Cuerpos profanados

Olga Belmonte García

Dossier
Mediante un análisis del cuerpo y sus percepciones, la filósofa española Olga Belmonte García hace un penetrante análisis de las causas que llevan a la violencia y sobre las repercusiones que tiene en el cuerpo de las víctimas. Un texto fundamental para México donde la violencia y el desprecio se han normalizado y piden ser detenidos mediante la reivindicación de las víctimas y la resistencia. Entre los libros de Belmonte destacan La verdad habitable. Horizonte vital de la filosofía de Franz Rosenzweig, Herder, 2012 y Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética, Herder, 2022.

¿Tiene sitio el corazón para todo su dolor (y el nuestro),
para sus huesos rotos (y nuestra alma partida),
para su malestar (y nuestra vergüenza)?
Kopano Matlwa, Florescencia.

Somos cuerpo

La condición humana es corporal. En el cuerpo “el mundo se hace carne a través de un rostro singular” (Le Breton, 2021, 24); es la parte constitutiva de la existencia que permite habitar el mundo. La piel es su frontera, el límite con lo de fuera. Sin la carne no podríamos ser-en-el-mundo. La relación con el mundo está necesariamente mediada por el cuerpo, que no es un añadido a la existencia, sino el modo en que existimos. La vida emocional, sentimental, espiritual y el pensamiento están influídos por el modo de sentir el mundo y nuestro cuerpo. 

El cuerpo es, según Le Breton, un “filtro semántico”. El mundo tiene sentido en la medida y en función de cómo se siente y se transita. La sensibilidad abre así sentidos en el camino, en forma de significados y direcciones. No podemos sentirlo todo ni asimilar todo lo que sentimos. Por eso necesitamos seleccionar y ordenar la información, para dar sentido al mundo en el que vivimos. Lo real desborda hasta tal punto lo que podemos nombrar y comprender que la mayor parte del tiempo dejamos de percibir lo que nos rodea, salvo que algo despierte nuestra atención. Percibir es atender y para ello no basta con abrir los ojos, hay que aprender a mirar y comprender lo que se ve.

La percepción es ya una cosmovisión, de modo que no captamos lo real, sino su significado (socialmente construido). Los sentidos no son ventanas o espejos del mundo, son “filtros que retienen en su tamiz lo que el individuo ha aprendido a poner” (Le Breton, 2010, 50). Nuestro universo sensorial, cada experiencia corporal y afectiva, depende de nuestra cosmovisión, del contexto, del estatus socioeconómico, de la propia historia, del género…, del repertorio cultural heredado y de la propia sensibilidad. Así como aprendemos una lengua para hablar, asimilamos un código sensorial con el que interpretamos el mundo. Los desencuentros no son sólo un problema de interpretación, son un problema de mundo (no) compartido. Podemos incorporar nuevos códigos, de la misma forma que aprendemos nuevas lenguas. 

El cuerpo es la materia de la identidad: gracias a ella somos vistos, reconocidos e identificados socialmente. Es una realidad personal con una dimensión relacional que incorpora las huellas de los otros. Tiene una historia y un origen que no recordamos, aunque influye en quienes somos, y que sólo pueden narrar otros. Como señala Lévinas, llegamos tarde a nosotros mismos, pues cuando tomamos conciencia de quiénes somos han sucedido muchas cosas de las que no podemos dar cuenta. 

La ritualización de los cuerpos

Nacemos prematuramente, antes de que se hayan desarrollado nuestro instinto de supervivencia y nuestras capacidades de adaptación al medio. Por eso, desde el principio necesitamos que nos cuiden y nos transmitan un marco cultural para interpretar el mundo. La cosmovisión y la antropología establecida como norma marcan cómo y cuándo pueden aparecer y actuar los cuerpos que somos. Los significados y las normas nos moldean, pero pueden cuestionarse.

La corporalidad nos hace vulnerables y nos constituye políticamente, pues nos expone a la mirada del otro y a la posibilidad de la aprobación, la hospitalidad, la indiferencia o la violencia. El “entre” que separa nuestros cuerpos se genera en los encuentros, recrea el espacio político y es la base de las obligaciones morales. La respuesta ante el desamparo inicial es muy distinta en unas vidas y en otras, lo que provoca una distribución desigual de la vulnerabilidad: el reconocimiento social y la presencia pública dependen de la regulación de los cuerpos, de los gestos o de los desplazamientos. 

El conocimiento del mundo, de los demás y de sí mismo se da, por tanto, a partir de prácticas sociales materializadas en el cuerpo. Las percepciones, las emociones y los afectos se moldean social y culturalmente, aunque haya también una apropiación personal. En cada cultura hay expectativas corporales que indican cómo hay que comportarse, moverse; se definen los cuerpos válidos, los prohibidos, los deseables… Hay además un repertorio de emociones que se considera adecuado para cada persona, en función de su clase social, edad, sexo, procedencia… La expresión de las emociones no siempre refleja lo que sentimos individualmente, sino lo que socialmente hemos aprendido que nos corresponde sentir o no, expresar o no.

La educación permite apropiarse de los registros culturales y del orden simbólico que vuelve comprensible el mundo y la relación con otros. Su objetivo es lograr una triple integración: la personal (apropiación personal de las vivencias), la social (participación en el grupo de pertenencia) y la cultural (incorporación de un sistema de sentido y de valores). La persona imita e incorpora lo que “se debe hacer” o lo que se debe respetar, dependiendo de su comunidad. Lo que se considera natural o normal es una construcción social y cultural. 

La vida cotidiana es el “yacimiento familiar del sentido” (Le Breton, 2021, 151), en el que se cimienta la identidad individual y colectiva. En los rituales cotidianos hay un uso ordenado del cuerpo, una arquitectura de gestos y de percepciones aprendidas que tranquilizan y evitan el esfuerzo de la vigilancia y la alerta ante lo desconocido e imprevisible. Todo ello juega un papel importante en el sentimiento de pertenencia y de seguridad. 

Las normas heredadas no nos determinan, pero son el marco de referencia desde el que nos reconocemos y desde el que tomamos decisiones. Cuestionar este marco implica cuestionarse a sí mismo. Una vez integradas, las modalidades del cuerpo se vuelven intuitivas. Mientras se vive dentro de los límites de la definición social de la presencia corporal, se produce lo que Le Breton llama un “borramiento ritualizado del cuerpo”. Por eso en el automatismo cotidiano de los gestos aprendidos, el cuerpo es transparente para quien lo habita; permanece invisible hasta que falla, duele, enferma o es dañado.

Cada cultura delimita de forma distinta lo humano y lo que se considera una vida vivible o no. El cuestionamiento de los marcos establecidos provoca incomodidad, vergüenza, miedo… Hay nociones de lo humano que se toman como pretexto para violentar a los “otros”, bien sea patologizándolos, estigmatizándolos, ignorándolos o atentando contra ellos. Las vidas que no se consideran vivibles son negadas, lo que implica que la violencia contra ellas sea también silenciada o justificada. Como afirma Butler, somos responsables de la violencia que nace de una concepción clausurada de lo humano.

Otros cuerpos

La percepción sensorial y los estados afectivos son personales, pero construidos socialmente. Aprendemos con y de otros a comunicarnos y a formar parte de la comunidad. En los encuentros la visión es un sentido privilegiado, pues la mirada marca el modo en que nos leemos e interpretamos mutuamente. Esta relación se da en los límites del marco social que modula el aparecer de los cuerpos y la representación de los rostros. 

La presencia arraiga en la mirada, que es una ventana a la propia intimidad y el testimonio de la disposición emocional. Del cruce de miradas, de la voz y los gestos dependen el tono y la calidad de la presencia y de los encuentros. En una mirada se puede leer la simpatía, la confianza, la empatía o, todo lo contrario, por eso a veces revela más que el contenido de la conversación. El encuentro con la alteridad depende de lo que “dicen” los rostros.

En una comunidad normalmente es más visible quien sale de su marco. La anomalía, lo peculiar, provoca incomodidad o malestar porque no se puede categorizar ni, por tanto, controlar. Cuando la alteración (la alteridad) se estigmatiza, entonces se rechaza, se menosprecia o se recibe con una burla. Pero el estigma no es un rasgo del cuerpo en particular o del sujeto en general, es el resultado de la interacción social y de un modo de leer la diferencia; es un añadido de quien mira. 

La discapacidad, por ejemplo, es una categoría relacional que se define socialmente, a partir de una determinada concepción de la capacidad. Aunque el discurso social reconozca a las personas con discapacidad para que no sufran un rechazo directo, hay gestos y barreras sociales y arquitectónicas que las excluyen. La relación con ellas oscila entre la compasión y el distanciamiento o rechazo, lo que las sitúa dentro y fuera de la sociedad: “su humanidad no genera duda y, sin embargo, quebranta la idea habitual del humano” (Le Breton, 2021, 202). 

Esto ocurre porque la anomalía no se deja ritualizar, porque lo desconocido no puede normalizarse, porque los cuerpos diferentes desbordan y defraudan los sistemas de expectativa y de creación de hábitos. Lejos de aceptar la existencia de otros cuerpos no normativos o domesticables, se pacta cómo se debe interactuar cuando se está al margen de las referencias habituales. Es decir, se intenta controlar la forma de incumplir la norma definiendo cómo hay que comportarse cuando se tiene una determinada discapacidad. 

En algunas sociedades los cuerpos envejecidos también son estigmatizados, porque, además de que recuerdan la fragilidad y la finitud humanas, salen del marco de la productividad. Se piensa que perder juventud es perder valor social. No se vincula el envejecimiento con la plenitud y la culminación de la vida, sino con la pérdida y el duelo. Las personas mayores son reducidas a su cuerpo, a lo que (ya) no pueden hacer y a lo que dejan de ser. En el envejecimiento el tiempo se incorpora lentamente al rostro, a los gestos, a la piel, por eso la conciencia de que se ha envejecido llega normalmente con el juicio y la mirada externa. 

El rechazo de la vejez varía dependiendo de la cultura, la clase social o el entorno familiar. En la cultura patriarcal lo sufren más las mujeres. Para los hombres, a quienes se juzga por sus obras, envejecer es un cambio de intensidad en el vínculo con un mundo en el que siguen siendo activos. Para ellas, a las que se les percibe como sujetos pasivos, envejecer, en cambio, es degradarse, porque su valor depende de la apariencia: “La mujer está rodeada por una infinidad de espejos que la juzgan, comenzando por su propia mirada que interioriza la evaluación despiadada de los otros” (Le Breton, 2021, 229).

También sufren cierto rechazo los cuerpos enfermos. Los avances tecnológicos se aplican al cuerpo para mantenerlo sano, a salvo de la muerte. Se intenta corregir todo lo que en él se considera un obstáculo, un lastre, desde una concepción fragmentada del cuerpo, que lo reduce a un conjunto de órganos que pueden repararse. El ideal es el cuerpo que funciona como una máquina. Olvidamos que la máquina puede escapar de la muerte, pero el cuerpo no; que podemos intervenir en el cuerpo, pero no en su condición precaria.

El desarrollo tecnológico aplicado a los diagnósticos y a las intervenciones no se traduce necesariamente en una mejora en el tratamiento de las personas enfermas, porque curar a una persona no es reparar una máquina. El dolor de la carne implica un sufrimiento vital, por eso a quien no comprende el sentido de su dolencia se le escapa el sentido de su vida. Es preciso, por ello, humanizar los procesos terapéuticos y el modo de afrontar las enfermedades terminales.

La medicina centrada en curar cada parte enferma pierde de vista a la persona como un todo: poda su interioridad, ignora su historia. Le Breton comprende que este tipo de medicina no enseña a morir, sino a huir de la muerte, desvinculándola, como a la vejez, de la condición humana. Esto nos deja sin herramientas para acompañar la muerte y afrontarla cuando es inevitable. Tras la muerte, el cuerpo que queda no es una cáscara, la persona está presente en él, aunque de un modo enigmático al que cada cultura da un sentido distinto. 

Necesitamos acompañar la pérdida con gestos y significados compartidos. Los rituales automatizados y predecibles permiten gestionar socialmente la muerte, pero no integrarla personalmente. El ritual descarnado no cubre, más bien, encubre lo que celebra. Podemos decir que quien muere no está presente en esos rituales, pero sí en la memoria del cuerpo: hay sensaciones, olores, palabras, paisajes que recuerdan a esa persona, su rostro y su piel: a pesar de su muerte, dice Sara Torres, “mi madre está viva porque mi olfato, despierto, la encuentra” (Torres, 2022, 29).

Hay marcos de referencia que nos humanizan y otros que nos deshumanizan, señalando los cuerpos socialmente aceptados y los que son rechazados o discriminados por las razones señaladas y también por otras como el color de la piel, el peso, el lugar de procedencia... Cada marco (de)limita las posibilidades del reconocimiento, de modo que nunca podemos dar una respuesta definitiva a la pregunta de quiénes somos o quién es el otro. Si no somos conscientes de este límite, damos por hecho que los marcos nos definen, que son naturales e invariables y en virtud de ellos nos (pre)juzgamos y sentenciamos nuestras vidas, pronunciando sentencias sobre ellas. 

El modo en que nos representamos nuestros rostros y nos “leemos” depende, por tanto, de nuestro marco cultural, moral, religioso… y de nuestro modo de integrarlo. El rechazo, la discriminación, el odio, el racismo, etc., no son respuestas irracionales basadas en un supuesto instinto natural; son fruto de una determinada cosmovisión y de una concepción de la alteridad. La mirada ética consiste en ser capaz de ver la humanidad de otra persona, aunque no cumpla con nuestras normas de reconocimiento heredadas.

Cuerpos profanados

Necesitamos al otro para que el mundo tenga sentido y precisamente por eso también está en su mano que no sea así. Tenemos la capacidad de acariciar, de ir más allá del tacto, yendo de lo visible al misterio. En palabras de Lévinas, la caricia busca, pero no sabe el qué. Su objeto no es el contacto con la piel, sino lo que está siempre por venir: una promesa sin contenido, que se alimenta de su propia hambre. La caricia no domina al otro, lo desea o lo cuida, dejándolo ser. El golpe, en cambio, se apodera de la persona, arrebatándole su lugar en el mundo y su sentido. 

Partiendo de Lévinas, podemos entender la violencia en un sentido amplio como no dejar ser, bien sea negando, dañando o aniquilando a la persona. El rostro de quien se considera enemigo se deshumaniza y por eso no despierta empatía. Esto permite no reconocer o justificar la violencia que sufre. En la raíz de esta deshumanización puede haber una amenaza real o imaginaria. La percepción de determinados rostros como una representación del mal es fruto muchas veces de una construcción social (y política) que se transmite y normaliza. 

Para quien sufre violencia, la vida cotidiana deja de ser un espacio de seguridad; desaparece la familiaridad del mundo, mientras que la desconfianza y el miedo lo llenan todo. Cuando el cuerpo (vivo) de una persona es profanado por la acción de otra, cae la confianza en el ser humano y el mundo se convierte en un lugar inhóspito. Kopano Matlwa, violada por varios hombres, lo expresa así: “El suelo se hundió bajo mis pies y caí, luego se cayó el cielo, luego todo el universo se desmoronó y me aplastó, el cielo, el suelo…” (Matlwa, 2022, 91).

La violencia sufrida provoca una ruptura sensorial y significativa respecto de la realidad que expulsa a la víctima de su mundo y la desposee de sí misma, mientras todo continúa funcionando como si nada hubiera ocurrido: “Han seguido comprando, comiendo, riendo, amando, jugando y bebiendo vino. Mientras me partían la carne en dos, luego en cuatro, luego en ocho pedazos” (Matlwa, 2022, 97). Esta experiencia abre un abismo respecto de los otros, lo que dificulta que comprendan lo que se ha vivido y lo que eso ha supuesto. Se derrumba el puente de comunicación construido con el universo de significados y el mundo compartido. 

La disociación, es decir, creer que sólo es el cuerpo el que sufre y no quien lo habita, permite sobrevivir a la victimización, pero no regresar a la vida. Se permanece en un “no lugar” interno, porque el propio cuerpo resulta inhabitable. Esto desconecta del momento presente y de los demás. La víctima se vive al margen del mundo, lejos de todos, extranjera en su propio cuerpo y en su propio lenguaje, sin capacidad de regresar del todo a donde ya está físicamente, para recomponer su vida. Esta experiencia enmudece y por esa razón queda normalmente oculta tras un velo difícil de rasgar (y puede permanecer siempre así). 

La profanación del cuerpo es más explícita en la violencia física directa, como puede darse en la tortura o en las distintas formas de violencia sexual. El allanamiento del cuerpo es la forma más violenta y extrema de dominar a una persona, de lesionar su dignidad y desacralizarla. Expresa la soberanía del verdugo sobre la víctima, también tras la experiencia. Como afirma Di Cesare, la víctima sigue vinculada al verdugo, que la persigue doblemente, en el pasado y en el presente, devorándola por dentro, aunque ya no sea una presencia externa, porque permanece imborrable también en la memoria del cuerpo.

La experiencia traumática es como un rayo que revienta el cuadro de luces que enciende nuestras palabras. Deja lo ocurrido en la oscuridad, en un lugar inaccesible; sigue presente en el cuerpo, incrustado en la carne, pero al margen de la palabra. La huella del trauma permanece imborrable, “intocada por las palabras y por el paso del tiempo” (Leguil, 2023, 109). El silencio muestra que se está tan lejos de sí mismo y de los demás que no se tiene acceso al puente lingüístico que los une. El silencio de la víctima no le arrebata la verdad, le despoja de su soberanía. Por eso no se le puede exigir que se resista o grite en ese momento o que hable después, porque no puede.

El término “tortura” se refería originalmente a cuando el médico retorcía (torquere) un hueso dislocado para volverlo a su sitio. El Estado, en este sentido, torturaba a los miembros que no encajaban (todavía hoy en algunos lugares), para restablecer el equilibrio. Se consideraba que la disidencia del criminal provocaba “un desmembramiento del cuerpo social” que podía castigarse con “el desmembramiento de su propio cuerpo” (Le Breton, 2021, 62). Pero con la tortura nunca se puede hacer justicia, pues se basa en el desequilibrio del poder. Es decir, tortura quien tiene el poder, no quien tiene la razón. 

La tortura es un ritual que defiende la soberanía de posibles enemigos, inscribiéndola en el cuerpo torturado. En ella la víctima experimenta al otro como la soberanía absoluta, que la destruye a ella y a su mundo previo. El dolor irradia desde la carne hacia todas las dimensiones de la existencia. La invasión física termina siendo una aniquilación total: en la tortura la víctima experimenta el “espanto existencial” (Améry, 2001, 92). Jan Améry, superviviente de Auschwitz, decía que en la tortura el primer golpe trae como mensaje el desamparo, la experiencia de que el mundo no es tu casa, la pérdida de la confianza en él y en la bondad del ser humano. 

El verdugo no empatiza con la víctima porque previamente la ha deshumanizado, reduciendo su cuerpo a un pedazo de carne, para arrancarle su secreto, extirparle su yo. El verdugo anula la alteridad de la víctima, ocupando su cuerpo y su mundo; aniquila su humanidad invadiendo sus fronteras interiores. La víctima queda sometida a la voluntad del verdugo y encadenada a su propio cuerpo, del que no puede escapar; queda encerrada en su carne doliente. La supervivencia pasa por desvincularse del propio cuerpo.

El objetivo de la tortura es el sufrimiento y el sometimiento al poder, no la muerte. Hay en ella un cálculo para destruir sin aniquilar. Se tortura a la medida de lo que se busca, que es dominar a la víctima. Precisamente para ella la muerte es una aliada, pues supondría el fin del sufrimiento. Quien sobrevive a la tortura, sobrevive a su propia muerte, pero sin volver del todo a la vida. El sufrimiento queda adherido a la víctima, que se siente muerta en vida. Cuando alguien muere, quien sufre su pérdida debe atravesar el duelo. Lo que le ocurre a la víctima es que debe realizar ese duelo respecto de sí misma y respecto de quién hubiera sido de no haber tenido esa experiencia. 

En la violación y en el abuso sexual el victimario también profana el cuerpo de la víctima, provocando una deflagración que la expulsa de sí misma y la secuestra: le impide resistirse en ese momento (bien por la violencia o por la manipulación) y reconocerse después. Matlwa se pregunta: “¿Quiénes son estos terroristas que han invadido mi sangre, que han asaltado mi cuerpo?” (Matlwa, 2022, 93). La experiencia enmudece a quien la sufre: “De repente algo se resquebrajó, sacudió el suelo bajo mis pies y me hizo desaparecer, como si hubiera caído en un pozo sin fondo (…). Me encontré privada de mí, sin voz, gritando mi angustia o callando mi terror” (Leguil, 2023, 93).

La víctima es expulsada de su cuerpo, pero la existencia es corporal, por lo que queda a la vez encarcelada en un cuerpo que no reconoce como propio. Un cuerpo que duele es como una prisión: “Siento como si me ahogase dentro de mí ¿Es eso posible? ¿Ahogarse en la misma sangre que te corre por las venas? Siento que el aire de los pulmones me asfixia, como si hubiese una pequeña yo dentro de la más grande que luchara para no hundirse. En lo más profundo de mi interior hay algo que necesita ayuda. Algo en apuros grita, jadea, agoniza”. Matlwa (2022) siente como si un “voraz incendio” le quemase por dentro y no pudiera acercarse más para extinguirlo (30, 51).

En los cuerpos de las víctimas suceden cosas con las que no se está de acuerdo, pero que pasan a formar parte de él. Las huellas físicas y psíquicas del trauma sexual no se borran, aunque se las rechace. El hecho de no aceptarlas, de vivir el trauma como un intruso en mí, vuelve extraño el propio cuerpo y por eso se rechaza de forma explícita o con rodeos (difíciles de detectar también para quien los da). La enajenación respecto del propio cuerpo puede agravarse en el abuso sexual infantil (ASI), porque se tiene que reconocer la transformación del propio cuerpo justo cuando resulta más ajeno (provoca vergüenza y asco).

El trauma psíquico anida en el cuerpo. Las heridas físicas cicatrizan, pero no puede disimularse el recuerdo cuando cada día carcome por dentro. La víctima no puede dejar de contarse lo que tiene grabado en la memoria, también en el cuerpo en forma de olores, sonidos, imágenes, texturas... A veces el olvido la rescata de ese infierno y le permite sobrevivir, pero el viejo trauma asoma con cada nuevo síntoma. Lo que para los agresores es un momento puntual del pasado, para las víctimas es un presente continuo, una escena inscrita en la memoria del cuerpo. El agresor puede continuar con su vida, mientras que la víctima es otra para siempre.

La incorporación de lo sucedido en la historia personal y la recuperación del vínculo con la vida a veces pasa por rescatarlo de la memoria a través de la palabra. Otras veces son las conductas, las actitudes, los gestos, las miradas, las que comunican sin palabras lo sufrido, especialmente cuando sucede en la infancia. Como sociedad deberíamos atender a este lenguaje sin palabras, sobre todo cuando quien lo expresa no le ha dado tiempo de aprender el nuestro. El cuerpo “queda como testimonio de la verdad de lo sucedido […]. A partir de este cuerpo marcado por la experiencia de un encuentro que ha dejado en él jeroglíficos ilegibles y dolorosos, huellas del acontecimiento traumático, el sujeto puede esforzarse por leer el enigma del trauma” (Leguil, 2023, 55). 

El testimonio permite “articular lo que el poder ha desarticulado” (Di Cesare, 2018, 133) y restaurar en parte el puente que vincula con la comunidad, con el mundo y con el propio cuerpo. No se puede cambiar el pasado, por lo que hay que elaborar un duelo por la pérdida del propio yo. Para lograrlo ayuda utilizar la primera persona y decir “me torturaron”, “sufrí abusos”, o “me violaron”. Pero Matlwa (2022) duda sobre la conjugación temporal del verbo. ¿Decirlo en pasado significa que hoy ya no sucede?: “cuando se trata de nuestra propia vida y la estamos viviendo, la distinción nunca es tan clara. Me siguen violando incluso ahora, aunque no me estén violando. No sé cuándo se detuvo una y empezó la otra. Me violan” (92).

Muchas víctimas son silenciadas en vida hasta que sus cuerpos hablan tras su muerte. Esto debería indignarnos y con-movernos, como le ocurre a la abogada Carla Vall (2018): “no soporto que se necesite un cuerpo muerto para creer a las víctimas: quiero que los cuerpos vivos de los cuales todavía puede salir una voz sean escuchados” (46). Es importante conocer la situación de las víctimas que enmudecen o que se las obliga a callar, sin olvidar que tienen su voz. 

De la violencia sexual no se habla o porque es un tabú o porque no se tienen palabras, pero precisamente porque no aprendemos a nombrar lo que socialmente se rechaza. La profanación del cuerpo condena individual y socialmente al silencio. Nombrar permite reconocer que vivimos en una sociedad en la que estas atrocidades se cometen y se sufren y nos deja sin la coartada de que no lo sabíamos. No hay que exigir a las víctimas que hablen, pero quienes trabajan con las palabras pueden ayudar a cambiar lo que a ellas les impide tenerlas o pronunciarlas. 

Decir el trauma las vincula al mundo del que fueron expulsadas. Es como si cada palabra fuese asegurando y amarrando la línea de vida a la que aferrarse en las paredes del abismo en el que cayeron, para salir de él. Las palabras y las metáforas nombran, pero el arte también permite expresar, esculpir en la materia lo que irrumpió en la carne, mostrar la tonalidad de una vida dañada, moldear emociones, edificar una ausencia, conmemorar el duelo y asomarnos a ese lado de la realidad que nos enmudece. Además de resignificar lo ocurrido, hay que recuperar la capacidad de desear cuando ha sido arrasada, pues es lo que vincula con la vida: el deseo de vivirla; “dejarse sorprender por el deseo como por un amanecer” (Leguil, 2023, 151).

Los manifiestos colectivos y las explicaciones teóricas son importantes, siempre que no silencien las historias concretas, pues hay experiencias singulares que no pueden conjugarse en plural. Ocupar el espacio de enunciación de las víctimas las revictimiza, porque se habla en su lugar, en vez de facilitar que lo tengan. La violencia sexual no la sufren solo las mujeres, pero sí la padecen especialmente ellas, sobre todo en la edad adulta. Movimientos como el #MeToo han ayudado a romper el silencio, han colectivizado la lucha contra la profanación y la apropiación sistemática de sus cuerpos. El encuentro con otras víctimas permite sentir que se pertenece a un “nosotras” en el que el sinsentido y el desconcierto se comparten. Por eso cuando conocen otros testimonios algo en ellas se conmueve, como si las palabras reescribiesen (y suturasen) en su interior lo que vivieron. 

El análisis de las razones de la victimización implica atender las decisiones y acciones del victimario, las circunstancias y la situación de la víctima. No se trata de justificar la acción del victimario a partir del contexto, sino de comprender el fenómeno de la victimización en toda su complejidad, sobre todo si se quiere evitar en el futuro. Para que los victimarios y los cómplices se responsabilicen de sus actos, también es importante la elaboración y la narración de lo que han hecho o dejado de hacer. Quien asume la culpa se siente interpelado por el marco moral que ha transgredido, pero, sobre todo, por la víctima. Dar cuenta de sí mismo es responder por los propios actos, rendir cuentas por el daño causado.

La cultura de la violación lleva a explicar lo sucedido culpando a la víctima, no solo por lo sufrido, sino por el modo de sobrellevarlo: si no actúa como una víctima (llora, está triste, etc.), entonces no lo es. Pero ¿cómo debe comportarse una víctima? Reconocerse víctima tiene un costo personal y social enorme. Para seguir viviendo a veces se necesita ocultar lo sucedido, comportarse como si nada hubiera cambiado, por eso la negación o la disociación son muy comunes tras una experiencia traumática. Pero que una persona no “parezca” una víctima no significa que no lo sea, de la misma forma que hay victimarios que no se comportan como tales y lo son.

La cosmovisión, la tradición cultural y religiosa influyen en el tipo de daño que se comete y condicionan las respuestas ante las víctimas, pero la atención al origen estructural del daño no oculta el hecho de que quien lo sufre y quienes lo cometen o justifican son personas concretas. Nuestros actos están condicionados, pero no determinados, por lo que hay culpa y responsabilidad individual y colectiva: “Que los acontecimientos no puedan comprenderse sin su historia no significa que el análisis histórico sirva de justificación moral de los actos” (Butler, 2006, 43). Una sociedad que no mira y escucha a las víctimas, también en sus silencios, ni denuncia a sus verdugos, está inmunizada ante el sufrimiento ajeno y expuesta al germen de la barbarie.

Epílogo

¿Cómo resistir al triunfo de la barbarie en sus expresiones individuales y colectivas? La no indiferencia ante el sufrimiento ajeno y la solidaridad son fundamentales para lograrlo. Debemos responder ante el silencio o el grito desgarrado de las víctimas con la palabra que denuncia en singular y en plural. Hay palabras que dañan, pero también las hay que cuidan, sanan y señalan un camino: “La palabra esencial se curva sobre la herida infinita, haciéndose venda y vela. Venda para la herida y vela para la intemperie” (Esquirol, 2021, 114).

Normalmente vivimos como si fuésemos autosuficientes y como si el otro no existiese o fuese un obstáculo o un medio que usar para alcanzar nuestras metas, pero lo primordial cuando llegamos al mundo es el cuidado que nos mantiene vivos. Lo humano se define por la vulnerabilidad y la sociabilidad. En cambio, la frialdad, la indiferencia y la desconfianza mutua nos deshumanizan y ponen en peligro nuestra existencia. Para afrontar la vulnerabilidad y evitar la deshumanización tenemos que reconocernos interdependientes. 

La vulnerabilidad compartida nos implica inevitablemente en un problema político: decidir cómo afrontarla. El objetivo no debería ser vivir como si no nos necesitásemos, sino crear las condiciones sociales, económicas y políticas que hagan posible una vida vivible sobre la base de la interdependencia. Pero el reconocimiento de la vulnerabilidad debe ser recíproco: reconocer la propia y la ajena, para que quienes no se reconocen vulnerables no se aprovechen de la vulnerabilidad ajena. De este mutuo reconocimiento nace la responsabilidad colectiva. 

Judith Butler propone una nueva política del cuerpo que concibe la interdependencia como un elemento político del que nace una exigencia ética: el reconocimiento del valor de todas las vidas, porque una vida necesita algo más que sobrevivir para ser una vida vivible. La vida se da siempre en un cuerpo, por lo que defenderla implica la presencia corporal, la visibilidad y el reconocimiento social. Estar en el espacio público como cuerpo presente (vivo) es un acto político que defiende el derecho a ser, a existir, y a tener derechos.

La lucha contra la violencia no exige compartir los mismos parámetros culturales, religiosos o epistemológicos. La vida es demasiado compleja para encajar en nuestras categorías, pero no es necesario caber en ellas para defenderla. Lo que nos une no es nuestra racionalidad o nuestras cosmovisiones, pues son distintas, sino el hecho de estar expuestos unos a otros y a la muerte: la interdependencia, la sociabilidad, la corporalidad, la vulnerabilidad... Si el pensamiento (y el discurso teórico) olvida esto, olvida lo que lo hace posible y lo sostiene. 

Hablar es un acto, pero no todo puede hacerse con las palabras. Por eso, nombrar lo que duele no alivia el dolor, aunque ayuda a visibilizarlo. Denunciar que hay que derribar muros tampoco permite atravesarlos. La lucha contra las injusticias requiere de una resistencia verbal y también física: modificar discursos, pero también las dinámicas, las estructuras… No basta con decir no a la violencia, debemos cambiar la forma de relacionarnos para “corporeizar, aunque sea provisionalmente, la alternativa por la que se lucha” (Butler, 2017, 188). 

Tener esperanza es esperar con paciencia el cumplimiento de una promesa, sabiendo que ni todo es posible, ni todo se ha logrado. No todo está bien, pero podemos comprometernos en la lucha por un mundo más justo y en paz. La resistencia ética nace de la esperanza en la promesa de más hospitalidad y más humanidad, sobre todo para quienes sufren la expulsión del mundo y la profanación de sus cuerpos. 

Referencias 

Butler, J. (2006). Vida precaria. El poder, el duelo y la violencia. Paidós, España. 

Butler, J.( 2017). Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de

las emociones, Paidós, España. 

Di Cesare, D. (2018). Tortura. Gedisa, España.

Esquirol, J. M. Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita. Acantilado, España.

Le Breton, D. (2021). Antropología del cuerpo y modernidad. Argentina.

Le Breton, D. (2010). Cuerpo sensible. Chile.

Leguil, C. (2023). Ceder no es consentir. NED Ediciones, España.

Matlwa. K. (2022). Florescencia. Alpha Decay, España.

Torres, S. (2022). Lo que hay. Reservoir Books, España.

Vall i Duran, C. (2024). No mentiràs. Fragmenta Editorial, Barcelona.

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