Mueren quienes lo encolerizan

Alfonso Ganem

Dossier
El filósofo Alfonso Ganem revisa los Evangelios apócrifos para explicar cómo cierta teología basada en la filosofía de la patrística concibió la corporalidad y divinidad de Jesús, las cuales, forman parte del corpus cristiano que es interesante revisitar. 

Los evangelios apócrifos nos cuentan de un Jesús diferente. Uno que de niño rió y jugó en los charcos, que maldijo a sus semejantes y no puso la otra mejilla. No le gustaba que nadie lo molestara y se defendía cuando era necesario. Al sufrir una injusticia reaccionaba como cualquiera, sentía enojo, frustración, desconcierto, impotencia. Pero cuando asesinó por impulso no expresó remordimiento, sólo se dio la vuelta y se fue hacia donde estaba José. Se cuenta que una vez, mientras Jesús caminaba por la calle, un niño que corría llegó por detrás y lo golpeó en el hombro. En un arrebato de ira lo maldijo por su descuido y de inmediato el niño quedó sin vida. Quienes fueron testigos de esta crueldad se sorprendieron y lo siguieron, les intrigaba saber de dónde provenía ese niño y el origen de su poder. Cuando los vecinos llegaron con José exigían justicia por la víctima; por su paternidad putativa, él era quien debía dar la cara por los improperios que cometía Jesús. Afuera de su casa, un José enmudecido aceptó la culpa sin objetar nada. Lo acusaban de ser mal padre y de no enseñarle buenos modales; le señalaron que su hijo siempre imprecaba y nunca bendecía. 

Al enterarse de que Jesús había matado a un niño, José intentó reprimirlo, “¿Por qué lo haces?” “¿No ves que ellos sufren estas cosas, que nos odian y nos persiguen?” Pero el regaño no surtió efecto. Jesús sabía que las palabras de José no eran suyas, provenían de la vergüenza que sintió al escuchar los reclamos de sus vecinos. Para no causar un mayor daño y evitar que su padre guardián sufriera más, Jesús guardó silencio y quiso irse. Pero en ese momento José le ordenó a María que se interpusiera entre su hijo y el resto del mundo: “No dejes que pase por la puerta, pues muere todo aquel que lo hace enojar”.

Lo que Jesús pronuncia sucede; hasta las metáforas se cumplen en los Evangelios apócrifos con literalidad. Cuando Jesús habla lo hace con una fuerza performativa que cambia la naturaleza de las cosas: hace que el agua se contenga a sí misma, levanta a los muertos por capricho, deseca niños y limpia de toda culpa moral el homicidio doloso. Estos primeros milagros no parecen ser los de un Mesías, sino las monstruosidades de un niño prodigioso. ¿Acaso no sabía quién era? ¿Era ignorante de su naturaleza e inconsciente de su verdadero poder? 

Para la literatura apócrifa, Jesús es un niño agresivo, conflictivo, desobediente, humorístico y juguetón, le gusta ridiculizar a sus maestros y se enfurece a la menor provocación. Un enfant terrible, como lo describe John Hall Elliot, que pocas veces actuó de modo cristiano. Y a la vez es un niño solícito, con poderes sobrenaturales y gran sabiduría, capaz de animar la materia y curar a los enfermos. Sus palabras provocaron desconcierto entre los adultos. Afirmaba que Dios era su padre, que ambos eran coexistentes y que él procedía de lo alto. Una mezcla tan peculiar de divinidad y humanidad que lo vuelve un personaje difícil de entender; ni sus padres ni los Padres lo comprendieron del todo.

Al momento de encarnarse, el Verbo se vistió con nuestra naturaleza sin perder la divina. Tal y como los Padres en Nicea y Calcedonia proclaman: su divinidad no se vuelve en carne ni su carne se diviniza, es consubstancial con el Padre y con nosotros. En otras palabras, es Dios y hombre hasta el tuétano. Como persona de la Trinidad, el Hijo posee todas las perfecciones de Dios y no sufre cambio alguno. Como persona humana, Jesús está compuesto por un cuerpo y un alma racional, goza de los placeres, sufre dolores y siente las fluctuantes emociones propias de la materia y el ánimo. En la opinión de Juan Damasceno, se apropió de lo que hace verdadera a la experiencia humana y también de aquellas cosas que son sólo aparentes y relativas.

Para explicar la unión entre las naturalezas, y no caer en paradojas, teólogos como Dionisio hablaron de una cierta actividad, conocida como operación teándrica. La palabra teándrico es un neologismo del griego medio, compuesta de los vocablos Dios (Théos) y hombre (anér). Se usa para describir el modo en cómo se relacionan la divinidad y la humanidad en la persona de Jesús. Al ser una operación única y que existe sólo en él, no hay en la filosofía un antecedente claro de esta actividad. Por eso, para explicar cómo lo divino y lo humano pueden existir uno en el otro sin repudiarse, Dionisio recurrió a la metáfora del cuchillo incandescente. Cuando un cuchillo es puesto al fuego, se dice que la hoja es cortante y caliente a la vez. Ambas cualidades, la del calor y la del filo, son independientes una de la otra, pero se dan en un solo ser. Así, la divinidad y la humanidad existen en Jesús: unidas sin confusión, separadas en el mismo espacio, juntas, pero no revueltas.

Para habitar un cuerpo, el Verbo de Dios se vació a sí mismo, pero sin contraerse en un límite físico. Él sólo contiene a todo el cosmos y está presente en cada parte, por eso ni estuvo circunscrito por un cuerpo ni estaba en uno. Existió antes que su propia corporalidad, pero no fue conocido hasta que realizó obras con ella: con su mente ordenaba a distancia los cielos, con sus manos curó a leprosos, cojos y sordos, con los pies caminó cual señor sobre las aguas, y con la fracción de cinco panes dio de comer a una multitud de más de cinco mil. Aún así, no por sanar y saciar a otros, Jesús se privó del dolor y el hambre. Pero a diferencia de otros cuerpos el suyo no languideció, todo lo contrario, su presencia purificó a la materia de toda imperfección.

Al poseer un cuerpo real y no ficticio, como creyeron los “fantasiastas”, el niño Jesús tuvo un desarrollo físico e intelectual normal a su época. Los evangelios apócrifos, aunque dicen poco de su apariencia, cuentan que tuvo un físico pequeño y con mirada severa. A veces era vengativo y otras compasivo: mataba a quien lo hería, cegaba al que lo molestaba y curaba a quién le era grato. De su vida social hay un poco más de información. Estuvo bajo el cuidado y tutela de sus padres, cumplía lo que le pedía su madre y trabajaba con José en el taller; además fue a la escuela y jugaba con sus amigos. La relación que sostuvo con sus mayores fue extraña, pese a que era impredecible en sus emociones y acciones, por su sabiduría los adultos lo trataban como un igual. 

Por esto y más, no hay sorpresa en que los evangelios canónicos, y luego la Patrística, hayan guardado tanto silencio sobre la infancia de Jesús. Aunque sí hay algunos que se atreven a decir algo de su desarrollo corporal. Es difícil concebir que una persona así de problemática se volviera en aquel rabino pacifista que predicara el amor y el perdón a los enemigos. Lo poco que cuentan los evangelistas de estos tempranos años de vida, está narrado por Lucas en un breve pasaje que bastó para humanizar por completo a Jesús, y que para interpretarlo fue necesario el ingenio conjunto de las mentes más lúcidas que pudo ofrecer la cristiandad. En el segundo capítulo de su evangelio, Lucas cuenta que, al término de las fiestas, Jesús no regresó a su casa y permaneció en Jerusalén. Ahí, en medio del templo, sorprendió a los doctores de la ley con su sagacidad y respuestas; todos, sin excepción, estaban maravillados con este niño. Pero sin importar que las palabras de Jesús sobrepasaran la comprensión humana, el Evangelio reconoce que esta precoz sapiencia maduró con el tiempo y asegura que “el niño iba creciendo en estatura y sabiduría” (Lc. 2:40).

Como otros niños de su edad, Jesús era ignorante de la costumbre y la ley. Su poder sobrehumano no lo liberó de memorizar y cumplir los más de 613 mandamientos que dicta el Pentateuco. Se cuenta que en una ocasión José lo amonestó por no guardar el Sabbath, pues ese día construyó una alberca para divertirse. Mientras el niño jugaba en el agua, formó doce palomas de barro y con un aplauso las animó para que volaran libres. En el día del Señor se prohíbe laborar, construir o hacer melajá. No por ser un prodigio está exento de cumplir lo dictado por Moisés y los profetas, aunque nunca faltaron las oportunidades para que los interpretara a su favor.

La rebeldía que sentía Jesús por la ley no era absoluta; había reglas que sí obedecía. Fue respetuoso de la gramática, la lexicología y la paleografía. Sin necesidad de un maestro aprendió varias lenguas diferentes a la de su natal arameo galileo, lengua vernácula del siriaco. La literatura apócrifa dice que sabía griego, hebreo y latín. El evangelio de Tomás cuenta que sólo Jesús podía revelar el poder que esconden las letras, con tan sólo trazarlas develaba lo que se oculta detrás de ellas y al vocalizarlas las volvía realidad. A quien le gritaba: “No seguirás tu camino”, caía sin vida en la tierra, y a quien le pedía levantarse, lo hacía de entre los muertos; mientras maldecía caían males sobre los hombres, y cuando callaba regresaba la paz sobre aquellos desdichados.

El poder que ejerció sobre el lenguaje y la realidad no lo eximió de sentir las afecciones corporales. Con la humanidad vienen las emociones, los cambios de humor y de humores. La vida está llena de placeres y dolores que se suceden de modo no consecutivo. A cada gozo puede seguirle otro igual o mayor, y también en su lugar pueden aparecer cualquier variedad de dolencias. Al igual que sus padres, amigos, vecinos y víctimas, Jesús sufrió hambre, sed y fatiga, llanto, angustia y agonía. También debió sentir saciedad, descanso, alegría, gusto y hasta enamoramiento, pero de esos momentos ni Mateo ni Marcos, Lucas o Juan dicen mucho. A los evangelistas, y luego a los Padres conciliares, les interesaron más los momentos donde Dios padeció miedo y hambre que las historias donde rió y jugó.

Para los teólogos bizantinos el Verbo de Dios era capaz de controlar su alma y su cuerpo, incluido el balance de sus humores. Todo lo que alguna vez sintió fue por obra de su voluntad; ninguna emoción tenía lugar si él no la quería. Por su propio deseo lloró por Lázaro al pie de su tumba, sudó sangre en Getsemaní y tuvo sed en la cruz. El dominio que ejercía sobre su corporalidad se extendía por encima de sus glándulas exócrinas y llegaba hasta sus estados psicológicos. La rezuma de las lágrimas, de la sangre o de la saliva acompañaban la tristeza, la agonía y la desesperación que sintió. Pero si Jesús no lo hubiera deseado, nada habría turbado su alma. 

El control preternatural sobre las pasiones contradice la naturaleza involuntaria de la sensación. En ocasiones son los estados anímicos los que hacen reaccionar al cuerpo, y en otras, son la mezcla de los humores las que tienen influencia sobre el alma. Uno no puede decidir cuándo tener hambre o sentir miedo; es algo que llega y se apodera de nosotros. La sensación lo invade todo y altera tanto al alma como al cuerpo, sin importar si se tiene una naturaleza divina o humana.

Pero en el Jesús de la teología es la divinidad impasible la que permite al cuerpo y al alma sentir. Un ejemplo de esto es la vivencia del miedo. Según Máximo el Confesor, para que Jesús experimentara la cobardía ante la muerte, dejó que lo invadiera una fuerza que contrajo del ser aquello que lo sostiene en la existencia. Frente a este miedo aparece de inmediato la consternación, un terror tan asolador que hace palidecer aun a los más rubicundos; sentir o imaginar cómo se separa el alma del cuerpo hace que toda la sangre se contraiga a lo más profundo y recóndito de nuestro ser. 

El miedo a la muerte produce una tercera emoción, una ansiedad por ignorar en qué momento el ser y la sangre se contraerán por última ocasión. Nadie conoce el día ni la hora de su muerte, y por eso, a esta emoción se le considera irracional y en contra de la naturaleza. ¿Por qué asustarse de aquello que aún no ha llegado y que ni siquiera existe? Igual que los niños le tienen pánico a lo que se esconde en la noche, así los adultos se espantan por las posibilidades que traerá el futuro. Sólo Dios sabe con certeza qué pasará mañana y quienes de todos los hambrientos serán saciados, quienes de los afligidos serán consolados y cuántos de los desposeídos heredarán un pedazo de tierra. 

Por ser Dios, Jesús es omnisciente y no pudo experimentar esta ansiedad irracional, pues conocía la hora de su última contracción. En su lugar padeció vacilación, un tipo de miedo que nace a partir de los hechos que habrán de llegar con necesidad y que no pueden impedirse. Ante la inminencia de los azotes y la cruz, Jesús se encogió y sudó sangre. La parte humana de su voluntad dudó y oró para que Dios alejara de sí ese cáliz; si él curó a tantos enfermos y resucitó a los muertos, ¿por qué no ayudarse a sí mismo? En cambio, la parte divina de su voluntad era impasible y libre de fallo. No dudaba, no temía y no sufría. No necesitaba preguntarle nada a nadie. Supo que Lázaro había muerto, supo quién de entre la multitud le había tocado el manto, conocía lo que la gente opinaba sobre él y quién habría de traicionarlo. 

Así de imposible parece ser Dios y hombre a la vez, tanto las naturalezas como las voluntades parecen excluirse de manera mutua. Cuánta perplejidad debe haber para entender que contrarios tan alejados como lo perfecto y lo imperfecto, lo pasible y lo impasible, coincidan en un mismo lugar. Mientras que los sentidos perciben en Jesús la debilidad y el error, la razón contempla todo lo contrario. A simple vista asumió del género humano la mortalidad, la ignorancia y la corporalidad servil, pero debajo de toda esa humanidad subyace también la divinidad completa. 

Muchos de los padecimientos que sufrió Jesús eran consecuencia del pecado, aunque él no lo compartía. Al encarnarse fue igual a nosotros menos en el pecado, por eso los teólogos intuyeron que esta condición disminuida no era esencial al género humano. Para ellos, el pecado es más una esencia, un aroma, que se transmite de padres a hijos. El linaje divino de Cristo lo previno del hedor, pero por su dulce deseo aceptó las amargas consecuencias que trae consigo la caída de Adán y Eva. Pero si Jesús estaba exento del mal ¿cómo explicar el desequilibrio emocional que sufría de niño? ¿Por qué desobedecía a sus padres, y maestros, y por qué desafiaba a la ley? ¿Por qué mataba sin piedad y no sentía culpa? 

Fue así que la encarnación del Verbo produjo las más extrañas interrogantes, que ni la filosofía, la medicina, o la teología pudieron contestar. No faltaron, sin embargo, quienes intentaron responderlas, como Atanasio en su Oratio de Incarnatione Verbi. En unas cuantas líneas, el Padre y obispo de Alejandría, vislumbró, quizás, una de las mayores verdades de la Patrística griega: El Dios-Verbo unido con el cuerpo no conocía al ser humano en sí mismo, pero sí al Verbo de Dios.            

El extrañamiento y desconcierto que sintió Jesús de su humanidad era algo que debía esperarse. Desde la eternidad el Hijo estuvo sólo con su Padre y nunca experimentó algo distinto a su propia divinidad. Al momento de incorporarse al género humano vivió por primera vez una segunda naturaleza, la cual conocía desde la eternidad, pero que tuvo que aprender a habitarla. Si a todos los humanos nos cuesta tiempo controlar nuestro cuerpo y emociones, ¿por qué esperar algo distinto de aquel que debió aprender a sentir siendo antes impasible? El niño Jesús con su anticipada sabiduría persigue su humanidad como se sigue una pista: se equivoca y aprende de sus errores, corrige el rumbo y gana pericia. Así era él, un niño ungido que puede dar vida al barro con un aplauso y matar con un gesto, alguien que multiplica espigas de trigo y las regala a los pobres, pero que es violento a la menor provocación; es el hijo iracundo de José y María, el futuro redentor del mundo.    

Evangelios apócrifos

(traducciones libres)

1. Teniendo seis años de edad, su madre lo envió a traer agua para la casa, ella le dio el cántaro. Él chocó con la multitud y el cántaro se rompió.

2. Jesús acomodó la misma agua que había derramado y la llevó con su madre. Su madre viendo el significado de lo que había ocurrido, lo besó. Ella veía de cerca los misterios, ella vio lo que él podía hacer.

3. El hijo de Anas, el escriba, estaba de pie en el mismo lugar que José, y tomó una rama de sauce y derramó el agua que Jesús había juntado. Al ver Jesús lo que había ocurrido, se enojó y le dijo: “Injusto, profano e insensible, ¿qué mal te hizo el charco y el agua? Ahora tú estarás tan seco como un árbol sin hojas, raíces o frutos”. Y el niño completo se secó de modo inmediato. Jesús se dio la vuelta y regresó a la casa de José. Los padres del desecado entonaron un canto fúnebre por su juventud, y lo llevaron hacia donde estaba José, y lo acusaron por el tipo de cosas que hacía el niño.  

4. Mientras caminaba una vez más por el pueblo, un niño que corría chocó con su hombro y Jesús con amargura le dijo: “No seguirías tu camino”. El niño cayó muerto de inmediato. Quienes vieron lo que pasó dijeron: “¿De dónde ha nacido este niño, cuya palabra es siempre cosa segura?” Los padres del difunto se acercaron con José y le acusaban diciendo: “Desde que tienes a este niño no puedes vivir en el pueblo con nosotros. O lo educas para bendecir y que no maldiga, puesto que él está matando a nuestros niños”.  

5. José llamó al niño a solas para reprimirlo, diciéndole “¿Por qué lo haces?, ¡ellos sufren estas cosas, nos odian y persiguen!” Jesús dijo: “Yo sé que tus palabras no son tuyas, del mismo modo yo guardaré silencio por ti, pero cualquiera de ellos llevará encima el castigo”. Al punto que los que lo acusaban quedaron ciegos. Quienes vieron esto quedaron muy aterrados y desconcertados, ellos decían que cualquier palabra que él pronunciaba, fuera buena o mala, era realidad y llegaba a ser un prodigio. Al presenciar las cosas que hizo Jesús, José se levantó tomó su oreja y la jaló con violencia. El niño sintió ira y le dijo: “Para ti es suficiente buscar y no encontrar, obras enteramente con ignorancia, ¿no sabes que soy tuyo? No hagas que me aflija”.  

8. Cuando los judíos aconsejaban a Zaqueo, el niño rio fuertemente y dijo: “Ahora produzcan sus frutos y los ciegos podrán ver con el corazón. Yo estoy presente desde lo alto para maldecirlos y los llamaré hacia lo alto, tal y como lo ordenó quien me envió a ustedes”. Desde que el niño puso fin a sus palabras, de manera inmediata estuvieron a salvo todos aquellos sobre los que había caído la maldición y entonces nadie tenía la audacia de provocar su enojo, para que no descendiera la maldición y alguien fuese mutilado.

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