decidí estudiar arquitectura. Pero La Nueva Guardia y muchos de los memoriales que hay en Berlín y en Europa en general están hechos para conmemorar a víctimas de violencias que sucedieron en el pasado y yo, después de participar en la Red Global, regresaba a México en 2011, cuando el Movimiento por la Paz llevaba dos meses de haber surgido y comenzaba a hacerse una narrativa de la violencia. Me preguntaba entonces, y con esto vuelvo al tema de los memoriales vivos, ¿cómo, a partir de la memoria que el Movimiento por la Paz construía con su andar, continuar haciéndola en plena violencia? A eso me he dedicado desde entonces, a recordar no algo que sucedió, sino a conectar lo que sucedió con lo que sigue sucediendo. Uno de los memoriales de los que más aprendí en este proceso y que también se encuentra en Berlín es la Stolperstein que literalmente quiere decir “piedra de tropiezo”, del artista alemán Gunter Demnig: cubos de cemento de 10 x 10 x 10 centímetros que, en la parte superior, lleva incrustada una placa de latón donde se encuentran grabados los datos esenciales de las víctimas. Se colocan en las banquetas, en las casas o en las fábricas donde vivieron o trabajaron y obligan, de alguna manera, al caminante a detenerse delante de ellos para no tropezar, leerlos y no olvidar.

Hay en ello algo importante: una memoria cotidiana. No un memorial que visitas, sino que llega a ti en tu vida diaria.

Los memoriales que en México necesitamos son de esa índole. Fundec (Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila), retomó una idea muy antigua, que se encuentra en todas partes del mundo: un árbol, en una plaza pública, al que se le cuelgan constantemente citas de colores para recordar a los ausentes. Fundec le llamó El árbol de la esperanza. Allí, en ese micro espacio público y seguro, las víctimas se reúnen a conversar, a contar sus historias y retejer el tejido social. Ahora trabajamos con varios colectivos en distintas partes de la república con el objetivo de hacer un Bosque de la esperanza. La idea es que haya muchos árboles de ese tipo en las plazas de las ciudades y de los pueblos del país, de tal forma que las violencias en distintas temporalidades, espacialidades, intensidades, categorías, entren en conversación. Pronto lanzaremos la propuesta. Si prende, quizá en cinco años tengamos algo semejante a la Stolperstein de Berlín.

 

Conspiratio: Ese proyecto nos recuerda el trabajo que varias madres de víctimas iniciaron durante las caravanas del Movimiento por la Paz: las Bordadoras, que se reunían en las plazas públicas a hacer ese oficio ancestral. Sólo que el centro del bordado eran los nombres de las víctimas. A veces creaban bordados muy bellos, pero lo más importante es que creaban alrededor suyo un espacio de conversación y de solidaridad. A veces se unían a ellas madres que no habían sido víctimas.


Sergio Beltrán-García: Ese, para mí, fue, junto con las caravanas, el aporte más valioso del Movimiento por la Paz. Iniciaron la memoria.


Luis Xavier López Farjeat: Ya que Javier Sicilia está aquí en esta conversación quisiera aprovechar para preguntarles a los dos, si estos memoriales que Sergio propone, que paradójicamente unen el dolor del pasado con el del presente y que forman parte de los mecanismos de reparación, realmente reparan o mejor, esta es la palabra correcta, sanan, las heridas de las víctimas. 


Javier Sicilia: Hablo en mi condición de víctima y de poeta. Con memorial o sin él, ninguna herida de esa naturaleza se cierra. Lo que la memoria hace es contener el dolor ciñéndolo a través del lenguaje, que es lo propio de lo humano y lo contrario de la inhumanidad de la violencia. Al revisitarlo y nombrarlo creamos, paradójicamente, un dique contra lo irracional y lo amorfo del mal que las víctimas experimentamos como un dolor incontenible. Recuerdo el día que mi hermano y dos de sus hijas murieron en un absurdo accidente carretero. Después de la agitación que sigue a toda muerte, sobre todo cuando es sorpresivamente absurda, me quedé una noche solo. No encontraba consuelo en nada. Repentinamente, movido por mi amor a la poesía, bajé las obras de tres poetas del dolor, Paul Celan, Miguel Hernández y Jaime Sabines. Leí sucesivamente “Tenebrae”, “Umbrío por la pena…” y “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”. Repentinamente me serené. La herida no se cerró —no se cierra nunca—, pero mi dolor no sólo adquirió forma, rostro, en aquellos que al hablar de su dolor nombraban el mío y el de todos los que han sufrido. La memoria es una forma de comunión, una forma del amor. Después del asesinato de mi hijo, y de las caravanas y los diálogos con el Movimiento por la Paz, escribí, con esa misma intención El deshabitado, que está dedicado a las víctimas.

Los judíos, ese gran pueblo de la palabra, es rico en memoriales literarios. Pienso en Primo Levi, en Elie Wiesel, en Jean Améry, en Paul Celan, por nombrar sólo algunos. Pienso también en Jorge Semprún, que no era judío, pero que comprendió como ellos el valor de la memoria.   

He hablado del lenguaje de la literatura, pero hay otras formas del lenguaje donde la memoria se expresa, el de la arquitectura, entendida como un locus, de la que Sergio nos ha hablado, el de la música, pienso en Senzenina, esa especie de salmo zulú que se cantaba en las protestas contra el apartheid  y que es de una belleza conmovedora, el de la pintura, pienso en Guernica o en El grito de Munch…

Al recordar, no sólo ceñimos nuestro dolor, sino que lo compartimos esperando que no se repita en otros. Una ilusión. Los seres humanos repetimos siempre las mismas barbaries. Pero, al menos, mediante la memoria retrasamos un poco su aparición. 

Tú, Sergio, que no eres víctima, pero que desde hace muchos años no has dejado de acompañarnos, ¿qué respondes a esa pregunta? 


Sergio Beltrán-García: Me conmueve tu respuesta. No soy víctima y no podría decir mucho al respecto. Creo, sin embargo, que el hecho de que las víctimas busquen mediante la memoria evitar que las violencias se repitan, les permite atenuar su dolor y recuperar el sentido de sus vidas y de la vida. Esto lo sé gracias a eso que los filósofos llaman “connaturalidad”, ese conocimiento que nace de la experiencia personal de los otros en el yo. Hace poco, mientras trabajaba en el Bosque de la Esperanza, alguien me preguntó: ¿por qué lo haces? “Porque no quiero que un día mi mamá tenga que buscarme; porque en un futuro no quiero seguir buscando a alguien”, respondí. La memoria es la fuerza de las víctimas, una manera de contener la violencia y acotar la narrativa del poder que apuesta por el olvido, una forma de llamar a la verdad, a la justicia y a la no repetición del horror.   

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