Traducción de Luis Xavier López-Farjeat a partir del alemán.
Hacia el final de su vida, Iván Illich (1926-2002) comenzó a reflexionar sobre la profunda crisis civilizatoria que vive el mundo como un momento en el que la idea de la encarnación, que nació con el Evangelio, corre el peligro de desaparecer y junto con ella el mundo en el que lo humano ha florecido. De ello dan testimonio dos obras que aparecieron después de su muerte: La Perte des Sens, Fayard, 2004, y la larga entrevista que le hizo David Cayley y que se publicó originalmente en inglés bajo el título de unos versos de Paul Celan, The Rivers North of the Future, House of Anansy Press, Toronto, 2004; hay una traducción al español con el título de Últimas conversaciones con Iván Illich; un camino de amistad, El pez volador, España, 2019. El presente texto, originalmente escrito en alemán, y del que hay una versión en francés de Emmanuel Dauzat en La Perte des Sens, es una carta fechada el 19 de noviembre de 1992 que Illich envió a su amigo Hellmut Becker, entonces director del Instituto Max Planck para la Investigación de la Educación en Berlín, con motivo de su ochenta aniversario. En ella Illich reflexiona sobre el quiebre civilizatorio que ambos vivieron y que, a partir de la segunda guerra mundial, de los hornos crematorios en Auschwitz y de la emergencia de la computadora y la era digital, se expresa como una desaparición del mundo y de la carne en tanto experiencias de los sentidos.
Antes, al morir abandonábamos el mundo. Hasta entonces permanecíamos de pie en él. Nosotros pertenecemos a la generación de quienes aún “vinieron al mundo” pero que, ahora, nos vemos amenazados con morir sin suelo alguno. A diferencia de otras generaciones, nosotros hemos experimentado la ruptura con el mundo.
Quienes otrora daban la espalda al mundo, emprendían el camino de Santiago, mendigaban la stabilitas a las puertas del monasterio, se unían a los leprosos. En el mundo ruso y en el griego también cabía la posibilidad de volverse no sólo un monje, sino un loco, y así pasar el resto de la vida entre perros y mendigos en el atrio de la iglesia. Pero incluso para estos refugiados radicales del mundo, el “mundo” seguía siendo el espacio sensible de su existencia temporal. El “mundo” seguía siendo una tentación, sobre todo, para quienes querían renunciar a él. La mayoría de quienes pretendían haberlo abandonado, pronto se encontraron con un engaño. La historia del ascetismo cristiano es la del heroico intento de renunciar honradamente a un “mundo” al que cada fibra se aferra. En su lecho de muerte, mi tío Alberto todavía se hizo servir el Vino Santo del año de su nacimiento.
Hoy es diferente. La era de dos siglos de la Europa cristiana ha terminado. Aquel mundo en el que nació nuestra generación ha desaparecido. Se ha vuelto incomprensible no sólo para quienes nacieron después, sino también para nosotros, los viejos. Que los ancianos siempre recuerden tiempos mejores no es una razón válida para que nosotros, que sobrevivimos a los regímenes de Stalin, Roosevelt, Hitler y Franco, olvidemos esta despedida que nos ha tocado vivir.
Recuerdo el día en que envejecí para siempre. No puedo olvidar las nubes negras de marzo bajo el sol del atardecer ni el viñedo en el brezal de verano entre Plötzleinsdorf y Salmannsdorf, cerca de Viena, dos días antes del Anschluss.1 Hasta ese momento, para mí había sido algo evidente engendrar hijos en la vieja torre de la Isla Dálmata.2 Desde aquel paseo solitario eso me pareció imposible. A los doce años, antes de que se diera desde Berlín la orden de gasear a los locos en todo el Reich, había vivido la extracción del cuerpo del tejido de la historia.
Hablar entre nosotros de esta convulsión en la experiencia del mundo y de la muerte, es un privilegio de la generación que conoció el ayer. Creo, Hellmut, que escribo a alguien que sabe algo al respecto. El destino me hizo colega, consejero y amigo de mujeres y hombres más de una decena de años mayores que yo. Así aprendí a dejarme cultivar y educar por personas demasiado mayores que yo como para compartir conmigo la experiencia de la “descorporeización” [Entkörperung].
Por otra parte, nuestros estudiantes son todos hijos de la época de Guernica, Leipzig, Belsen y Los Álamos. El genocidio y el proyecto genoma, la muerte de los bosques y la hidroponía, los trasplantes de corazón y el medicidio3 asegurado, son igualmente insípidos, inodoros, intangibles y ajenos al mundo. El Adviento alrededor del cadáver de Erlangen4 celebra el desarraigo del no-hombre [Unmenschen] sin mundo. Nosotros que somos tan jóvenes y tan viejos como para haber experimentado el fin de la naturaleza y del mundo de los sentidos, deberíamos poder morir como casi nadie puede hacerlo.
Las cosas que han sido pueden perecer. Lo pasado puede ser recordado. Paul Celan lo sabía: de esta merma del mundo que vivimos no queda más que humo.5 Sólo el virtual drive de mi computadora me indica la señal de ese “desaparecer para siempre”, a través del cual se concibe la pérdida del mundo y de la carne. Lo mundano del mundo no yace como un muerto tras las líneas enemigas, ni como escombros en las capas más profundas del suelo. Ha desaparecido como una línea borrada en la memoria RAM.
Por eso nosotros, los septuagenarios, podemos ser testigos únicos, no sólo de nombres, sino de percepciones que ya nadie conoce. Muchos de los que se han mantenido en la brecha se han quebrado por ella. Conozco a muchos que por sí mismos han roto el hilo de la existencia antes de la bomba atómica, Auschwitz y el SIDA. En el fondo de sus corazones, y a la mitad de sus vidas, se han vuelto viejos verdes6 que se comportan como si el “Sistema”, que se ha vuelto un show, tuviera padres. Lo que en el Tercer Reich aún era propaganda que podía desvirtuarse por el rumor, ahora se vende como menú junto con un programa de computadora o la póliza de seguro, como asesoría para los estudios, para el duelo o para el tratamiento del cáncer, como terapia grupal para los afectados. Los ancianos pertenecemos a la generación de los pioneros de este disparate. Somos los últimos de una generación a través de la cual los sistemas de desarrollo, de la comunicación y de los servicios se han vuelto una necesidad mundial. La pérdida de lo sensible, que hace al mundo extraño, y la indefensión programada que hemos propiciado, eclipsan los residuos acumulados en nuestra generación en el cielo y en la tierra, en las aguas subterráneas y en la estratósfera.
Ocupábamos puestos clave cuando la televisión se apropió de la vida cotidiana. Yo mismo luché para que, contra viento y marea, los programas de la universidad se propagaran en cada plaza de pueblo de la isla de Puerto Rico. No sabía en ese entonces a qué grado se estrecharía el alcance de los sentidos, y el horizonte se atrincheraría en paneles de representaciones perfectamente gestionadas. No pensaba que pronto el pronóstico del tiempo de los programas vespertinos de la televisión europea captaría el colorido de nuestra primera mirada matinal desde la ventana. Por décadas fui impúdico con cosas inasibles, como miles de personas reducidas a una gráfica de barras. Desde enero, el recibo de mi cuenta del Chase Manhattan me llega decorado con un gráfico de barras: me permite comparar de un vistazo mis gastos en restaurantes y material de oficina. Mi conditio humana se interpreta a través de los cientos de minúsculos servicios informativos, administrativos, y de asesoramiento que se me ofrecen. Cuando hablé contigo, Hellmut, hace más de veinte años sobre este tema, no imaginaba que esos proyectos educativos se instalarían lisa y llanamente en toda la vida cotidiana.
La realidad sensible se hunde cada vez más en las diapositivas bajo los mandatos de la vista, el oído y el gusto. La educación hacia este desatino irreal comienza con manuales cuyo texto se ha reducido como piel de zapa7 a leyendas en recuadros gráficos, y termina con el aferramiento del moribundo a los alentadores resultados de sus análisis. La percepción del mundo y de nosotros mismos ha sido cubierta con abstracciones que excitan e invaden al alma como si fuesen cobertores de plástico. Me doy cuenta de esto cuando hablo a los jóvenes sobre la resurrección de la muerte: su dificultad no es la falta de confianza, sino la “descorporeización” de su percepción y de su vida, que constantemente se aleja de la carne.
En un mundo hostil a la muerte, tú y yo nos preparamos no para “llegar a ella”, sino para morir intransitivamente. En tu octogésimo cumpleaños, ¡celebremos la amistad en la que queremos alabar a Dios por la realidad sensible del mundo, al despedirnos de ésta!
Con gran aprecio,
Iván Illich