El porvenir de un delirio: el transhumanismo frente al cuerpo vivo

Leonardo Ruiz Gómez, María Fernanda Crespo Arriola

Dossier
En este penetrante análisis, el filósofo Leonardo Ruiz Gómez y la psicóloga María Fernanda Crespo Arriola, plantean problemáticas fundamentales en torno a la amputación de la experiencia del cuerpo humano que está detrás de las percepciones y los delirios del transhumanismo.

De Leonardo Ruiz recomendamos
El concepto lebniziano de espacio, y de María Fernanda Crespo, Feminismo Centrado en la persona. De la teoría a la realidad, escrito en colaboración con tres autoras más.

¡Que aclare!

¡Que amanezca en el cielo y en la Tierra!

No habrá gloria ni grandeza

hasta que exista la criatura humana:

el hombre formado.

Popol Vuh

En su famosa Recherche de la vérité, Nicolas Malebranche nos regala una de esas joyas filosóficas que resultan tan contraintuitivas como verdaderas: “Los hombres no saben cómo mover sus brazos” (Malebranche, 1997, 450). El pasaje revela la dualidad que habita nuestra corporalidad. El cuerpo vivido, el cuerpo que soy, es, al mismo tiempo y de manera contraria, una máquina que habito, una materia que poseo, un artefacto complejo de poleas, ligamentos, válvulas cuyos destinos controlo, pero cuyos mecanismos desconozco. Si se me pide mover un brazo puedo hacerlo con una facilidad pasmosa; pero si se me pide dar razón de cómo lo he hecho, o si se me pide mover el cerebro de tal manera que mueva los nervios encargados de activar los ligamentos y músculos necesarios, entonces me doy cuenta de que mover mis brazos es casi un milagro. 

Esta dualidad del cuerpo hace que sea, a la vez, sujeto y objeto, agente e instrumento, fin y medio. El cuerpo del paciente es sede del dolor vivido y, simultáneamente, el objeto de análisis del médico. En él depositamos conceptos tan sagrados como el de dignidad o el de integridad, y al mismo tiempo nos permitimos modificarlo a nuestro gusto transformándolo, perforándolo o mutilándolo.

El cuerpo ha sido objeto de la ciencia y del avance incesante de la tecnología. Ésta, que progresa incontenible y a su propio ritmo, ha hecho de la corporalidad un campo de batalla más: la medicina, la cosmética, la cirugía estética, las intervenciones de cambio de sexo. Pero la perspectiva de una tecnología omnipotente ha decantado en una nueva promesa: la posibilidad de la creación de un nuevo yo a través de la modificación del cuerpo. La corriente cultural y filosófica que, desde hace algunas décadas, ha tomado esta consigna por proyecto se llama transhumanismo.

Trans y posthumanismo: un humanismo en inversión

El transhumanismo es, antes que nada, un fenómeno cultural (en la medida en la que tiñe con sus ideas al arte, la política, la cultura pop, etcétera) y, en segunda instancia, un cúmulo de tesis filosóficas. En resumen, el transhumanismo defiende la posibilidad, el derecho y, en algunos casos, el deber de tomar las riendas de la evolución humana y guiarla con nuestros propios designios. El neodarwinismo nos enseñó que la deriva evolutiva del ser humano ha estado guiada durante siglos por una combinación de azar y necesidad. No es necesario —pensará un transhumanista— continuar a merced del reino de las leyes de la genética y el azar para garantizar la mejora (enhancement) del ser humano. Podemos —y debemos— conducir esa evolución hacia nuestros fines como especie y como individuos (Bostrom, Roache, 2008; Persson, Savulescu, 2012). 

El posthumanismo (aunque las definiciones varían según los autores) busca, ya no la mejora de la especie humana o sus individuos, sino la creación de una especie nueva. Esta distinción, desde luego, es vaporosa, pues no podemos imaginarnos cuál sería el paso decisivo entre un transhumano y un posthumano o dónde estaría la frontera que nos relegaría a la pertenencia a una especie inferior (H+pedia).

En última instancia, el transhumanismo es una ética: busca esencialmente el mejoramiento del ser humano. Y es, en este sentido, un humanismo, pues encuentra que esta mejora tiene en el humano su propio motor. Se distingue del humanismo clásico en que hay una desconfianza o un pesimismo por los propios recursos del ser humano en su estado actual (Hauskeller, 2016, 97). Nuestra naturaleza —y nuestro cuerpo especialmente— no han sido diseñados por un diestro relojero que ha colocado armónicamente las piezas necesarias y suficientes para alcanzar nuestra plenitud. Al contrario, nuestro cuerpo adolece de deficiencias estructurales, limitaciones y privaciones que nos vuelven enormemente vulnerables y dependientes (Buchanan, 2011, 158). Hay una “parte” del ser humano que no se encuentra a la altura de los ideales de este nuevo humanismo; una parte que hay que reparar, reemplazar o eliminar.

Tras el nuevo hombre y el nuevo mundo

El transhumanismo tiene un origen teológico. Aunque sus defensores contemporáneos suelen revestirse bajo un manto de secularidad, en sus versiones más primitivas el transhumanismo tenía un cariz religioso. En palabras de Julian Huxley, creador del término y a la sazón hermano del escritor Aldous Huxley, se trataría de una “religión sin revelación”. En un famoso escrito, Odres nuevas para vinos nuevos, Huxley utilizaba la parábola evangélica para ilustrar cómo ha de ser la nueva religión del transhumanismo: una transformación de las consciencias —un vino nuevo— acompañado por una transformación de nuestros cuerpos —una nueva odre— (Monterde, 2020). Desde luego, esta transformación de las consciencias pasa por la comprensión de la imposibilidad de la trascendencia de Dios y de la divinización de una naturaleza inmanente. En Religión sin revelación, Huxley lo pone con todas sus letras:

En forma amplia considero que “Dios Padre” es una personificación de las fuerzas de la naturaleza no humana; el “Espíritu Santo” representa todos los ideales y “Dios Hijo” personifica la naturaleza humana en su culminación, como si estuviera realmente encarnada en los cuerpos y organizada en mentes, salvando el abismo entre los dos y entre cada uno de ellos y la vida cotidiana (Huxley, 1967, 50).

Los transhumanistas contemporáneos, en cambio, presentan una versión deflacionaria del transhumanismo de Huxley: desaparecen las reflexiones metafísicas, inmanentistas y salvíficas. Es, como decíamos antes, más una ética que una religión. De hecho, Bostrom —quien ha liderado el movimiento en las últimas décadas— apenas menciona a Huxley en una breve historia que hace del transhumanismo (2011). 

El transhumanismo actual defiende sus posiciones desde una trinchera minimalista. Su estrategia ha consistido en mostrar que los proyectos y prácticas propuestas por su escuela no son sino variaciones mínimas de proyectos y prácticas que han sido justificadas e impulsadas en el pasado por la cultura occidental. La prolongación indefinida de la vida no es sino una extrapolación del deseo perenne del hombre por extender la esperanza y la calidad de vida. El uso de fármacos o prótesis cerebrales para el mejoramiento moral o la potenciación de la inteligencia no es sino un paso más en nuestra evolución biológica y cultural para refinar nuestra sociabilidad y nuestro entendimiento del mundo. Una droga que mejore al 200% nuestras capacidades intelectuales no es diferente, sino en grado, al café que nos despierta cada mañana y nos permite pensar mejor a pesar de la pesadez del cuerpo. Un fármaco que me haga más empático o más generoso no es sino la consecución final y definitiva del sueño que terapeutas y educadores persiguieron inútilmente durante siglos (Bostrom y Roache, 2008).

La clave del argumento transhumanista consiste entonces en borrar las fronteras entre tratamiento y mejoramiento, entre formación (educación) y transformación del yo. En ese sentido, no piden que se les conceda demasiado: si usted está preocupado por la mejora de la humanidad, o si considera un deber la aspiración de ser cada vez mejores como especie, o si piensa que es mejor enfermarse menos, prolongar la esperanza de vida y ser más inteligente, entonces usted debe estar del lado de los transhumanistas. Sus argumentos se revisten, además, de un minimalismo liberal: si usted cree que llevar un chip en el cerebro que le ayude con su memoria no es lo suyo, entonces no lo haga; siéntase libre de adoptar una vida neo-monacal mientras el resto de la humanidad camina a pasos agigantados hacia la Tierra Prometida de una vida sin sufrimiento ni muerte. 

Como ha hecho ver Hauskeller (2016, p. 121), la discusión sobre la frontera entre terapia y mejoramiento ha quedado atrás en la discusión transhumanista. La inexistencia de esta línea es ya una premisa básica y, en ese sentido, se ha ido abandonando también la mesura en sus argumentaciones. Basta considerar, por ejemplo, este párrafo de Bostrom en el que, sin contexto, uno no sabría si reconocer detrás un tono sarcástico o una candidez conmovedora. El fragmento está en un artículo que se llama, ni más ni menos, Why I Want to be a Posthuman When I Grow Up

Acabas de celebrar tu cumpleaños 170 y te sientes más fuerte que nunca. Cada día es un gozo. Has inventado, de cero, nuevas formas de arte que emplean nuevas capacidades cognitivas y sensibilidades que has desarrollado. Todavía escuchas música —música que es a Mozart lo que Mozart es a la música de elevador—. Te comunicas con tus contemporáneos con un lenguaje que ha evolucionado del inglés durante el último siglo y que tiene un vocabulario y una capacidad expresiva que te permite compartir y discutir pensamientos y sentimientos que los humanos no aumentados [unaugmented humans] no podrían siquiera pensar o experimentar (Bostrom, 2006).

La lista sigue y sigue. No estamos ya tan lejos de la escatología de Huxley. No se trata sólo de dar el siguiente paso en la evolución humana, sino de abrir la puerta a la vida que vivimos actualmente, pero de manera inconmensurable. Si la argumentación es minimalista, el proyecto es maximalista: baste echar un vistazo, por ejemplo, al Imperativo hedonista de David Pearce, un proyecto abolicionista del dolor. Las conclusiones de su manifiesto empiezan con las siguientes frases:

Si tiene éxito [el proyecto abolicionista], es probable que el juicio de nuestros dichosos descendientes sobre la ingeniería del paraíso sea inequívoco. El valor autoevidente de los estados de consciencia celestiales y la necesidad de garantizarlos genéticamente para salvaguardar la supersalud mental parecerán convincentes. En el otro extremo, una minoría significativa de nuestros contemporáneos, diagnosticables incluso hoy como (sub)clínicamente deprimidos, acogerán con satisfacción la perspectiva de la felicidad universal. Porque una era postdarwiniana de bienestar genéticamente preprogramado promete una liberación de su sufrimiento y malestar crónicos. Por desgracia, la salvación en forma de terapia genética puede llegar demasiado tarde para muchos de nosotros (Pearce, 1995).

“Ingeniería de paraísos”, “bienestar genéticamente preprogramado”, “estados de consciencia celestiales”, “felicidad universal”: el cielo —literalmente— es el límite. Como un dispositivo religioso, el transhumanismo aporta sentido a nuestro precario estado actual revelando un futuro promisorio, beatífico, pero inmanente: el paraíso terrenal, el cielo en la tierra.

Tal visión beatífica sólo se puede justificar mediante el contraste con un estado deficitario en la vida presente. La vida del “sufrimiento y el malestar crónico”, el mundo en el que la música de Mozart es una cima cultural y en el que aspiramos a (mal)vivir apenas cien años, ese mundo, es un mundo de privación. La falta, la vulnerabilidad, el deseo insatisfecho son los grilletes a los que estamos atados por haber cometido el pecado original: depender de un cuerpo material e imperfecto.

El cuerpo como una máquina deficiente

En la doble dimensión que tiene el cuerpo, como sujeto y objeto, el transhumanismo omite la consideración del cuerpo vivido. El carácter deficitario del cuerpo responde a que es una máquina imperfecta en la que vivimos y que ha dejado de ser un ropaje a la altura de nuestras expectativas.

Para el transhumanismo, toda determinación es una limitación (Hauskeller, 2016, 100). Aristóteles enseñaba que las formas —los entes inmateriales— están “abiertos a contrarios”, pero que la materia no. El cuerpo está determinado por sus propias potencialidades y por su corruptibilidad. Como un niño pequeño que no logra tomar una decisión por el temor a dejar de lado otras alternativas que pudieran resultar atractivas, el transhumanista no se conforma con ciertas funciones que un cuerpo puede prestar en una cierta medida. Toda determinación material es una renuncia, un símbolo de nuestras propias limitantes y de nuestra propia finitud. 

En su Letter to mother nature, Max More (2013) —reconocido divulgador del transhumanismo— agradece a la madre naturaleza por su esfuerzo: “No hay duda de que hiciste lo mejor que pudiste. No obstante, con todo respeto, debemos decir que has hecho un pobre trabajo con la condición humana”. A pesar de que el tono de la carta pareciera imitar precisamente a un niño caprichoso, el autor anuncia a esta hipotética madre que hemos alcanzado, como humanidad, el final de nuestra infancia: “Hemos decidido que es tiempo de componer la condición humana”. More propone siete correcciones (amendments) al cuerpo humano que nos liberarán, finalmente, “de la esclavitud de nuestros genes” y de la “tiranía del envejecimiento y la muerte”. La carta está firmada por —nótese aquí la ironía involuntaria— “your ambitious human offspring”. 

Todo el proyecto transhumanista es una lucha por ganar autonomía respecto a esas determinaciones. El mejoramiento moral por vías artificiales es una ganancia de autonomía respecto a nuestras emociones. El mejoramiento cognitivo es una autonomía de nuestra propia estupidez. La prolongación de la vida es una autonomía respecto a la corruptibilidad de la materia (Hauskeller, 2016, 127, ss.). Lo que se busca es ser autónomo de las determinaciones del propio cuerpo o del cuerpo mismo. Por eso, el posthumanismo más radical reconoce que, en última instancia, sólo será posible cumplir con sus sueños más febriles cuando logremos desprendernos absolutamente de nuestro cuerpo. En este anhelo descansan, por ejemplo, los proyectos de infomorph y de mind uploading: la transferencia o reduplicación de mi consciencia en un hardware externo (H+pedia). 

Ciertamente, el planteamiento transhumanista tiene la virtud de poner en el centro de la discusión dos aspectos fundamentales de la realidad humana. En primer lugar, la indudable certeza de que la vida, en su estado actual, resulta gravosa: acarrea dolores, desengaños, tareas insolubles y, finalmente, la muerte. En segundo lugar, que existe una compartida aspiración por alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Sin embargo, ambas realidades se ven subvertidas en su pensamiento: se niega la realidad de nuestra finitud y también el carácter compartido de la búsqueda de la felicidad se trastoca por el individualismo.

Es claro que la naturaleza, nuestro cuerpo y los otros seres humanos representan un límite claro a nuestros más afanosos deseos de placer. Sin embargo, también es cierto que tanto nuestro aparato psíquico como nuestra cultura (mediante sus ciencias y sus instituciones) realizan importantes y continuos esfuerzos para mitigar, aplazar o suspender esos límites. Todos nuestros empeños sociales y personales confiesan, por un lado, el total desvalimiento y vulnerabilidad en los que nos encontramos instalados; por el otro, demuestran un constante afán de control. Por eso, resulta tan tentador pensar que es posible transformar el mundo, transformarnos a nosotros mismos, mitigar todas estas amenazas y realizar, en vida, el sueño de una felicidad eterna en la que el único principio imperante sea el del placer.

No asombra, pues, que el transhumanismo juegue con la ilusión de que es posible alcanzar una satisfacción irrestricta de todas las necesidades; mucho menos, que aliente la creencia de que es posible eliminar el dolor o desafiar a la muerte. Este afán acompaña a todos los empeños humanos, desde el pensamiento más mágico, hasta el más científico; y son múltiples sus caminos: la intoxicación, la psicosis, el arte, la técnica… el transhumanismo. Freud decía ya en su icónico texto sobre El malestar en la cultura

cada uno de nosotros se comporta en algún punto como el paranoico, corrige algún aspecto insoportable del mundo por una formación de deseo e introduce este delirio en la realidad. Particular significatividad reclama el caso en que un número mayor de seres humanos emprende en común el intento de crearse un seguro de dicha y de protección contra el sufrimiento por medio de una trasformación delirante de la realidad efectiva. [...] Quien comparte el delirio, naturalmente, nunca lo discierne como tal (Freud, 1986: 81).

Lo que Freud no alcanzó a vislumbrar es que este delirio se trasladaría también a la ciencia y a su tan afanosa compañera, la técnica: “No; nuestra ciencia no es una ilusión. Sí lo sería creer que podríamos obtener de otra parte lo que ella no puede darnos” (Freud, 1986: 55). Parece que estaba errado —ahora sabemos— en su optimismo sobre la moderación de la ciencia y sus delirios.

El transhumanismo al diván 

Al margen de la factibilidad real de sus proyectos, hipótesis o francos delirios, el transhumanista no ve que el humano ya es un ser autónomo en cierta medida. Para ellos, la autonomía es un valor, no un hecho; en consecuencia, es una meta, un imperativo (Hauskeller 98). Esto es así, en parte, porque la definición misma de autonomía ha sido romantizada e idealizada; en parte también porque este nuevo imperativo resulta mucho más ambicioso: aspira a una absoluta libertad, a la eliminación de todo límite o, como afirma Miyares (2022), a una férrea y siempre insaciable “voluntad de ir más allá” (p. 94). 

Con este énfasis en la autonomía y en la voluntad, el transhumanismo actual parece afianzarse en un individualismo que no hace sino afirmar el mejoramiento de los individuos (que no de la especie, contra sus propios dichos) desde la maquinaria del yo. Bien podría llamársele “individualismo transhumanista” (Miyares, 2022, p. 91), pues pareciera construirse y sostenerse desde aquel narcisismo prístino en el que el yo no sólo se jacta de ser el centro del universo, sino que también se cree amo y señor de sí mismo, de la realidad y de su destino.

Cualquier noción, por más mínima que sea, de bien común, es desdibujada por este imperativo de la voluntad. A pesar de que algunos transhumanistas recurren precisamente a la noción de bien común para sustentar sus opiniones, en su proyecto nada puede, ni debe ser obstáculo para este yo omnipotente: ni los deberes éticos, ni los derechos, ni la dignidad, ni la razón. Pero tampoco el otro, la naturaleza, la realidad… mucho menos el cuerpo. Su reinado es el del deseo, la subjetividad y la emotividad. 

No importa cuántas veces se imponga la realidad material, ni cuantas veces el cuerpo biológico se muestre indomeñable; no importa cuántas veces nuestros deseos sean contradictorios, ni cuántas veces nuestras intenciones sean opacas para nosotros mismos, el transhumanismo es tan solipsista y tan autorreferencial que difícilmente atiende a sus puntos de contraste.

De nada sirve que, desde 1917, Freud haya advertido que “el yo no es el amo en su propia casa” (1986, p. 135). Para el transhumanismo, esta sentencia psicoanalítica queda desestimada como una sentencia meramente provisional o, en todo caso, falsa; pues, en efecto, la verdad que yace en esa afirmación es la de que el yo aún no es soberano en su propia casa. Lo será en el momento en que, escindido del cuerpo orgánico, se convierta en la tan anhelada instancia de control y vigilancia que continuamente examina a la realidad material de su cuerpo para determinar si ésta armoniza o no con sus exigencias. Y para que, en caso de que no lo haga, ésta sea modificada sin miramientos.1

En efecto, este yo tecnificado del transhumanismo alcanzará la eficiencia soñada por cualquier terapeuta contemporáneo, pues pondrá fin a la miseria y al dolor desde su propio núcleo. Será también la fantasía cumplida de todo ser humano que, en sus aspiraciones más primitivas e infantiles (sin duda, también narcisistas), guarda la esperanza de que la realidad material de su cuerpo se adapte a sus deseos: de que sus pensamientos sean omnipotentes y su capacidad para influir en los eventos del mundo exterior se vuelva irrestricta. En definitiva, de que quede borrada toda posibilidad de límite, carencia o falencia. 

Eliminada la idea de límite queda eliminada también la noción de cuerpo como frontera, como periferia que de-limita un adentro y un afuera, como marca inevitable del paso del tiempo, como borde en el que se teje el dolor y el placer, la necesidad, la vida y la muerte. Incluso, como una frontera fundamental para trazar el límite entre el tú y el yo. El cuerpo, resignificado a través del lenguaje de la técnica, queda como el terreno a conquistar, como el lugar de la posibilidad y de la utopía, el lienzo sobre el cual se asentará el reinado de la autonomía —siempre soberana— del yo. 

Así, todo el sistema transhumanista, con su cosmovisión salvífica y cuasi-religiosa, encuentra en la materialidad del cuerpo una primera trinchera sobre la cual asentarse sin resistencias. Apelando al dualismo más ramplón (que coloca al cuerpo en un lugar no sólo independiente, sino secundario e inferior respecto del yo), se entusiasma con la idea de producirle un cuerpo al deseo y, de paso, nutre el afán de la mente por mantenerse exenta de dolor, contradicción, necesidad o limitación. 

El cuerpo se convierte así en un objeto de culto (pero objeto, al fin y al cabo), pues permite dar cuenta de la capacidad del ser humano para hacerse a sí mismo y, por consiguiente, es valorado como capital invaluable para el cumplimiento del deseo y de la voluntad de ir más allá. Esta noción paradójica de cuerpo, que por un lado lo cosifica, pero, por otro lo enaltece como el objeto más preciado del yo, inaugura una especie de “cuerpología” que “desvirtúa tanto el concepto de persona como el de ser humano” (Miyares, 2022, p. 100).  Por una parte, nos conduce a pensar en un individuo etéreo y escindido de su biología y, por la otra, nos encamina a pensar en un cuerpo fantasmagórico, prescindible a todas luces y absolutamente impersonal.

“Yo poseo mi cuerpo”, dirá el transhumanista, marcando una clara dicotomía entre el yo que posee y el objeto que es poseído. “Mi cuerpo es mío y hago con él lo que yo quiero”, afirmará insistentemente. Quedará clara su posición frente a un cuerpo que no sólo es completamente accidental a su yo, sino que, además, detenta como el artefacto más preciado, el instrumento más próximo a través del cual logra la eliminación imaginaria de todo aquello que desconoce, que no controla y que se sitúa por fuera de los límites de su yo (Tubert, 2000). Un cuerpo instrumentalizado que, al fin y al cabo, le permite sostener la fantasía de su soberanía.

Regresar a este viejo dualismo, en donde el yo y el cuerpo se ven como principios ajenos, tiene importantes costos. Sin embargo, afirmar lo contrario, es decir, que “yo soy mi cuerpo” exigiría reconocerse en esa materialidad que no se comprende ni controla del todo y que, por definición, es imperfecta, limitada y mortal. Solicitaría un humanismo que reconozca valor en la condición material y limitada del ser humano. Implicaría, pues, reconocer que existe una experiencia del cuerpo que escapa al control del yo pero que, a la vez, es esta misma la que lo conforma. Representaría, sin duda alguna, una afrenta a nuestro propio narcisismo que gusta de pensarse superior y des-sujetado de la pura necesidad… que anhela, pues, un trans-humanismo.

1 A este respecto, el filósofo Byung-Chul Han advierte ya que las aplicaciones y gadgets de registro biométrico (relojes, smartphones, apps, etc.) reflejan una instancia germinal de este delirante dominio del yo sobre el cuerpo (Han, 2014).

Referencias

Bostrom, N. (2006). “Why I Want to Be a Posthuman When I Grow Up”. In: Gordjin, B., and Chadwick, R. (eds) Medical Enhancement and Posthumanity. Springer, 107-137. https://doi.org/10.1007/978-1-4020-8852-0 

Bostrom, N. (2011). “Una historia del pensamiento transhumanista”. Argumentos de Razón Técnica, n°14, 157-191. (Trad. Antonio Calleja López). 

Bostrom, N., Roache, R. (2008). “Ethical Issues in Human Enhancement”. En Ryberg, J., Petersen, T., y Wolf, C (Eds.). New Waves in Applied Ethics. Pelgrave Macmillan. pp. 120-152.

Buchanan, A. (2011). Beyond Humanity? The Ethics of Biomedical Enhancement. Oxford University Press.  

Ferrando, R. M. (2020). El transhumanismo de Julian Huxley: una nueva religión para la humanidad. Cuadernos de bioética, 31(101), 71-85. DOI: 10.30444/CB.53. https://aebioetica.org/revistas/2020/31/101/71.pdf

Freud, S. (1986). “Una dificultad del psicoanálisis (1917 [1916])”. En Obras Completas de Sigmund Freud, vol. XVII, Amorrortu.

Han, B. (2014). Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas fuerzas de poder. Herder. 

Hauskeller, M. (2016). Mythologies of Transhumanism. Palgrave Macmillan.

Huxley, J. (s/f). New bottles for new wine. Chatto and Windus.

Huxley, J. (1967). Religión sin revelación. Editorial Sudamericana.

Malebranche, Nicolas (1997). The search after the Truth, Cambridge Univeristy Press. 

Miyares, A. (2022). Delirio y misoginia trans: del sujeto transgénero al transhumanismo. Los libros de la Catarata.

More, M. (2013). “A letter to mother nature”. En More, M. y Vita-More, N. (eds.). The transhumanist reader, Wiley-Blackwell.

Pearce, D. (1995), The Hedonist Imperative, https://archive.org/stream/the-hedonistic-imperative/the-hedonistic-imperative_djvu.txt

Persson, I., Savulescu, J. (2012). Unfit for the future. The need for moral enhancement. Oxford University Press.

Transhumanist FAQ - H+Pedia. (s. f.). https://hpluspedia.org/wiki/Transhumanist_FAQ

Tubert, S. (2000). Un extraño en el espejo. La crisis adolescente. Editorial Ludus.

Suscríbete a nuestro newsletter y blog

Si quieres recibir artículos en tu mail, enterarte de nuestros próximos lanzamientos y apoyar nuestra iniciativa, suscríbete a nuestro boletín mensual para que lo recibas en tu correo.
¡Gracias por suscribirte!
Oops! Hubo un error en tu suscripción.
ARTÍCULOS RELACIONADOS
No items found.