Cuerpo icónico y mentira digital

Diego I. Rosales

Dossier
A partir de una reflexión sobre el ícono oriental, el filósofo Diego I. Rosales nos introduce en el misterio del cuerpo, de la carne y de su perversión mediante los medios de comunicación traídos por la digitalidad. Es un texto fundamental para entender parte de la crisis civilizatoria que vive el mundo y que, diría Iván Illich, anuncia la era de la desencarnación: el reverso pervertido de lo que el Evangelio y su noción de encarnación trajo al mundo. Un texto que aborda el tema desde la perspectiva de la resurrección puede encontrarse en el ensayo de Javier Sicilia, “La corrupción de la resurrección de la carne” en Aproximaciones a un tiempo del fin, Cetys Universidad, Mexicali, Baja California, 2024. 

Entre las obras de Rosales destaca
Antropología del deseo. La existencia personal en San Agustín, Comillas, Madrid, 2020. Recientemente acaba de publicar Tramas del yo. Ejercicios filosófico-literarios sobre el viviente y la Vida, Editorial NUN, México, 2024.  

     

El enigma del cuerpo

El cuerpo humano no ha sido siempre el mismo. Ya desde antiguo se ha planteado como un problema, como un enigma o como un misterio. Distintas civilizaciones, culturas y religiones han entrado en relaciones de diversa índole con él. Para constatarlo basta pensar en el cuerpo-cárcel del Fedón platónico, en el cuerpo-máquina de La Mettrie, en el cuerpo cósmico de algunas tradiciones orientales, en el cuerpo fluido de las teorías contemporáneas queer o en el cuerpo fetiche que relataron Sade y Kafka.

Todas esas concepciones, sin embargo, suelen estar ancladas a la pregunta por la identidad de la persona (o del ser humano, o del yo —elíjase el epíteto más adecuado a la época y/o a la idiosincrasia—) y a la pregunta por el sentido mismo del mundo e incluso de Dios. El cuerpo comparece, en una inmensa mayoría de casos, como una paradoja o como una bisagra entre naturaleza y libertad, entre materia y espíritu, entre mundo, submundo y supramundo; pero en todos los casos provoca cierta extrañeza filosófica y despierta conductas ascéticas, disciplinarias, dispendiosas u orgiásticas, al punto de que toda tradición religiosa, filosófica o científica puede ser tasada por lo que desde ella puede decirse o pensarse del cuerpo.

El mundo contemporáneo, que ha transitado de las herramientas a los sistemas,1 es un mundo que traiciona al cuerpo y que busca entregarse a una nueva suerte de gnosticismo en el que la subjetividad no precise ya de la carne para entrar en relación con el mundo y con la alteridad. Los dispositivos tecnológicos, especialmente desde la aparición de la World Wide Web y de las pantallas táctiles, están orientados hacia la creación de una nueva dimensión del mundo que de facto prescinde del cuerpo más que para dar click a los hipervínculos necesarios. Internet se propone hoy como un “metaverso”, como una extensión virtual del mundo a la que puede accederse desde el hogar y desde la cual y en la cual es posible iniciar, mantener y romper vínculos afectivos, crear relaciones laborales, generar dinero, despertar conciencias, hacer política, pagar la luz, orar, tener relaciones sexuales, traficar sustancias ilegales y una enorme cantidad de actividades cuyo peso trasciende ese mismo mundo y ancla, de vuelta, en el mundo natural. Ese nuevo entorno está habitado por avatares, perfiles y diversas representaciones del self que pretenden hacer las veces de un rostro y transformar la “presencia” de las personas en funciones programables.

¿Qué lugar tendrá el cuerpo en esta nueva extensión del mundo? ¿Cómo se modificará la subjetividad corporal que queda fuera de él? ¿Cómo será el nuevo sujeto que está en proceso de construcción? El cuerpo, y con él la persona entera, está en una nueva transición.2 En todas las épocas, el ser humano ha construido estereotipos y representaciones del cuerpo que permiten codificar en un modelo la experiencia que tiene de sí, ha diseñado instituciones, promulgado leyes y creado normativas que dan forma a los cuerpos y a los sujetos de acuerdo con estos estereotipos, que a su vez penden de alguna experiencia normalizadora.3 De entre todas las tradiciones y elementos simbólicos que la humanidad ha generado en este sentido, quiero proponer la iconografía oriental como un paradigma que resulta útil para interpretar la inversión del cuerpo que este “metaverso” está operando en el mundo contemporáneo.

El ícono oriental expresa una riqueza semántica del cuerpo que difícilmente encuentra un parangón en la historia del arte y de la cultura. El ícono establece pictóricamente el carácter relacional del cuerpo, así como el sentido simbólico y pedagógico de cada una de sus partes, con especial énfasis en el rostro humano, que es imago et similitudo Dei. Lejos de la carnalidad de Rubens o de la expresividad de Caravaggio en el Barroco moderno, pero lejos también de los cuerpos exacerbados y agotados de Francis Bacon, Lucian Freud o Egon Schiele, la tradición tardoantigua y medieval de la iconografía oriental relata una experiencia del cuerpo cuya vitalidad no ha sido nunca igualada y que bien podría ser el contrapunto que permita entender la reducción que la era de las pantallas y de los sistemas está operando en la subjetividad. 

A diferencia de las obras de los artistas mencionados, cuyo espacio natural de exposición es la sala del museo, los íconos son piezas sagradas, elaboradas para vivir dentro de un templo y formar parte de una liturgia. Mientras que el museo es un espacio objetivante —aísla a la obra de un contexto y la presenta como una cosa para ser considerada en sí misma, desengarzada de su historia, de su carga semántica relacional y de la posible interacción especial con ella—, el ícono religioso forma parte de una vida comunitaria litúrgica, de una tradición y de un mundo-de-la-vida subjetivo que, lejos de objetivar, sitúa al ícono en un lugar simbólico de relaciones trascendentes que constituyen no solamente “religión” propiamente dicha, sino la identidad subjetiva de los fieles que la practican. 

La peculiar característica de los íconos de ser conformadores de identidad la comparte con las imágenes digitales con las que hoy convive la mayor parte de las personas, principalmente mediante sus teléfonos celulares y sus computadoras en redes sociales como Instagram o TikTok. Las imágenes de las redes no son piezas de museo objetivadas para ser consideradas como un fetiche al modo de la obra de Rubens o de Lucien Freud. Los avatares y perfiles digitales, los videos de TikTok, las Instagram stories y las fotografías que ahí postean los usuarios forman parte orgánica del mundo-de-la-vida. Son el nexo simbólico y de representaciones funcionales que conforman el tejido visual y social de quien se relaciona a través de ellas con otros usuarios que puede a su vez conocer en persona o no. Esas imágenes están insertas en la nueva vida vernácula digital y, como tales, cumplen un papel constitutivo de identidad, de un modo análogo al papel que cumplen los íconos en el culto cristiano.

El ícono

El ícono oriental es una imagen sagrada, una obra de arte religioso, propia del cristianismo oriental (aunque no exclusiva de él) que representa a Jesucristo, a la Virgen María, a los santos o ciertos episodios de la Escritura. El creyente utiliza la imagen como un medio para orar con Dios y como un vehículo para disponerse a su presencia, sin orar ni adorar directamente al ícono. A diferencia de las imágenes religiosas ordinarias, que sirven al creyente como un elemento dispuesto para aumentar la piedad, facilitar la concentración o inspirar la fe por medio de imágenes o afectos, el ícono tiene una estatura estética y metafísica diferente, mucho más alta que la de la mera representación figurativa de la realidad mostrada. 

Figura 1. Icono de la Odighitria (La que señala el camino). Siglo XVI.

Efectivamente, si la tarea de los íconos fuera la representación de objetos o de personas, la tradición iconográfica oriental podría ser considerada como un gran fracaso, pues técnicamente los íconos destacan por despreciar, de manera voluntaria, el carácter representacional o naturalista de las personas y de las escenas que en ellos se exhiben: sus rostros carecen de las proporciones adecuadas y objetivas que la pintura representativa suele buscar, al menos desde los cánones establecidos desde el arte griego clásico o por cualquier principio de realismo. Los ojos, la frente, la nariz o la boca de los rostros pintados suelen aparecer con proporciones extrañas, deformes y difíciles de comprender o de sintetizar en una unidad; incluso cuando los íconos presentan a una persona dentro de un cierto contexto, el fondo también se representa de manera torcida o desdoblada (ver fig. 1 y 2).

Figura 2. Milagro del arcángel san Miguel en Chonae. Siglo XIX. Pintura al temple sobre tabla.

La perspectiva bajo la que los íconos son elaborados es una “perspectiva invertida” en al menos dos sentidos: uno figurativo y otro fenomenológico. La perspectiva invertida en sentido figurativo consiste en que, proporcionalmente, los íconos carecen de un centro o de un punto de fuga único que otorgue unidad de lectura a la imagen en términos de proporción: “La perspectiva invertida —señala Pável Florensky— no agota las diversas particularidades del dibujo ni del claroscuro en los íconos. Es necesario considerar el policentrismo como la aplicación más inmediata de los procesos de la perspectiva invertida en las representaciones: el dibujo se construye de tal manera que el ojo, bajo diferentes ángulos, parece mirar distintas partes de él”.4 El ícono no tiene un único centro y no está hecho para ser mirado desde una sola perspectiva que, concentrada en un punto, sintetice todos los puntos dibujados, sino que cada parte del cuerpo o cada rasgo del rostro puede ser considerado en sí mismo como un nuevo centro o como un nuevo punto de proyección del resto de la imagen, dando así a cada parte del cuerpo —especialmente al rostro— o a cada lugar de la escena representada, una fuerza expresiva que en una pintura figurativa tradicional es imposible de lograr (ver fig. 3). 

Figura 3. Pantocrator. Siglo VI. Sinaí.

En segundo lugar, la perspectiva de los íconos puede considerarse invertida en un sentido fenomenológico, simbólico y espiritual, pues quien mira al ícono no se sitúa en su presencia para considerarlo como un objeto, sino para ser mirado por aquello que el ícono trasluce. El creyente que se arrodilla a orar ante un ícono en el contexto vivo del templo no busca contemplar en él una imagen sobre la cual descansar la vista; no lo hace desde una disposición activa de sus sentidos corporales o espirituales buscando mirar algo, sino que se expone pasivamente para ser mirado por la Presencia que, detrás del ícono, se anuncia y se revela. El ícono es un umbral que conecta lo visible con lo invisible y dispone a quien se acerca a él a ser considerado por Alguien que lo mira desde atrás de ese umbral, desde el supramundo en el que el ícono se ha constituido: “El ícono —explica Iván Illich— es una ventana hacia la eternidad en donde el Cristo resucitado y su madre, igualmente asunta en cuerpo al cielo, están ya en la gloria de los ángeles. La persona que ora ante el muro de íconos, que separa a la gente del misterio del altar, usa la belleza plasmada por el artista en un acto de creación reverencial para pasar devotamente del typos al prototypos” (Illich, 2019, 145-146). El creyente no mira a Dios a través del ícono, sino que es con esa imagen que él se dispone a ser mirado por el Amor, y se expone a recibir su nombre y su identidad de una alteridad que comparece revelándose y ocultándose al mismo tiempo, por una alteridad que, promesa y aventura, no se revela como cosa del mundo sino como el fondo de sentido de todo lo que existe; todo a partir de una misteriosa imagen que no puede ser nunca asida del todo debido a su carácter policéntrico y místico (fig. 4).

Figura 4. Iconostasio de St. Julien le Pauvre. París, Francia.

 

El ícono oriental es un umbral, un pórtico, un pasaje que comunica dos mundos. No busca proponerse como objeto a la vista, sino como ventana para mirar el otro lado. Su visibilidad está en su transparencia. Por eso Jean-Luc Marion señala que “el ícono no se mide sino a partir de la profundidad infinita de su rostro; la intención que así prevé no depende sino de ella misma —la aisthesis se sustituye por un apocalipsis: lo invisible no depende de lo visible más que por la pura gracia de un acontecimiento a través de una intención: los cielos no pueden ser rasgados más que por ellos mismos para que descienda el rostro (Isaías 63, 19) [sic.]. El ícono no reconoce otra medida más que su exceso propio e infinito” (Marion, 2020, 33).5

Es evidente la dependencia que esta tradición tiene de la teología y, más aún, de una cierta experiencia religiosa, mística, sobre la cual se construye el sentido de la estética que propone. Pero es precisamente ahí en donde reside su grandeza y su interés, pues esa iconografía ha sido capaz de constituir al sujeto en su identidad más íntima, al dotarlo de una perspectiva que resuelve su deseo de ser aceptado y querido por una alteridad que es Absoluto Amor, y que es capaz de nombrar la realidad y al individuo con la radicalidad total que cualquier nombre quiere tener. 

Pequeña teopoética del rostro

¿Qué noción de cuerpo subyace al ícono oriental? ¿Qué clase de experiencia de Dios y del “yo” está en la base de esa estética, tan poderosa, tan silenciosa, y tan bella?

Si, como lo indica Juan Damasceno: “Todo ícono manifiesta e indica lo secreto”,6 habrá que preguntar por el carácter especial del rostro —verdaderamente central en la tradición iconográfica— que es capaz de manifestar e indicar lo secreto. ¿Cómo puede una imagen revelar algo oculto si esa imagen es, más bien, una representación que pone una proyección de la realidad en el lugar de la realidad? 

A este propósito puede ser útil retomar los tres sentidos de “rostro” que Pável Florensky propone en El iconostasio. El primer tipo de “rostro” (lico en ruso) es el aspecto visible de un objeto, una de sus caras. Es el sentido natural del perfil, que puede predicarse incluso de la naturaleza. Dicho sentido de rostro encuentra en el español “cara” su traducción más adecuada: “La cara (lico) no es ni irreal ni antiobjetiva, pero la frontera de lo subjetivo y lo objetivo en la cara no se ofrece netamente a nuestra conciencia, y debido a esta ambigüedad, nosotros que sabemos perfectamente que lo que percibimos es real, no sabemos (o no claramente) lo que es verdaderamente real en nuestras percepciones. En otras palabras, la realidad está presente en la percepción de la cara, pero al mismo tiempo está oculta. Ella es absorbida por el conocimiento y forma la base subconsciente para otros procesos cognitivos” (Florensky, 1992, 132-133).7 Cuando un objeto presenta una de sus “caras”, se muestra él mismo a la vez que oculta una multiplicidad enorme de otras de ellas, invisibles para quien lo percibe. La “cara” manifiesta la realidad gracias a que oculta otras caras, pues su ser espacial y material responde a unas leyes del mostrarse que le impiden revelarse de manera total en un acto simple de percepción cualquiera. Para tener un objeto completo en la percepción se requiere de una síntesis de percepciones sucesivas, sin que todas las caras de dicho fenómeno puedan estar nunca dadas “en una”. Este sentido de “rostro”, entendido como la “cara” de un objeto, está en la base de toda codificación epistémica y forma parte del conocimiento ordinario del mundo natural: conocemos la realidad a través de escorzos. 

El segundo sentido de “rostro” (lik) es el que cumple con las disposiciones simbólicas del ícono. Es el rostro humano, que no es simplemente una “cara” o un lado de nuestro cuerpo, sino la síntesis semántica, en términos visuales, de la identidad de la persona. “El rostro (lik) es la semejanza de Dios realizada en la cara. Cuando vemos la semejanza de Dios, tenemos derecho a decir: aquí está la imagen de Dios y la imagen de Dios es también el Prototipo representado por ella. El rostro es el testimonio dado a este Prototipo, y aquellos cuya cara ha sido transfigurada en un rostro proclaman sin palabras, pero sólo por su apariencia, los misterios del mundo invisible” (Florensky, 1992, 133).

El ícono pictórico es una semejanza del ícono corporal, es decir, del ícono que es el rostro humano. Éste anuncia una interioridad infinita, insondable, una intimidad que ninguna topografía del cuerpo podría describir totalmente. El rostro humano es, así, “teopoética”: el anuncio que el cuerpo hace de Dios, quien lo habita. Cada rostro humano está cargado de un sentido espiritual por el que comunicamos y externamos la vida que fluye y que nutre la experiencia propia del cuerpo entero. El rostro humano devela a la persona completa sin reducirla a su objetividad visible: al mirar el rostro, se mira a toda la persona, pues ella no tiene otro rostro. Sin embargo, se instaura una relación de paradoja por exceso, pues aunque se conozca a la persona por el rostro manifiesto, él es a la vez el anuncio de una profundidad que no podrá abarcarse nunca. Lo “secreto” (κρυφός), en palabras de Damasceno, que se anuncia en el ícono, se transforma así en verdadero “misterio” (μυστήριον), en una realidad envolvente que no puede ser dominada por completo al modo como pueden serlo los entes objetivos, haciendo del rostro la revelación de una relación personal que crece epistémicamente hacia un continuo exceso indisponible.

El rostro, sin embargo, puede en tercer lugar ser constituido como una mentira y como una traición a la superabundancia de sentido. El tercer modo del “rostro” que considera Florensky podría traducirse como “máscara” (ličina). “El primer sentido de la palabra ‘máscara’ es larva, que permite designar cualquier cosa que se parezca a un rostro, que lo recuerde, que se haga pasar por él y sea reconocido como tal, pero vacío al interior, tanto en su sentido físico, material, como en su sentido metafísico, de sustancialidad” (Florensky, 1992, 134). La máscara es la mentira y la sustitución del rostro por su dimensión meramente aspectual, que en realidad ya ni siquiera muestra o revela una interioridad. La máscara es sofística, opera una inversión de lo expresivo, cancelando el carácter semántico o simbólico que puede tener un rostro y lo transforma en mera topografía, en un relieve sin significado más que el que de manera contractual le dé un grupo en un determinado contexto y por un lapso determinado de tiempo. La máscara es, principalmente, una mentira. 

La tipología de Florensky es útil para situar el carácter de intimidad que porta consigo el rostro humano y, con él y por él, el ícono pictórico. Quien se sitúa ante él no busca, entonces, mirar la representación de un santo, de la Virgen o siquiera de Jesucristo mismo. La perspectiva invertida y el policentrismo en los íconos suponen una antropología y, de manera especial, una cierta teopoética del cuerpo según la cual éste no es ni mera materialidad ni sólo la expresión de la persona que vive en él, sino que él es la persona misma en su dimensión tangible. Pero ¿cómo mostrar esta noción de cuerpo más allá, o más acá, de los términos teológicos con los que la ha expresado la tradición religiosa? Quizá un breve examen del cuerpo como fenómeno vivido por una conciencia que lo constituye en sus diversas dimensiones pueda aclarar en qué consiste el sentido primigenio del cuerpo sobre el que se desarrolla no solamente la tradición oriental de los íconos, sino toda experiencia cultural e histórica de la persona. 

Pequeña fenomenología del cuerpo

Nacemos cuerpo y por él entramos en el mundo. Conocemos las cosas mirándolas, tocándolas, comiendo; oímos las voces de nuestros padres y los ruidos de la calle; olemos el alimento que viene. Nuestros sentidos nos presentan el mundo y lo hacen introducirse en nosotros. Por el cuerpo, poroso, el mundo nos penetra, y se constituye la vida: sensibilidad y espiritualidad en un mundo de objetos y de semántica, de sentidos y de sensaciones que constituyen poco a poco la vida concreta que graba nuestra memoria y despierta el deseo que nos mueve a vivir. Así transcurre nuestro tiempo, habitado de experiencias que el cuerpo nos hace disponibles. 

La sensibilidad es la puerta que, al contacto o a la distancia, pone en relación al espíritu humano con el mundo. Cada miembro corporal —las manos, los ojos, las piernas, los genitales, la cabeza, el estómago, etc.— nace dispuesto a un sentido que puede perfilarse o atrofiarse con el tiempo, crecer o disminuir, asumir una forma según las experiencias que le advengan y el modo como se apropie de ellas. 

Si bien la mayoría de las experiencias corporales nos entregan el mundo, hay otras cuyo sentido está en hacernos presentes a nosotros mismos: el cuerpo sintiendo el cuerpo. En el dolor y en el placer nuestro cuerpo comparece ante sí. En esas vivencias no sólo sentimos el mundo —pues el dolor y el placer pueden ser motivados por alguna realidad externa— sino que también, y primariamente, sentimos en ellas nuestro cuerpo y vivimos nuestra propia presencia en él. El dolor y el placer revelan la subjetividad que habita el cuerpo y lo revelan como posibilidad de conocimiento de nosotros mismos. Toda experiencia de un yo es al mismo tiempo la experiencia de un cuerpo, y toda experiencia de un cuerpo es al mismo tiempo la experiencia de un yo. Parece que no hay lugar para el dualismo.

En tanto presencia permanente, la primera comparecencia del cuerpo no es la de un objeto más del mundo, sino la de su condición de posibilidad. Tenemos mundo porque el cuerpo nos lo presenta y nos lo habilita. El cuerpo no es, pues, una trascendencia más entre otras sino una realidad trascendental; por eso no es un objeto que podamos tomar y dejar, sino que gracias a él es cognoscible el mundo, pero también gracias a él nuestra presencia se hace patente incluso para nosotros mismos. No “tenemos” cuerpo, pues nosotros no somos antes de él. El yo no está en relación con el cuerpo bajo la forma de la posesión, sino bajo la forma de la presencia. El cuerpo humano no es un objeto ni tampoco un “hábito”, aunque parezca uno y tenga ciertas características de él. Es cierto, el cuerpo es medible, localizable, tasable y controlable, pero el modo como ese cuerpo vive y se apropia de la medición, la localización, la tasa y el control, lo revela como un existente que se sabe y se siente y se sufre a sí mismo en su interior. El cuerpo es nuestra presencia misma considerada en su dimensión tangible, mucho más que una dimensión separable del yo y del resto de sus dimensiones. Por eso no tiene sentido hablar de cuerpo, alma y espíritu como tres realidades que, separadas, luego habrán de entenderse conviviendo en un mismo ser que, a su vez, sería algo diferente. Más bien, nuestra alma es corporal y nuestro cuerpo es animado. No hay nada en él que sea meramente naturaleza ni nada en nuestro espíritu que sea puramente pneumático. El cuerpo humano pertenece a una región ontológica propia, que difiere tanto de la res extensa como de la res cogitans.8

El cuerpo es, pues, como el ícono oriental: “policéntrico”. Si bien mi rostro sintetiza de manera privilegiada lo que he sido, lo que soy y la promesa de un futuro que adviene, es un sinsentido decir que hay más yo en mi rostro que en mis manos, que en mi abdomen o que en mis extremidades. La persona entera está presente en todo el cuerpo, y para cada acto perceptivo en el que el cuerpo interviene, es la persona entera la que hace acto de presencia, conociendo. Por ello, “policentrismo” significa aquí, también, comunidad y sociedad. El cuerpo que somos toma forma en la interacción con otros, en el compartir el alimento, en el vernos y encontrarnos, en el tacto de quienes nos aman y en la mirada de todos, tanto aquellos que queremos como quienes nos detestan y detestamos, pero que, corporales, encarnados, dotan al sujeto de una proporción que le permite vivir a la medida de lo humano. 

La pregunta por la identidad personal pasa, pues, por el cuerpo que, al sentirse, gozarse y sufrirse, se revela excediendo la pura materialidad bruta, como lo que la Escritura y la fenomenología contemporánea han llamado “carne”.9 Esa carne, que es mía y que es absolutamente singular, es una carne junto a otras, y entre ellas crece, madura, goza, sufre, muere y, tal vez, resucita. Sin el cuerpo comunitario, vernáculo, que está conformado por la familia, los amigos, los vecinos, los colaboradores del trabajo, la señora de las tortillas y el individuo cuyo olor me molesta en el camión, nuestra carne estaría falta de un sentido de intimidad que sólo ahí puede formarse. Por ella el cuerpo humano es, desde su origen, una persona que se vive, se siente y se expresa en el mundo, tenga o no de ello conciencia expresa, y una persona que, en su saber más íntimo de sí, presiente el misterio Absoluto que, silencioso, lo habita. Si por la carne el mundo entra en el espíritu humano, es también por ella, en ella y con ella que el espíritu puede ser en el mundo, de manera que la noción teopoética de ícono como revelador de una intimidad profunda encuentra aquí, finalmente, en la carne, su correlato filosófico más exacto. 

Mentira y máscara digital, o la larva de pixeles

Es precisamente esta carne, en su hondura íntima, la que está comenzando a ser excluida del nuevo mundo que la era de los sistemas inaugura. La carne personal, ícono policéntrico que trasluce una intimidad sin fondo, está siendo transformada en ídolo, en una máscara que, al revelar de sí sólo un residuo objetivo en el mundo digital, se transforma en una imagen construida que no deja mirar nada más que su pura opacidad. “Mirar se ha convertido —señala Illich— más bien en una forma de participación en mundos virtuales, en los que uno realmente entra en las imágenes en movimiento y la virtualidad se vuelve la forma real de la objetividad” (Illich, 2019, 145-146). La carne es sustituida por el avatar, el perfil y la fotografía deformada por el filtro que altera las formas básicas, orgánicas y policéntricas del rostro teopoético que porta la persona consigo. 

Se opera aquí una inversión del ícono. Si éste lo pinta un místico que busca que su obra trasluzca la alteridad absoluta de un Dios que es Amor, para que luego en ella puedan los creyentes exponerse a la mirada del Altísimo, el usuario del sistema digital construye según sus propios criterios y preferencias individuales una imagen de sí mismo para que sea mirada por quien está del otro lado de la pantalla. La masa anónima aprobará o ignorará la producción que ese sujeto ha hecho de sí mismo, sustituyendo la constitución de su identidad desde una mirada Absoluta que lo ama, por la veneración o la ignorancia que otros mortales puedan profesarle. El nuevo sujeto posmoderno no se construye ya a partir de la pasividad de un corazón que, vulnerable, es amado por el Amor, sino a partir de los “me gusta” de una masa de individuos narcisistas que vulneran, objetivando y desvirtuando en fantasma y representación, la sacralidad de la carne. Asistimos así no a la construcción de una nueva forma del ícono, sino a su perversión, a la vuelta de un paganismo que vertía en una imagen prefabricada sus propios fantasmas: “La visión idolátrica —señala Marion— no moviliza ninguna otra instancia más allá de sí misma; en el futuro de su mirada, en el porvenir de su mención, en un momento que nada podría prever, la mención no mienta nada más allá, sino que rebota hacia sí en un espejo —que de otro modo no habría aparecido nunca—; ese espejo invisible se llama ídolo” (Marion, 2020, 40).

El cuerpo digital, un ídolo fantasmagórico cuya materialidad está hecha de bits y pixeles iluminados por LEDs en una pantalla, quiere olvidarse de su carne y presenta su representación visual en cualquier sitio del globo a costa de una escisión diprosópica: el primer rostro, originario, el ícono vivo de la presencia carnal de una persona queda escondido en la soledad de una alcoba. Nadie lo mira. Quizá sólo Dios, que nos mira por dentro en el mutismo, pero esa mirada Absoluta no impregna la conciencia del sujeto que la padece, pues este sujeto se ha descarnado a sí mismo: robándose a sí su corporalidad, la omite tanto del cuerpo social como del cuerpo eclesial que podría darle forma. El segundo “rostro” es el ídolo que ese sujeto se ha hecho de sí mismo y que ha configurado a partir de filtros y estratagemas digitales, a partir de maquillajes etéreos y posturas irreales. Este rostro no es un rostro sino una representación virtual, con lo que adquiere un nuevo peso la descripción que ofrece Florensky de la mentira de la máscara: “Es significativo —sentencia el filósofo ruso— que la palabra ‘larva’ haya asumido desde la época romana el significado de cadáver astral, de ‘vacío’: inanis: de cliché vacío de sustancia que queda de un muerto, es decir, una fuerza oscura, impersonal, vampírica, que busca mantenerse con un suministro de sangre nueva y con el rostro de una persona viva, con el que esta máscara astral podría investirse por succión y hacerla pasar por su propia sustancia” (Florensky, 1992, 134). El mundo digital de la World Wide Web, el metaverso que quiere suplantar el mundo carnal por una imagen idolátrica de sí, se alimenta ya no del alma de sus súbditos, sino del despojo que ellos hacen voluntariamente de sus cuerpos y del ensamble social y comunitario que éste necesita para tomar realidad. La red termina por ser una estructura individualista que aísla al sujeto en sí mismo bajo la ilusión que crean la interacción y la aceptación o el rechazo virtuales.

La persona de carne y hueso va así poco a poco entregándose a un mundo virtual desde el que ignora a la comunidad real en la que vive y en la que se encuentra, sustituyendo las motivaciones y el amplio espectro de su atención que, si antes provenía de la presencia carnal de las cosas y las personas, ahora le es provisto por el estímulo de la pantalla.

Hay que decir, sin embargo, que la completa evanescencia del cuerpo es imposible. Ni el transhumanismo más radical será capaz de imponer su gnosticismo totalmente: tendrá siempre que vérselas con la carnalidad de la persona, que se resiste a desaparecer, pues, como dice Pedro Salinas, “querer vivir es anhelar la carne”. Pero eso será a partir de ahora un acto de resistencia. Quien desee mantener una relación proporcional con su prójimo habrá de oponerse a las instituciones, a las normas y a las costumbres que comienzan a tejerse desde el mundo digital, por medio de la creación de comunidades pequeñas que se reconozcan en su presencia carnal, en la fatiga del trabajo, en el gozo de comer juntos, en lo desagradable del sudor y de los aromas del cuerpo finito. Es ahí desde donde habremos de oponer un fuerte contrapeso de relaciones convivenciales que, desde la proporción que da la carne, le permitan a este nuevo ser humano conocerse, conocer a Dios y compartir el silencio que al mundo-de-la-vida personal le es propio.

Referencias 

Florensky, Pável. 1992. L’Iconostase. Trad. de Françoise Lhoest, L’Age d’Homme, Lausanne.

Illich, Iván. 2019. Los ríos al norte del futuro. Conversaciones con David Cayley, trad. de A.G. Blanco et al., Aliosventos Ediciones, México. 

Marion, J-L. 2020. Dieu sans l’être, PUF, París.

1 Cfr. Jean Robert, “De la edad de la tecnología a la era de los sistemas”, Conspiratio 02, noviembre-diciembre 2009, pp. 46-54.

2 Iván Illich era consciente de la necesidad de la elaboración de una historia del cuerpo. Doce años después de Némesis médica escribía que su estudio sobre las instituciones modernas de salud carecía de una perspectiva crítica sobre el cuerpo como una realidad historizada, y que hacía falta poner sobre la balanza los conceptos, las tradiciones, la tecnología y los regímenes que constituyen al cuerpo como una realidad de un tipo o de otro: «Llegué a entender que había una conciencia particular del cuerpo en cuanto lugar fundamental de la experiencia. Ese cuerpo, propio de una época determinada, pero sujeto a profundas transformaciones que a veces se llevaban a cabo en un periodo relativamente corto, era el paralelo –pero a una buena distancia– del cuerpo que, al mismo tiempo, se pintaba o describía». En el espejo del pasado, trad. de J. Sicilia y P. Gutiérrez Otero en Obras reunidas II, México: Fondo de Cultura Económica, 2008, p. 606. Se han realizado ya, en los últimos años, muchos estudios que buscan historizar el cuerpo y la experiencia de él a través del tiempo, no sólo desde una perspectiva histórica sino interdisciplinaria, especialmente desde la antropología y la filosofía. Es notable al respecto la obra del antropólogo David Le Breton, que ha cristalizado en numerosos libros: Anthropologie du corps et modernité, PUF, París, 1990 o L’Adieu au corps (Éditions Métailié, París, 1999), por mencionar sólo dos. Pueden verse, también, desde una perspectiva más bien histórica, la obra en tres volúmenes coordinada por J.J. Courtine, A. Corbin y G. Vigarello (coords.) Histoire du corps (3 vol.), Les Éditions du Seuil, París, así como el libro de J. Le Goff y N. Truong, Histoire du corps au Moyen Âge, Éditions Liana Levi, París, 2003. En perspectiva más propiamente filosófica, es útil el libro de Emmanuel Falque, Dieu, la chair et l’autre. D’Irénée au Duns Scot, PUF, París, 2008, por mencionar sólo un ejemplo reciente dentro de la ahora inmensa literatura sobre el tema.

3 El trabajo de Michel Foucault ha servido como la base para visibilizar estos dispositivos y tecnologías conceptuales y culturales. Cfr. Historia de la sexualidad (4 vol.) (Siglo XXI Editores, México). 

4 Traduzco desde la edición francesa: Pável Florensky, La perspective inversée, trad. de Françoise Lhoest. Lausanne, L’Age d’Homme, 1992, p. 72. 

5 La traducción es mía. El pasaje bíblico que cita Marion –Isaías 63, 19– dice: “Hemos venido a ser como aquellos de quienes nunca te enseñoreaste, sobre los cuales nunca fue llamado tu nombre”, pero presumiblemente se refiere al pasaje inmediatamente siguiente –Isaías 64, 1-2–, que dice así: “¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieras, y ante tu presencia se escurriesen los montes, como fuego abrasador de fundiciones, fuego que hace hervir las aguas, para que hicieras notorio tu nombre a tus enemigos, y las naciones temblasen ante tu presencia!”.

6 Juan Damasceno, Contra imaginum calumniatores orationes tres, PL, III, 17: “Πᾶσα εἶκών ἐκφαντορικὴ τοῦ κρυφίου ἐστί καὶ δεικτική”.

7 La traducción es mía desde la versión francesa. 

8 El cuerpo humano no es, así, un miembro de la naturaleza, aunque comparta con ella ciertas características orgánicas. El cuerpo humano es, ya, él mismo, igual que el alma y el espíritu humanos, una realidad trascendental que constituye mundo, es persona completa. Cfr. Edmund Husserl, Ideas II, trad. de A. Zirión, UNAM; México, 1997, p. 178: “Lo que tenemos que contraponer a la naturaleza material como segunda especie de realidades no es el ‘alma’, sino la unidad concreta de cuerpo y alma, el sujeto humano (o animal)”, y más tarde, en la p. 288: “El hombre en sus movimientos, acciones, en su hablar, escribir, etc., no es un mero enlace, el anudamiento de una cosa llamada alma con otra llamada cuerpo. El cuerpo en cuanto cuerpo es, de cabo a rabo, cuerpo lleno de alma”.

9 Sarx [σάρξ] en griego, basar [בשר] en hebreo, chair en francés, Leib en alemán. Cfr. Jn 1, 14 (ὁ λόγος σὰρξ ἐγένετο); Edmund Husserl, Ideas II, pp. 159ss.; Maurice Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, Gallimard, París, 1945, pp. 213 ss.; Michel Henry, Encarnación, trad. de J. Teira et al., Ediciones Sígueme, Salamanca, 2001, pp. 123 ss. Especialmente recomendable es el libro de Jean-Louis Chrétien, Symbolique du corps. La tradition chrétienne du Cantique des cantiques, PUF, París, 2005, en el que elabora un examen fenomenológico detallado de la corporalidad y sus órganos a partir del Cantar de los cantares. De igual manera, la tradición patrística ha examinado ya el cuerpo desde esa perspectiva; un hermoso y fundamental libro que no tiene parangón en toda la tradición occidental sino hasta la revolución operada por la fenomenología contemporánea en el s. XX, es el de Gregorio de Nisa, La création de l’homme, trad. de J. Daniélou y J. Laplace, Les Éditions du Cerf, París, 2002. Para una evaluación fenomenológica general del cuerpo en la patrística, ver Natalie Depraz, Les Corps Glorieux. Phénomenologie pratique de la Philocalie des Pères du dèsert et des pères de l’Eglise, Peeters, Louvain-la-Neuve 2008. 

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