Reflexiones en torno a la carne y la resurrección

Javier Sicilia

Dossier

La idea de la resurrección de la carne de la que hablan los Evangelios y que forma parte del corpus de lo que se conoce como el Credo de los apóstoles es la base fundamental de este texto de Javier Sicilia en el que a partir de experiencias personales y de un poema de Lanza del Vasto, “El vitral”, trata de aproximarse a ella.

Me ha costado siempre imaginar la resurrección. Recuerdo que cuando pequeño me tendía de espaldas sobre el jardín de casa y mirando el azul del cielo y la blanca luminosidad de las nubes me pensaba muerto, habitando ese lugar donde mi padre, mi madre y la doctrina decían que siempre y cuando nos portáramos bien iríamos al morir. Me imaginaba allí, habitando para siempre ese espacio amorfo y el espanto encogía mis entrañas. La sola idea de un para siempre allí me era insoportable. No podía imaginarme sin el sol sobre mi piel, sin el pasto, cuya humedad penetraba en ese momento mi ropa alegrando mi carne,1 sin la pared de ladrillo que estaba justo frente a mí y que aún recuerdo como si hoy la estuviera mirando, sin mamá, sin papá, sin hermanos y amigos, sin el tiempo y el espacio en el que mi cuerpo al desplazarse me hacía sentir el maravilloso peso de la vida con sus goces y sufrimientos. Entonces alejaba de mí todo ese espantoso universo y levantándome volvía a mi carne y al mundo. Me era tan intolerable un universo sin alteridad como un mundo sin nada. Al mismo tiempo que no es posible hacernos una idea de lo que no corresponde a nuestra experiencia de vivientes, nos es imposible pensar la nada. No hay manera de imaginar el no ser. Parados frente a esos abismos, la única experiencia posible a nuestra condición de seres de carne y hueso es la angustia.  

Creo, en este sentido, que cuando Borges, en su conferencia sobre la inmortalidad (Borges, Oral, 1979) contradecía escandalizado el anhelo de Miguel de Unamuno de querer seguir siendo Miguel de Unamuno cuando muriera, y decía que en su caso no quería “seguir siendo Jorge Luis Borges, sino morir totalmente, en cuerpo y alma”, no tenía en mente la nada. Borges no podía ignorar lo que Parménides ya había dicho sobre el asunto: “Del no-ser no puede hablarse”. Creo más bien —como lo relata al hablar de sus insomnios que lo llevaron a escribir “Funes el memorioso”— que atormentado noche y día por universos infinitos, paralelos y laberínticos, Borges pensaba en un sueño sin imágenes, profundo y tranquilo como un lago del que quizás algunas noches tuvo la experiencia, un sueño que, quizá también, asociaba con la petición de los rosarios de difuntos, a los que seguramente su madre lo llevó cuando pequeño: “Dale, Señor, el descanso eterno”.

Todos hemos experimentado ese sueño que, supongo, Borges anhelaba y que precisamente por no tener nada que ver con la muerte, sino con un descanso de la carne —sensación, conciencia, pensamiento, palabra, vista, olfato, oído—, recordamos con agrado. “Dormí como piedra”, solemos decir agradecidos; “tuve un sueño reparador”. La niñez, sobre todo la primera infancia, está repleta de esos sueños sin imágenes y sensaciones. Yo, que ya no duermo bien, volví a experimentarlo a raíz de una operación de pólipos en el intestino. La idea de que me anestesiaran me aterrorizaba. Asociaba la anestesia con un estado de no-ser vinculado con esos terrores que durante la infancia me asediaban y aún me asedian cuando pienso en la muerte y en la inmortalidad del ser. La idea me aterraba aún más por una declaración que había leído de Ingmar Bergman. Se refería a una intervención quirúrgica en la que a causa de que le administraron más anestesia de la debida estuvo ocho horas inconsciente, en un estado que definió como “desconexión absoluta”. “Eso —agregaba— debe ser la muerte”. Pensarlo desde la conciencia a la que había vuelto le produjo un terror del que sólo se curó cuando hizo El séptimo sello. La experiencia de Bergman, que reforzaba la que yo llevaba de otra manera conmigo, se volvió más fuerte el día en que tuve que ser operado de una grave fractura de rodilla. Llevado por esos terrores logré que se me aplicara una anestesia epidural en lugar de una general. Lo que experimenté no fue el olvido de mí, sino el cercenamiento de la mitad de mi carne. Esa parte de mi cuerpo estaba allí, seguía siendo mi cuerpo, pero carecía de cualquier sensibilidad, de cualquier experiencia de vida. Era consciente de que la cintura, los órganos sexuales y excretores, las piernas y los pies estaban en el mismo sitio de siempre, pero despojados de sí, sin carne, muertos de manera absoluta, y en lo que quedaba de mi carne sentí no miedo, sino espanto. Aquello confirmaba lo que Bergman desde su vigilia definía como “desconexión”. Cuando me sacaron la aguja, el dolor en la rodilla se volvió insoportable, pero ya no sentí terror, sino agradecimiento: era mi carne que volvía al cuerpo y le permitía habitar otra vez el mundo.

La vez que me operaron de los pólipos, mi terror a la anestesia general había aumentado a causa de las experiencias descritas. No quería enfrentarme a la insensibilidad total y prefería pasar por el amargo suplicio de un bloqueo parcial. Esa vez, sin embargo, no tenía elección. Estaba en un hospital público y debía someterme irremediablemente a sus protocolos. Cuando me llegó el turno de pasar a la sala de operaciones, mientras veía al equipo médico preparar el instrumental, una encantadora muchacha de la edad de mi hija, Julieta Gómez, se acercó a mí para decirme que ella sería mi anestesista. Animado por su afabilidad me atreví a confesarle mi terror. Sonrió, conversó conmigo, bromeó. De pronto, en el lapso de un segundo, ella ya no estaba ante mí ni yo en el quirófano, sino en la sala de la que me habían sacado para operarme, rodeado de decenas de seres humanos postrados como yo. Del fondo de la sala vi a Julieta avanzar hacia mí con la misma sonrisa con la que recordaba haberla visto hacía un segundo. Me preguntó cómo me sentía. No supe cómo definirlo y usé la palabra “beatitud”: no experimentaba dolor en el sentido más absoluto del término. Pregunté por las sustancias que me puso. Me dio el nombre de varias, de las que sólo retuve la del “fentanilo”. “Esa es —me dijo— la que te hace sentir así. Una bendición para la medicina y una maldición para la vida diaria; un farmakon, mitad elixir, mitad veneno”. Lo que el fentanilo me había provocado era un sueño profundo, un olvido de mí, como el que quizá imaginaba Borges asociándolo equivocadamente con la muerte y que en su bienestar se continuaba en la vigilia; un sueño que aterrorizaba a Bergman, quien seguramente quería, como Unamuno, continuar siendo Ingmar Bergman aún en la profundidad del sueño. Contraria a la llamada anestesia epidural, que es un bloqueo y una amputación temporal de la carne —algo más cercano, si es posible decirlo, a la muerte—, la del fentanilo es la del adormecimiento de su experiencia dolorosa y la potenciación de su bienestar.

La experiencia duró aún después de mi salida del hospital. Bajo sus efectos comprendí no sólo el anhelo de Borges, sino la condición adictiva de esa droga. El fentanilo, no sólo, como lo dijo Octavio Paz (“Conocimiento, drogas e inspiración”, Corriente alterna) en relación con otras sustancias como el hachís y el LSD, arranca al paciente de la realidad cotidiana introduciéndolo en otra donde vemos el mundo regido por una secreta armonía, despoja también a nuestra carne de cualquier sufrimiento, incluyendo el psíquico. De allí su creciente demanda. Esa experiencia, ¿está vinculada con la idea del cuerpo glorioso, del cuerpo resucitado del que habla la teología desde San Pablo: un cuerpo —es el sentido de gloria—, feliz, radiante, desprovisto de las vicisitudes de la vida y del peso del mundo?2 ¿Acaso es, como lo afirmaba Baudelaire al hablar de sus experiencias con el opio y el hachís, un atisbo inmerecido de ello; una manera de experimentar lo que aún no nos pertenece en el tiempo, de allí su carácter de farmakon? No lo sé. En todo caso, la idea, a partir de las experiencias que he narrado, me es sugestiva en relación con la resurrección de la carne. Vistas desde mi experiencia con el fentanilo, lo que, por un lado, me aterraba de mis experiencias infantiles al imaginarme muerto y morando en el éter del cielo y sus vapores, es que trataba de imaginar desde mi carnalidad un mundo sin carne como el del Hades de los griegos, el Seol del judaísmo, o el del vestíbulo del Infierno de Dante. Lo que, por otro lado, me espantaba de la anestesia, y que experimenté con el bloqueo epidural, es que era consciente de que una parte de mí había abandonado su experiencia del mundo.

El problema de mi angustia, supongo, provenía y aún proviene de la manera en que la teología, desde san Agustín a nuestros días, ha abordado el tema de la resurrección. 

Según el Credo apostólico, que resume los dogmas fundamentales de la fe cristiana, la resurrección tiene que ver con la carne, con la sarx de la que habla el Evangelio de Juan al referirse a la encarnación. “Creo —dice hacia el final— en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. El Credo de Nicea, formulado en el año 325 en Constantinopla, lo cambió por una expresión más cómoda y ambigua: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida futura”. El cambio es sustancial y se debió, supongo, a la influencia de Agustín que había sido maniqueo y que, al interpretar el Evangelio con categorías platónicas, cambió el concepto “carne” —que relacionó con las apetencias— por el de “alma”, un término etéreo que significa “aire”, “soplo”: al morir el cuerpo, el alma que lo anima y es inmortal volverá, al final de los tiempos, a rehacerlo de una manera radiante, ajena a los encadenamientos de la carne. Santo Tomás que, a diferencia de Agustín, era aristotélico y buscaba conciliar en una sola unidad el alma y el cuerpo, le da al alma un carácter sustancial que está unido a la materialidad del cuerpo, un principio vital indestructible y necesitado de la materialidad del cuerpo propio, que, como piensa la tradición cristiana, se nos devolverá también al final.

Pese a la manera en la que la teología cristiana, a partir de Agustín y Tomás de Aquino, ha resuelto la aporía de la resurrección, el asunto de la inmortalidad del alma es desagradable, porque, si bien, salva la inmoralidad, nos amputa, por el tiempo que dure la redención del mundo, no sólo de la experiencia de la carne, que llaman cuerpo, sino, por lo mismo, de la experiencia del mundo. Sus argumentos no resuelven la angustia que me provocaba pensar en la inmortalidad cuando niño, ni el terror que me generó la anestesia epidural. Quien lo formula mejor es Camus en El extranjero: Meursault, aguarda en su celda el momento en que lo llevarán a la guillotina. No cree en una vida futura. Se lo hace saber al sacerdote que llega para ayudarlo a ponerse en paz. El padre le pregunta que en el caso de que algún día hubiera imaginado esa vida después de la muerte cómo sería: “¡Una vida —le grita— en la que pudiera recordar esta!”. Borges mismo, tiene al respecto un hermoso poema, “Juan 1, 14”, una meditación sobre el versículo en donde el evangelista afirma que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. En él, Jesús resucitado enumera “con asombro y ternura” lo que la encarnación le permitió conocer —la memoria, la esperanza, el temor, la amistad, la devoción, la noche y sus estrellas, la arena, su aspereza, el sabor de la miel y la manzana, “el agua en la garganta de la sed”, “el olor de la lluvia en Galilea”…—. 3

Esto, que sólo pudieron formular a partir de la visión teológica del alma (no obstante que Camus y Borges eran agnósticos estaban formados en la cultura cristiana), es, sin embargo, contrario a la resurrección narrada por los relatos evangélicos en los que Jesús, tres días después de su muerte, comienza a presentarse a sus discípulos. Lo inquietante de esos relatos es que a la vez que su cuerpo resucitado es ambiguo —no lo reconocen—, su carne, es decir, la expresión propia de su ser creado, está intacta. Cambió de aspecto —se transfiguró, se “homeomorfizó”, si vale este término geométrico, como un círculo puede cambiar de forma sin dejar de ser círculo—, pero no de carne. Gracias a ella, él puede relacionarse de nuevo con los otros y el mundo; gracias a ella, sus discípulos pueden también reconocerlo: María Magdalena por la manera en que pronuncia su nombre; los discípulos de Emaús cuando parte el pan en la intimidad de una posada, Tomás cuando mira sus llagas. Su carne está en el tiempo y a la vez fuera del tiempo, en el aevum que Tomás de Aquino y los escolásticos definían como un habitar la eternidad y el cronos. “¿Quién es ese tercero que anda siempre a tu lado? —escribe T.S. Eliot en Tierra baldía, rememorando el camino de Emaús en el centro del extravío de la primera posguerra— / Cuando cuento, sólo estamos tú y yo juntos / pero veo frente a mí, por el camino blanco, veo / siempre a otro que camina a tu lado, / deslizándose con su capa parda, no sé si es hombre o mujer / —¿pero quién es ese que va a tu lado?”.

La carne sería así un principio formador, como la define Lanza del Vasto —no un teólogo, sino un poeta— que anima y da forma a la materia, a un cuerpo particular, propio e irrepetible como ese principio mismo que, como en la resurrección de Jesús, dará forma a un cuerpo irreconocible. 

Para hacerlo comprensible, Lanza utiliza el análogo del arte y cita a Leonardo que afirma que, pese a la diversidad de sus modelos, un artista pinta en realidad un solo retrato: el suyo; lo que significa que ese principio formador, al haber sido creado para expresarse en una materialidad, informa cualquier obra que sale de ella. De allí, por ejemplo, que cuando nos referimos al cuadro de algún pintor, pocas veces nos referimos a él por el nombre que el autor le puso, sino por el de su propio autor: “Este es un Rembrandt, este, un Van Gogh…”. En la obra de un artista experimentamos la carne misma del artista animando y dándole proporciones a una corporalidad transfigurada que —semejante a la del Cristo resucitado de los relatos evangélicos— al mismo tiempo que es la suya es aparentemente otra. Pensemos en tres sonetos de tres poetas distintos: en uno de Sor Juana, otro de Miguel Hernández y otro de Borges. Los tres utilizan una estructura idéntica tanto en el número de versos, como en la medida y las rimas. Son idénticos en su forma, pero no en su substancia, en su estilo, en ese principio formador que “no trabaja —dice Lanza— según reglas aprendidas, sino que imita a la naturaleza, es decir, al misterio de lo que nace, y como la naturaleza, construye desde adentro a partir de un impulso que viene de las raíces y sube de las tinieblas”, el impulso, hay que decir, de la carne, que es lo que hace que un ser vivo sea vida. Si conociéramos la obra de cada uno de esos autores, podríamos, sin haber leído antes esos sonetos, reconocer a sus autores. En este sentido, Luc Dietrich, el mejor amigo y exégeta de la obra poética de Lanza, escribe comentando el poema “Liminar” con el que Lanza abre La Chiffre des Choses: “La poesía recuerda […] los misterios cristianos de la Encarnación y la Resurrección. Es una imagen en pequeño de la Encarnación del Verbo divino, por el cual todo fue hecho. Es una imagen anticipada, un testimonio de la existencia en nosotros de esa forma esencial [la carne], que renacerá al morir. La poesía, por su sola existencia, debe provocarnos el estupor que nos provocaría la súbita aparición de nuestro rostro de luz y, a través de él, del principio constructor y creador oculto bajo la apariencia de todas las cosas, de su forma esencial, de la clave de su forma”. 

Más que en “Liminar”, donde Lanza, siguiendo la tradición teológica del alma, invita al lector a mirar en la forma de sus poemas su cuerpo sin carne que anticipa la resurrección de la carne que los hizo posibles, los comentarios de Dietrich adquieren su mejor comprensión en el “El vitral”, un poema compuesto por Lanza ante el rosetón de Notre Dame, una manifestación plástica del Cristo resucitado o de María ascendida en “cuerpo y alma” al misterio de la resurrección: “Veremos el ser y la apariencia incendiarse como / su abrazo incendia esta turgente rosa, / cuando muertos y revestidos de nuestros cuerpos inmortales / ascendamos blancos, como un sacerdote al altar, / los peldaños de este mundo.// Cuando nuestros decantados y cristalinos cuerpos, / heridos de cielo y austero esplendor, / delaten el color de nuestro cargo de alma”, y veamos a través de esa transparencia —es la larga secuencia poética que sigue— la sustancia, el sentido profundo de las cosas del mundo, de las cosas con las que nuestra carne ha vivido y vive, pero de otra forma. 

El vitral es una metáfora de la transparencia propia de la carne en un cuerpo resucitado. De la misma forma en que la luz se filtra a través del vitral, en la resurrección de nuestra carne no sólo experimentaremos el sentido profundo que la habita, sino, por lo mismo, el verdadero vínculo que hay entre ella y las cosas, ese vínculo que nuestro egoísmo y sus apetitos ocultaron al querer poseerlas en provecho nuestro. Las cosas todas —como en la luz que el cuerpo translúcido del rosetón de Notre Dame filtra iluminando el mundo simbolizado por la catedral— estarán unidas y acogidas en la luz del amor que, al igual que la carne de Cristo o la de María en ese misterio, es lo propio de nuestra carne.

Tal vez el origen de “El vitral” que Lanza narró a Luc Dietrich, permita entenderlo con mayor claridad. En 1917, muchos años antes de su composición, que data de finales de los años treinta, la familia de Lanza, quien entonces tenía 16 años, había abandonado París para refugiarse a causa de la guerra en un poblado de Normandía, Escoville. Allí, el cura de Ranville, un pueblo vecino, solía visitarlos. Un día en que la conversación recayó sobre el Paraíso, ese cura de rostro gótico, pintor en su juventud, que había frecuentado los cabarets de Montmartre, de aspecto “un poco vulgar, con un destello de santidad en sus ojos”, dijo algo que Lanza guardó en las raíces de su carne, algo que tiene el sabor de la sabiduría del Stárets Zosima de Los hermanos Karamazov: “Yo creo que el Paraíso está en la tierra. Aquí mismo, sí, porque sabemos que el cielo es un estado y no un lugar. Creo también que volveremos aquí, pero sabiendo esta vez cómo las plantas crecen…”. 

La resurrección es un estado de la carne, su estado fundamental, que la metáfora del vitral –ese cuerpo de luz, turgente y fijo—representa. No un cuerpo glorioso, sino una carne decantada que vive en la plenitud del amor, que es relación, vínculo con lo creado, compañía, unidad, como la que carnalmente se experimenta en las vidas que sin apegos deciden vivir en el amor. Lo expresa otro de los versos de “El vitral”: “Cuando”, desde la carne de la resurrección donde “se incendia el ser y la apariencia”, “veamos el vacío poblarse de puentes y de alas”. Solemos creer que nuestras relaciones están mediadas a través de una distancia, que a veces rompemos cuando expresamos y sentimos el amor en nuestros sentidos. Pero en la resurrección veremos que eso que llamábamos distancia son en realidad puentes y alas. A falta de un concepto que defina el amor —el amor es una experiencia, el estado más propio del ser en su carne—, de un símbolo que no fueran las flechas de Cupido ni la paloma del Paracleto, Lanza usa las imágenes de los puentes y las alas. Yo lo experimenté una vez. Lo narro en un pasaje de El reflejo de lo oscuro como si hubiese sido una experiencia de su personaje Jacques Fesch. Era un sábado en la mañana. Salí con Estefanía, mi hija, que entonces tenía dos años, a dejar en la paquetería de los Autobuses de Morelos un sobre con mi artículo para el periódico unomásuno, en el que entonces colaboraba. Dejamos el automóvil en una calle cercana y tomados de las manos comenzamos a subir por la calle de Hidalgo. Era temprano, hacía sol y el Centro estaba semidesierto. Repentinamente, en el contacto de mi mano con la de mi hija, todo adquirió una extraña unidad; en ese gesto simple, cotidiano, intrascendente, en el que a través de nuestro tacto nos decíamos todo lo que nos amábamos, el universo entero se condensó: todo estaba allí unido, fijo, transparente; todo se correspondía, todo estaba engarzado, decantado. Mi propio cuerpo unido a esa transparencia carecía de peso, de dureza. Era como si mi carne, “herida de cielo y de austero esplendor” estuviera “inmóvil en un círculo” donde todo, consumido de claridad, ardía y me permitía comprender y ver todo, no en el sentido reflexivo y racional del término, sino en el sentido del amor, de estar en la intimidad, que tiene la palabra hebrea yada. Deseé quedarme así para siempre, tomado de la mano de mi hija. Tal vez eso era un atisbo de la carne de la resurrección, ese estado, aquí, ahora, en este mundo del que hablaba el cura de Ranville y se revela en “El vitral” y en los relatos evangélicos de Jesús resucitado. No un cuerpo glorioso como el que la anestesia que me aplicó Julieta Gómez me comunicó; tampoco un mundo amorfo y sin alteridad, sino el estado propio de la carne, el amor, experimentable e inimaginable.

Años después de aquella experiencia, mi padre tuvo lo que se llama una muerte clínica —la historia la narro en el prólogo del libro en el que reuní lo que pude rescatar de su poesía, Bajo el árbol del drago y en las memorias que escribía para Diego, mi nieto, Historia de un laberinto—. Cuando volvió de aquella experiencia —un paro respiratorio y cardiaco que terminó en un infarto masivo que le dejó vivo un cuarto de corazón— entré a verlo. Estaba grave. Pasaría un tiempo en terapia intensiva, entre la vida y la muerte definitiva. Casi no podía hablar, pero quería decirme algo. Acerqué mi oído hasta casi rozar sus labios. “Nunca temas la muerte. Vengo de allá. Es magnífica. Yo era luz”. Tiempo después, cuando se restableció, le pregunté de nuevo por aquel momento. “Sí —me dijo, tocándose uno de sus antebrazos con la alegría de un niño—. Yo era luz y podía tocarme como me toco ahora”.  

¿Una carne de luz? ¿Un cuerpo de cristal? No hay imagen que pueda contener ni imaginar la resurrección de la carne, cuya experiencia, como la inefabilidad de la experiencia erótica, sólo es decible mediante el transparente velo de las metáforas, las analogías y los oxímoros del lenguaje poético.

Cuando años después murió mi padre, la celebré y poeticé (con algunas imprecisiones en el uso de ciertas palabras relacionadas con el cuerpo, la carne y el espíritu) en Resurrección. Lo hice también, de manera más sutil, en Pascua —que también tiene esas imprecisiones—, un poema nacido de la absurda muerte de mi hermano y de sus hijas. Una experiencia poética y espiritual, más que un argumento. Con el asesinato de mi hijo, la posibilidad de decirla se sumergió prácticamente en el sitio a donde pertenece: lo inefable, en la desnudez de la fe, que es tan profunda y oscura que ya no encuentra ni argumento ni representación que pueda expresarla. Oscurecida por la violencia, la tecnología y sus lenguajes, desalojada del mundo, la carne y su resurrección se han ausentado no sólo de la experiencia, sino de la palabra. 

Sé, sin embargo, que resucitaron, que se vinculan conmigo y con el mundo desde ese saber que expresa “El vitral”. Lo sé porque mis muertos, como el Jesús resucitado lo hace con sus discípulos en los relatos evangélicos, no han dejado de hablarme en mi carne con su carne. Su presencia y su decir, digo en Pascua, se asemejan “al viento en los cristales”, a “una fina aguja que zurciera la noche con el día […] dentro y fuera del tiempo, muy dentro, / como una música tan hondamente oída / que ya nadie escucha”. Algunas cosas de su decir son traducibles. Lo hago en Pascua a través de una voz que es un nosotros, pero que cuando escribía el poema era la de mi sobrina Paola. La de Juanelo, que no dejó de hablarme desde que lo asesinaron, adquirió —lo narro en mi novela autobiográfica El deshabitado— una forma muy clara y específica en Baltimore. Hay otras, la mayoría, que son intraducibles, pero que llenan de resonancias y significados que trascienden la opacidad de un mundo que pierde su carne y su vínculo con el aevum —una forma del tiempo que ya nadie recuerda— bajo el peso de las tecnologías y de la inhumanidad del siglo. “Hay cosas —decía Jerónimo, el padre de la Iglesia, en la imposibilidad de poder verter al latín las extrañas imágenes del profeta Ezequiel— que la mente humana no puede entender y la licencia [en la traducción] no debe borrar”. Las del diálogo interior que tengo con mis muertos y con Cristo son de ese orden y me es imposible ya traducirlas sin dañarlas. El vínculo que las hace posible es ese vacío lleno de puentes y de alas que experimenté en aquel momento de gracia con Estefanía, pero adelgazado por la oscura y violenta banalidad de nuestra época hasta casi volverse una nebulosa compañía como la que describen los versos de Eliot que cité.

Ahora, cuando me tiendo en un prado de cara al cielo, no imagino ni pienso en nada. Simplemente dejo que mi carne habite en la delgada y tenue transparencia del amor, donde la resurrección no es como mi experiencia bajo los efectos del fentanilo ni como el esplendente incendio del “El vitral”, sino como la suave, pequeña e inestable llama del Cirio el domingo de Pascua en la oscuridad de la noche, como la presencia del Cristo resucitado en los relatos evangélicos, como la humedad del pasto que traspasa mi ropa y la calidez del sol que acaricia mi rostro, como la mano de mi hija aquella mañana en el Centro de Cuernavaca, como la presencia de mis muertos y el rostro de Julieta atemperando mi angustia. 

1 En mi ensayo, “La corrupción de la resurrección de la carne” (Aproximación a un tiempo del fin, Instituto Educativo del Noroeste, Mexicali, Baja California, 2024) escribí una nota para distinguir el cuerpo de la carne. La reproduzco: “La carne entendida como sarx, no es, como solemos pensar, el cuerpo —un cuerpo puro, como una piedra, dice Heidegger, por más cerca que esté de algo, jamás sabrá que lo está—. El cuerpo en todo ser viviente es la forma de la carne. Mediante el cuerpo, la carne no sólo se expresa, experimenta también cuerpos puros o la carne de otros cuerpos. Lo que la define no es, por lo tanto, el cuerpo, sino la percepción, la sensación. Gracias, además, a la lengua y a la palabra que están en la carne, que también son carne, el ser humano comprende y profundiza lo que experimenta; somos carne que sabe que sabe. Por ello, en tanto carne, no nos aprehendemos como cuerpos, es decir, no nos miramos ni nos escuchamos como lo hacemos con los cuerpos en que otras carnes o cuerpos puros se manifiestan ante nosotros. Nos percibimos y, la vez que lo hacemos, percibimos también lo que esos cuerpos que están fuera de nosotros provocan en nuestra carne —frío, calor, miedo, dolor, alegría, amor deseo, ternura, etc. De allí, por ejemplo, la extrañeza que generalmente nos produce mirarnos en un espejo, en una fotografía o en un video, o escuchar nuestra voz registrada en una grabadora. Lo que miramos y escuchamos de nosotros mismos en esos artefactos —nuestra carne expresada en su corporalidad— no se corresponde con la percepción que tenemos de nosotros mismos. Estamos vivos, nos sentimos vivos por y en nuestra carne. La carne es así lo intangible en lo tangible, lo invisible en lo visible del cuerpo; es lo que fundamentalmente caracteriza a todo viviente como vida pura, como zoe, y no como bios –vida organizada en una cultura. Todo lo que vive, es decir, todo lo que tiene vida, es antes que nada sarx”. Véase en relación con esta distinción, el ensayo de Diego I Rosales, “Cuerpo icónico y mentira digital”, incluido en este número de Conspiratio.

2 Véase, “La corrupción de la resurrección de la carne”, en op.cit.

3 Tengo un poema, “Alegría por el cuerpo” que, escrito desde la dicotomía alma y cuerpo, celebra en la muerte el “haber vivido un día lo creado”.   

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