Traducción de Jean Robert.
A partir del análisis de las dolencias de las mujeres en el siglo XVIII, Bárbara Duden, médico, historiadora del género y profesora emérita en el Institut für Soziologie, Universität Hannover, nos presenta, contra el cuerpo diagnosticado de la modernidad, una penetrante aproximación a una historia del yo como experiencia encarnada. Aunque el texto se escribió en 2000 para abrir la conferencia “Huellas del pasado, huellas del presente”, acaecida en Aarhus, Dinamarca, y se publicó en el número 55 de la revista Ixtus en 2006, su vigencia sigue siendo absoluta.
La importante obra de Bárbara Duden no ha sido todavía traducida al español.
Hacia una somatología histórica
Hace dos decenios, quise emprender una bibliografía comentada de todo lo que se había escrito sobre la “historia del cuerpo”. Rastreé toda suerte de catálogos históricos y guías bibliográficas y lo que encontré llenó un grueso libro.1 Sin embargo, no encontré un sólo índice que reconociera el “cuerpo” como un tema. Eso cambió. Dos decenios después abundan los textos clasificados bajo la rúbrica “cuerpo”.2 Toda una literatura histórica trata ahora de la “construcción” del cuerpo en las relaciones de poder, la moda, la moral, la medicina o el mobiliario. Otra rama de la misma literatura comenta la representación del cuerpo en la escultura, la pintura, la danza, el vestuario y el tatuaje. Las funciones corporales, su simbolismo e interpretación se han vuelto sujetos legítimos de estudios históricos. Si tuviera que usar mis criterios de hace veinte años, mi ya para entonces grueso libro llenaría todo el estante de una biblioteca.
Hoy, mis criterios han cambiado. Mi campo de investigación se ha hecho más preciso: me concentro en aquellas fuentes históricas que dan testimonio de lo que llamo la autocepción somática peculiar de una época. Menos preciso, mi propósito inicial era entender “el cuerpo” como la expresión más típica de la experiencia propia de un tiempo determinado. Hoy, se ha transformado en lo que llamo una somatología histórica. Con este término designo una investigación del referente somático de la “primera persona del presente”: la carne y la sangre, la substancia de la palabra que dice “yo”. Trato de recobrar la presencia experimentada hacia la cual apunta la o el que dice “yo”. Me enfoco en las características de la presencia sentida a la cual el hablante atribuye lo que dice o hace. Hago esto como una historiadora atenta a la historia de estos rasgos particulares. Lo que intento hacer es una exégesis del “cuerpo” como la última substancia (stuff).
Esta substancia en la cual el sujeto está presente y se percibe como tal y a la cual refiere el pronombre de la primera persona del singular es algo que le es muy peculiar (es algo muy suyo). Es el concretissimum, aquello que no puede abstraerse. Algo que no puede reducirse a las meras palabras de quien habla, como Aristóteles ya lo había notado3 en oposición a su maestro Platón. Es algo que sólo puede entenderse por mimesis y por lo tanto permanece opaco a las investigaciones humanísticas categóricas.
Cuando lancé las primeras cabezas de puente hacia el territorio aún desconocido de la búsqueda del cuerpo histórico, no sospechaba que eso me iba a transformar en una cazadora de gatos de Cheshire, en una Alicia en busca del pasado en la selva que se encuentra del otro lado del espejo.
No tenía idea de cuán incómodo podría ser el hacer la historia de las substancias propias del cuerpo. Hay que advertir además que, a fines de los setenta, el anhelo posmoderno de fundir el cuerpo con un texto, la carne con el llamado genoma, la mujer con una construcción social apenas despuntaba.
Confiar en la autocepción más que en cualquier otra forma de conocimiento
Quiero contribuir a una historia del cuerpo que parta de la autopercepción o autocepción considerada como una krasis, es decir, una mezcla proporcionada de substancias humorales. Quiero, además, tomar esta autopercepción en serio y confiar en ella más que en todas otras formas de conocimiento. La experiencia me ha enseñado que tal propósito molesta a la academia aún más que, hace un par de decenios, el proyecto menos preciso de una simple historia del cuerpo. Así, cada vez que no puedo evitar involucrarme en conversaciones académicas sobre cuestiones relativas al cuerpo y a sus substancias, trato de ser discreta.
Hoy, ustedes me invitan a enfrentar estas materias abiertamente y esta franqueza es la razón por la cual acepté su invitación. Me ofrecen una oportunidad poco común de explayarme. Esta reunión tiene el propósito de fijar límites al “texto”.
El cuerpo, último horizonte de la Historia
Defenderé la tesis de que “el cuerpo” es el horizonte inasequible del historiador que, a fin de mantenerse en el ámbito de lo verificable, excluye toda mimesis poética de sus análisis. Para mí, en cambio, “este cuerpo que alguna vez fue” es simultáneamente 1) el último testigo —el más central y a la vez el más primoroso— de lo que se puede encontrar en las fuentes y 2) algo que no puede ser codificado como lo que llamamos “un texto”. Todo parece indicar que una condición de posibilidad del tipo de historia que se volvió canónico es la desencarnación cultural. Este cuerpo “que fue una vez”, el cuerpo efervescente que fluye y borbolla, se derrama y chorrea, tuvo que desaparecer de una cultura cuyas estructuras, taxis (orden vital) y textos han caído bajo control gubernamental. El “texto-como-código” comprobó ser el mejor cedazo por el cual pasar el cuerpo a fin de limpiar el pasado revisado por los historiadores de sus humores.
Mi búsqueda del “cuerpo auto-percibido” de otras épocas hubiera podido limitarse a ser una retrodicción, es decir, una historia que hace de los hechos pasados antecedentes del presente: una historia que culminaría, por ejemplo, en la aceptación y la auto-atribución de un cuerpo diagnosticado, en otras palabras: en una desencarnación del yo humoral. La tarea que emprendí reveló ser mucho más difícil. Entrené mi oído a oír los lamentos de mujeres del siglo XVIII; traté de afinar mi cuerpo con los conflictos trágicos debidos al choque entre los flujos interiores y exteriores.
Historia del cuerpo e historia del texto
Mientras tanto, mantenía contactos estrechos con colegas cuyo tema no era la historia del cuerpo, sino la del texto. Ludolf Kuchenbuch atrajo mi atención sobre la ausencia de una historia sustantiva de la idea de texto y ambos coincidimos en que esta ausencia es paralela a la falta de interés de los historiadores por el cuerpo —a la falta de aquella “historia del cuerpo” que era mi propósito inicial.
Mientras tanto, Iván Illich estudiaba cómo las voces paginarum fueron calladas durante el siglo XII.4 Su hipótesis de trabajo era que lo que se describe generalmente como una transición de la lectura en alta voz a la lectura sigilosa debería más bien entenderse como una desencarnación del verbo: un primer paso sobre la ruta que, en nuestros días, lleva a monstruosidades como el concepto de un “texto genético” que no tiene ni autor ni lector. Frente a un grupo de estudiosos de la universidad de Cambridge, Illich había declarado que, aunque basada en un texto, la liturgia del primer milenio cristiano interpretaba todo discurso doxológicamente como una expresión de la Encarnación del Verbo. Illich mostraba luego a sus doctos oyentes que, en el segundo milenio, esta liturgia tuvo que ser silenciada para permitir que la vivacidad de la naturaleza humoral cediera paso a las leyes naturales.
Las leyes naturales callan la vivacidad de la naturaleza humoral
La desencarnación de la primera persona mediante el auto-diagnóstico disfrazado de auto-percepción y la nueva visibilidad de la palabra en un nuevo orden tipográfico que la aísla, la calla y fomenta la lectura silenciosa, constituyen las dos caras de una historia larga y ambigua. No me siento capaz de esbozar esta historia de manera plausible en los límites de este memorándum. Pero puedo darles una idea de lo que pasó mediante una analogía. Esta analogía es la que veo entre un tejido y un escrito, por un lado, y un tejido y la carne, por el otro. La historia del tejido del texto (término cuyo sentido original es tejido) y la del tejido de la carne me parecen paralelas. Intentaré ilustrar este paralelismo con un ejemplo. Por muy limitada que sea mi habilidad para reconstruir miméticamente lamentos de mujeres del siglo XVIII temprano, trataré de acercarme a su carne doliente siguiendo las huellas escritas que éstas dejaron. Para ello, tengo que transformarme en una exploradora o en una cazadora que husmea la presa en sus pisadas. Pero, ojo: ¡La que persigo no es fácil! Imaginemos que la huella de la cual parto es un “texto” del siglo XVIII que relata las quejas de una viuda sobre el sangrado de su nariz. Para tener una idea de cómo se sentía, tengo que tratar de meter mis pies en sus huellas. Pero el relato que tengo bajo los ojos fue escrito por el médico que la atendía, un hombre. Tengo entonces que imitarlo también a él, en la manera en que teje el estambre humoral que hila los lamentos de su paciente. En otras palabras, no tengo otra forma de orientarme hacia la auto-cepción de esta mujer que la manera en que su historia fue entendida y tejida en un “texto” por un hombre. Sólo puedo mostrar mediante un ejemplo cómo debemos trascender las huellas escritas para que nos revelen la sustancia humoral de la “presa” en este caso del flujo de la carne en la época de Newton o de Bach.
Para ello, tengo que reavivar memorias de cosas que tuvieron otrora una gran fuerza metafórica, pero que hoy sólo sobreviven en etimologías o descansan en museos. Tomen por ejemplo la palabra flujo. La etimología nos dice que aducía a un estado de liquidez física, a una condición de cambio, de quickening. Al respecto, la propuesta de Isaac Newton en 1665 fue el equivalente de la “cuadratura del círculo”. Redefinió todo flujo como flujo cuantitativo, a fluxion as its instantaneous rate of change. Alguien que conozca mejor que yo la historia de las matemáticas podría construir un argumento convincente sobre la matematización de la carne y de la sangre y establecer un paralelismo entre el “dx/dy” del cálculo inventado por Newton y cambios conceptuales comparables en la historia de la percepción del cuerpo: la temperatura que calla la proporcionalidad de la relación frío caliente; la polifonía de los múltiples pulsos silenciada por la medición científica de un solo latido; la substancia roja de lo vivo metamorfoseada en algo que puede analizarse en el laboratorio. Pero no me toca ir por este camino.
Husos y telares del “cuerpo”
En la medida en que me adelanto en la historia del texto y en la del cuerpo como “tejidos”, no puedo evitar recordar los momentos extraordinarios en que pude ver de cerca una tela irlandesa tejida en casa o un kadhi hindú en presencia de una persona que practicaba el arte de hilar o de tejer. En estas ocasiones, siempre he tenido una sensación sobrecogedora de mi propia pobreza, de mi falta de familiaridad con herramientas dotadas de una gran fuerza metafórica. Mientras mi acompañante podía decir si la lana provenía del hombro o del lomo del borrego, yo sólo veía fibras indiferenciadas. Era incapaz de distinguir si el estambre había sido cardado a partir de una lana cruda que aún nadaba en su grasa, o si había sido lavada antes de pasar por la cardencha.
Mientras mi docta acompañante me explicaba la docena de pasos entre la tonsura y el telar, sólo podía quedar callada de admiración. Sin embargo, llegué a pensar que al perseguir las huellas del cuerpo —del cuerpo-que-fue— hago en cierta forma lo mismo que ella.
Sí, yo trato de relatar la historia del cuerpo desde la recolección del estambre y el momento en que empieza a fluir entre los dedos de Clotho (la hilandera griega del destino) y, torcido entre su pulgar y su índice, se vuelve hilaza. Observo luego cómo se ensarta (enlaza, enhebra, enhila) en la nabina (lanzadera) y como Arachne, en cada echada, entrelaza la urdimbre con la trama. Me imagino ver esta textura transformarse en el tejido de la historia en el telar de la vida. En esta tela rebosante de substancias, en este textum, textil de la Historia, trato de leer la historia del cuerpo que aparece en los textos que encuentro en las bibliotecas.
Estoy aquí para hablar de la auto-cepción humoral y substancial del pasado a gente que, como yo misma, ha interiorizado ilustraciones anatómicas y diagnósticos. La única manera de hablar de sí que parecen conocer mis contemporáneos es en términos de organigramas auto-atribuidos. Temo, además, que los que pretenden haber encontrado alternativas sólo se dejan absorber por un modelo de auto-visualización New Age.
Orígenes de la materia percibida: el “tejido” de las cosas
Ésta es la razón por la cual la memoria de técnicas antiguas, simbólicamente poderosas como la del telar, me ayuda a afinar mi sensibilidad. No cabe duda de que eran efectivas para tejer en casa. Pero, en tanto metáforas, hablan, además, de los orígenes de la materia percibida. Les ruego sean pacientes conmigo: sé demasiado bien cómo la tonsura del borrego se vuelve estopa escamosa, cómo el cardo transforma ésta en hilaza de fibras alineadas, cómo éstas se vuelven hilo en la rueca, cómo el hilo es ensartado en la nabina y, finalmente, cómo el telar que une la trama con la urdimbre se ha decolorado y cómo sus delicados matices se han vuelto imperceptibles. Pero no tengo otra manera de insistir, por un lado, en la diferencia entre los jugos tetrahumorales que adoptan cada vez nuevas formas en el cuerpo y los flujos que conocían los galénicos y que sus pacientes expresaban en sus quejas y, por otro lado, el simulacro de estas materias fluidas en el cuerpo virtual de hoy. El doliente galénico hilaba el estambre de su propia tragedia en una narración quejumbrosa sobre sus humores. El paciente moderno tiene encuentros programados con el médico en el curso de una carrera sin reposo en el supermercado del diagnóstico.
Historia bajo la piel
Cierto extrañamiento de mí misma ha sido a la vez el resultado y la condición de mi somatología histórica. Mis fuentes son principalmente documentos del siglo XVIII temprano. Sin duda, el cuerpo aparece en ellas como algo mucho más jugoso, más humoral, más trágico y humorístico que el que experimentamos como nuestro.
Una de las primeras cosas que tuve que hacer para entender a qué se referían las mujeres de tiempos pasados cuando usaban la primera persona del singular, fue tomar las materias, las substancias, the stuffs, en serio. Tuve que redescubrir por mí misma el sentido de la vieja palabra hylè. Es la palabra que usaban los griegos para hablar de la madera que el latín llama materia, ambas palabras derivadas de mater, madre. Sin esta inmersión en la materia, en hylè, todo intento de hacer una historia del cuerpo es llano, insípido. Después de seguir las huellas de cuerpos del pasado por más de veinte años, me empezó a sobrecoger mi propia sequedad. Como la mayoría de las mujeres a mi alrededor, y a pesar de toda la actual autosugestión New Age, no obstante, la hidráulica de la libido freudiana y de los sueños arquetipos jungianos sobre el alma, me encuentro fuera de contacto con hylè, con mi propia substancia. Lo que es peor, la mayor parte del día, ni siquiera me doy cuenta de mi falta de relación con el soma. A pesar de los gurús que adornan la medición de la presión sanguínea con emanaciones astrales, me es difícil concebir lo que eran aquellos humores sobre los cuales ni los pacientes ni los doctores que encuentro en mis fuentes tenían la menor duda. En tanto profesora de historia, díganme qué tengo que hacer cuando me enfrento con un texto como el siguiente: “El 29 de julio de 1723, una viuda de más de setenta años, macilenta y de complexión colérica vino a verme. Se quejó de dolores lancinantes que la afectaban desde la cadera al dedo gordo del pie y la hacían cojear. Cuando le pregunté cuál era el origen de este dolor me confesó que había seguido teniendo sus reglas [sic] hasta hacía dos meses. Creía que el inicio del dolor coincidía con el fin de su sangrado menstrual. Tratándose de una mujer que nunca había caído en el hábito de tomar medicinas, le aconsejé exponer su pierna y sus partes privadas a vapores de leche hirviendo… Poco después volvió a reglar y el dolor desapareció”.5 La historia no terminó aquí. Cinco años después, la misma viuda macilenta consultó nuevamente al médico, el Dr. Storch de Eisenach, cerca de Gotha. Como la primera vez, empezó por mencionar el hecho de que sus reglas se habían detenido nuevamente, en esta ocasión por casi dos años. De lo que esta vez se quejaba era de un sangrado de nariz y de mareos. Al escribir su reporte de consulta, el Dr. Storch registra cuidadosamente que la hermana de la viuda sigue reglando con toda regularidad y que esta mujer, que tiene más de ochenta años, siempre ha tenido buena salud.
Evidentemente, hoy ningún médico en sus cinco sentidos reaccionaría como el Dr. Storch. Ninguno relacionaría el dolor en la cadera y a lo largo de la pierna con el “flujo de la sangre”. Interpretaría la descripción de los dolores de la viuda como un sangrado vaginal postmenopáusico ininterrumpido y se plantearía preguntas sobre su salud mental. No sabría si mandarla al oncólogo o al psiquiatra. Si se le ocurriera a la misma mujer expresar sus quejas frente a un ginecólogo, éste, sin ceremonia, exploraría manualmente su vagina sin siquiera escuchar su historia. Por cuanto sepa, vapores de leche caliente en las partes íntimas, hoy no hacen volver las reglas, y menos en una mujer vieja. Hoy ya no hay relación fisiológica entre un sangrado de nariz y la menstruación. En cambio, en Eisenach, a fines del barroco, la simpatía entre ambos existe como un hecho de sentido común, y esto tanto para el médico entrenado en la universidad como para la viuda. La sangre desorientada que no encontraba salida por una apertura inferior debía chorrear por una parte superior. Con sus consejos y prescripciones, el médico trató de reorientar los flujos de la vieja.
Me peleo con fuentes como esta desde fines de los años setenta. He hecho fichas y copiado citas de centenas de casos similares. Cuando los descubrí me sentí confundida. Algo en la forma en que estas mujeres hablaban de sí me repugnaba profundamente. Ya que todas ellas, tanto en sus cartas mutuas como en consulta con su médico hablaban de sí mismas en el mismo tono viscoso (pegajoso), tuve que aceptar que no estaban trastornadas. Todas se referían a sí mismas como un mischmasch, una mezcolanza de sangre y mugre. Sentía repulsión por la forma en que insistían en su Geblüt, sus humores sanguíneos, sus coágulos y “adelgazamientos”. Estaba horrorizada por su miedo a que sus entrañas se hicieran viscosas como gelatina o duras como piedra. Sería poco decir que me sentía turbada. Cuando tenía que leer pasajes de diarios médicos como los de Storch frente a mis estudiantes, lo que sentía nacer en mí era una profunda vergüenza. Lentamente, por oleadas sucesivas, empecé a sospechar cuál era la razón de mi malestar. Algo que yo negaba en mí misma me impedía enfrentar la verdad. Caí en la cuenta de que algo en mí no era tan distinto de lo que estas mujeres reconocían y nombraban: sus humores, es decir, la hylė, la materia que ellas podían sentir, saborear, oler pero que no podían ver. Algo jugoso, de lo cual podían gozar cuando estaba bien orientado, cuando sus flujos y reflujos alternaban debidamente. Flujos que se transformaban en terrible amenaza cuando perdían su orden.
Hacia una historia del yo encarnado
Este entendimiento fue lo que me llevó a la somatología histórica, es decir, a reflexiones críticas en tanto a la capacidad del historiador de recobrar el sentido de testimonios sobre las cualidades y diferencias en la jugosidad del cuerpo que es peculiar de determinada época. Pero aún tenía que vencer diversos obstáculos. En el tiempo de la moda de la autopoiesis, se ha vuelto escabroso hablar de un “cuerpo autorreferencial”. Además, la palabra “cuerpo” ha perdido casi todo poder denotativo, porque connota casi cualquier cosa, desde tablas anatómicas, lo que evalúan las básculas de baño, el body-building, hasta modelos de feedback, el conteo de los cuerpos muertos en una batalla o el objeto de escaneos en el quirófano. En el eco de las antiguas voces de las mujeres en mí, rara vez resuena la palabra Körper, cuerpo. Preferían usar la palabra sin equivalente español Leib, más cercana a la carne vivida que al cuerpo visible. Pero cuando lo hacían era in obliquo, en frases como am ganzen Leib (“en todo el Leib”), am Unterleib (“en las partes bajas”). Una palabra que nunca usaban era Fleisch, carne. Hablaban de su sangre, de su Geblür y de sus flujos. Al traducir sus expresiones, no tengo dificultades en decir que se referían a su carne: de hecho, sería más apropiado designar lo que llamé la historia del cuerpo como “historia del yo Encarnado”. En alemán, el equivalente de encarnado, leibhaftig, suena pomposo y, como en español, Fleisch significa la carne que se come en bistec. Eso me indujo a buscar una palabra que evitara estas confusiones y encontré la palabra griega sôma que significa más el cuerpo vivido que el cuerpo visto —en adelante escrita soma— y a hablar del carácter o estilo somático peculiar de determinada época histórica. Por lo tanto, cuando hablo de somatología tradicional, me refiero específicamente a un estilo de conversaciones eruditas que, desde el cuarto siglo antes de nuestra era, ha sido relacionado con la isla de Cos donde vivían Hipócrates (460-377 a.C.) y sus discípulos, y luego con Galeno (132-200), Avicena (980-1037), Willis (1621-1675) o Stahl (1660-1734). Todos estos médicos-filósofos compartían un concepto de lo que se puede llamar patología humoral. En este marco, la medicina enseñada por las diferentes escuelas era una práctica basada en narraciones: mucho más que en definiciones y doctrinas, en la historia de sí misma contada por la persona sufriente: El soma encontraba su voz en incidentes, relatos, cuentos, accidentes.
Lo que esta forma de practicar la medicina significaba para el médico se entiende mejor si se lee la Poética de Aristóteles. El filósofo expresa ahí su desacuerdo con Platón, su maestro idealista. Exhorta al espectador de las obras de teatro a que aspire a más que a entender las palabras de una tragedia. Le pide que se deje tocar, conmover, por la voz del actor: su tono, ritmo, fuerza, melodía y gestos hasta “oír con las entrañas”. Según Aristóteles, el buen actor es el que toca y conmueve. Pero, añade, que tan importante como el buen actor es el buen theorikós, hoy decimos espectador. El espectador competente ha aprendido a dejarse llevar por la mimesis. Sólo aquel que se identifica miméticamente con el actor puede captar la trama de la obra: la situación del héroe y las posturas que asume al enfrentar y sucumbir a las corrientes conflictivas de su destino. Los párrafos siguientes de la Poética me ayudaron a entender lo que hacía un médico de principios del siglo XVIII como Storch; me permitieron reflexionar en la manera mimética y háptica (de haptein, asir, tocar) en que permitía que la narración trágica del paciente, su bio-logía, lo afectara en sus entrañas.
Los historiadores no prestaron la debida atención a un verdadero desliz de tierra epistemológico, el paso de una medicina dialéctica a una medicina diagnóstica. En cambio, al tratar de entender esta transformación tan práctica como metodológica, la historia de la medicina se ha enfocado demasiado exclusivamente en el cambio de paradigma que representó el abandono de la medicina humoral, tratándolo como un capítulo de la historia de las ideas. Las ideas sobre la naturaleza de la salud han pasado efectivamente de la concepción de la krasis balanceada entre los flujos de los cuatro humores cardinales a otra, basada en la integridad de los órganos y sus funciones. Pero con ello, se ha concentrado en el discurso médico, mientras relegaba la autocepción humoral del paciente a la oscuridad.
Sacar del olvido la autocepción del yo doliente
Ha llegado el momento de sacar otra vez esta dimensión negada a la luz. Por ello, hay que analizar la inversión histórica de la relación médico/paciente. Esta relación pasó de un modelo “dramático” en que el médico escuchaba la tragedia del paciente a otro, en el que el médico observa al paciente y le enseña a percibirse a sí mismo en una perspectiva diagnóstica. En mis fuentes alemanas, la palabra Geblüt era el hilo de Ariadna que permitía ligar las historias de las pacientes del siglo XVIII temprano con una tradición que se remontaba a la época de Hipócrates. Palabra clave del modelo “dramático”, Geblüt significaba lo vital, lo animado, el flujo de la vida. Era lo opuesto de lo que puede ser objeto de una ana-tomía de lo “sólido”, por ejemplo, del esqueleto. Tampoco inteligible en el marco del organismo —es decir, del sistema de los órganos y de sus funciones fisiológicas— el Geblüt o Geblüth, como se escribía entonces, era hasta mediados del siglo XVIII el foco de atención tanto del médico como del paciente que lo consultaba para que le ayudara a reequilibrar y reorientar sus humores.
De la escucha atenta de los humores y de las palabras del paciente a la auscultación sin escucha
Por su falta de atención hacia el carácter multicolor, háptico, jugoso, aqueo o viscoso de los flujos del cuerpo y de sus bloqueos, las intuiciones de Michel Foucault sobre una ruptura decisiva en la historia de la medicina están dolorosamente incompletas. Por cierto, su análisis de la “mirada clínica”, de la reconstrucción del cuerpo a partir de un modelo tirado de espaldas en un entorno clínico ha sido el detonador de un nuevo entendimiento de la génesis de la medicina moderna y de la nueva concepción vertical de la jerarquía del saber. Foucault ha propuesto una comprensión innovadora de nuevas constelaciones de poder y nuevas formas de control sobre “el cuerpo”. Pero nunca menciona lo que la ruptura consecutiva al advenimiento de la medicina clínica significó para la historia de la percepción de sí mismo. Deja en la sombra el abismo entre la autocepción somática de antaño y la internalización del cuerpo diagnosticado hoy. No explora el camino que lleva de la tradición de la escucha atenta de los humores y de la palabra del doliente a su negación y acallamiento en la auscultación moderna.6 Mi propia investigación se concentra en el siglo XVIII porque es el periodo decisivo en el que se abre el abismo entre la tradición de la escucha y el diagnóstico moderno. Hay un contraste entre el cuerpo moderno como un texto que me han enseñado a imputarme a mí misma y, por otro lado, aquellos latidos, movimientos y duraciones, todo aquel tejido narrativo que faute de mieux también llamó “cuerpo”.
Parálisis del lenguaje
El habla vernácula cambia lentamente mientras que las jergas y terminologías profesionales van y vienen. Aún hoy, el cuerpo humoral no ha dejado completamente de manifestar su presencia en expresiones coloquiales. El lenguaje ordinario está aún lleno de referencias a los humores y sus flujos. Un estudiante puede todavía sudar sangre en un examen. Aún hay temperamentos sanguíneos y hombres de corazón duro. El coraje aún nos hincha la sien, la tristeza nos funde el corazón. La alegría me transporta y, cuando hablo alemán, puedo usar geschwollene Wörter (“palabras hinchadas”). Sólo que hoy hay un trecho entre el significado implícito de estas referencias al antiguo cuerpo humoral y las intenciones explícitas del que las usa. Hoy, el “cuerpo” de un estudiante no suda realmente sangre: si bien la locución queda, ha perdido su inmediatez y resonancia somática. La vieja materia sanguínea, el eco carnal y la referencia somática de estas expresiones se han esfumado.7 Hoy, frases como las arriba mencionadas sólo tienen un sentido figurado. El ensanchamiento de la brecha entre el sentido “literal” y el significado “metafórico” es parte de la historia del siglo XX y XXI. Lejos de restringirlo a las referencias del soma, este silenciamiento del eco somático afecta particularmente todas aquellas referencias a la historia de “nuestros cuerpos”. Recobrar sus sentidos metafóricos puede llevarnos a salvar la brecha entre el hoy y el ayer. Hoy los flujos del soma —esos ríos que irrigan tanto el cuerpo como la palabra— se han secado.
Dejar que narraciones somáticas muevan mis entrañas, escuchar los flujos de los humores, saborear amarguras y dulzuras pasadas son cosas muy distintas al análisis del cuerpo como una construcción social. La somática histórica es distinta a la reconstrucción de configuraciones biológicas en sus variaciones históricas. Al enfocarse en los “hechos biológicos”, la historiadora se condena a la sequedad, a pasar a un lado de la materia jugosa de la historia, es decir, de la hylè histórica. Una morfología formal de imágenes y construcciones sincrónicas del cuerpo sólo puede reforzar las articulaciones sociales del poder. Lo que busco es algo muy diferente.
Lo que busco es la autocepción somática de la viuda macilenta, es decir, a lo que se refiere ella cuando dice “yo”. Quiero estudiar la historia como encarnación. No soy el doctor Storch ni su paciente y, sin embargo, por encima de los dos siglos que nos separan, pretendo estar miméticamente conmovida por las narraciones quejumbrosas de esta mujer muerta hace mucho tiempo. No pretendo excluir una simpatía que podría amenazar mi objetividad. Quiero superar mi turbación con respecto a mis sentidos tullidos, a mi poca capacidad para reconocer, evaluar y nombrar mis flujos. Quiero afinar mi oído con sus narraciones. Quiero recobrar algo de la percepción de la vieja macilenta cuyo diálogo con el médico dejó una huella en su diario. Esos propósitos me han llevado fuera de los márgenes y más allá de los límites de mi profesión, cerca de la frontera detrás de la cual espero encontrar a los muertos. En cambio, la reconstrucción de ideologías no es mi asunto. Dejo que otras se empapen en ideologías que reflejan “patrones de conducta” en los cuales “un genotipo invariante del 'ser mujer'”, se manifestaría fenomenalmente como más occasionatus (fruto de circunstancias) bajo la presión de “estructuras sociales de poder”: aquí como histérica, allá como agencia reproductora, acullá como cyborg. No menos que la biología, la deconstrucción sólo puede callar la capacidad del médico barroco de percibir orientaciones erróneas en los humores de una paciente macilenta y colérica. Cualquier complacencia con el análisis posmoderno del discurso me llevaría, por ejemplo, a interpretar el casus 72 del Dr. Storch (la historia de la “viuda macilenta”) como una construcción social barroca tardía y protestante de una patología uterina fundamentalmente histórica. Provista con este análisis diagnóstico, procedería a limpiar mis oídos de todo eco de la dialéctica mimética que encontré en esta práctica. No. Lo que quiero captar es a esta viuda y a su médico. Quiero recobrar algo de un medio perceptual en el que un dolor de cadera es causado por el congestionamiento de flujos desordenados.
Humores
La mayor parte de las pacientes del Dr. Storch son señoras de la Corte local, sirvientas o mujeres de artesanos. Todas se quejan de cualquier desorden en su Geblüth. ¿A qué se refieren con esta palabra? Seguramente no a algo que pueda compararse con la sangre en el sentido moderno. El Geblüth no es un fluido corriendo por las arterias que pueda transportarse y venderse para transfusiones. El Geblüth es un flujo vital que no puede enviarse a un laboratorio. Confundirlo con la sangre en el sentido médico moderno sería querer colonizar el pasado con certidumbres modernas, en otras palabras: silenciar las voces de estas mujeres mucho más radicalmente de lo que pueden hacerlo todos los prejuicios machistas de los historiadores hombres. Para la historiadora, toda confusión de los flujos, que Storch sabía reorientar, con lo que los médicos modernos llaman plasma y hemoglobina equivaldría a tratar el pasado como un herbarium. Los casos de Storch no son un inventario de mujeres secas. La historiadora que imputaría su propia sequedad a las pacientes de Storch se volvería ipso facto sorda al diálogo entre el médico y la viuda macilenta. Los “periodos” que no fluyen en ella, mientras nunca le fallaron a su hermana de ochenta años, no son equivalentes a lo que hoy se llama menstruación. En 1723, nadie podía padecer amenorrea porque la menstruación, como función de la fisiología reproductiva femenina, no vio la luz antes del siglo XIX. Los “periodos” de estas hermanas eran un flujo de sangre —y así los llamaban ellas—, sin duda una emanación de la plethora de su matriz, pero sin que fuera una evacuación de formaciones uterinas. En tiempos de Storch, los hombres también podían tener sangrados de este tipo por la nariz o por la vena basílica, aun si no eran tan espontáneos y periódicos como los de las mujeres. De hecho, el historiador curioso encontrará una abundancia de versiones masculinas de la historia de la viudez: jóvenes con sangrados y jugosos viejos. En esta época, la literatura médica y universitaria estaba repleta de estudios de los menses in maribus (periodos masculinos). En sus periódicos especializados, los médicos no tenían reparo en comentar casos de “hombres menstruantes” y de citar con todas las letras sus nombres, posición social y otras circunstancias.8 Aun mientras De Graaf observaba los “ovarios” bajo el microscopio y desataba con ello encarnizadas disputas entre naturalistas y médicos, la menstruación masculina se consideraba como una emanación sana y, en su ausencia, los médicos prescribían frecuentemente sangrados periódicos para reorientar la sangre masculina.
Es difícil recobrar el sentido pasado de las “menstruaciones” porque éstas eran parte íntegra de la autocepción vivida ligada con el Geblüth. La sangre era un locus de orientación endógena en que derecha/izquierda, arriba/abajo, adentro/afuera conformaban la percepción única e incomparable que esta mujer tenía de sí misma.
En otro pasaje del diario de Storch, una sirvienta con una hinchazón y hervor en la frente se quejaba de estar “(en)tupida”.9 Para aliviar a una parturienta, Storch prescribe un sangrado de la vena saphena, como ya lo recomendaba Galeno.
El Geblüth tiene hábitos y conforma hábitos. He aquí la historia de una muchacha de dieciséis años que nunca había reglado. ¿Por qué? Porque su sangre, que chorrea por una llaga en su dedo, ha tomado el hábito de salir por otra ruta.10 La propensión a seguir los hábitos de la sangre propia puede ser terca: Storch cuenta la historia de esta otra muchacha cuya llaga en un pie no sana “porque sus períodos desorientados buscan una salida”.11 Su soma había entonces tomado el hábito de fluir vicariamente por los canales equivocados. Cada vez, las pacientes reportan tales flujos desviados, y Storch tiene palabras para designar sus malos hábitos: menses vicariae, insolitae viae. Se pregunta frecuentemente qué accidente, qué susto pudo inducir tales malos hábitos en la naturaleza de esta paciente particular.
Desorientaciones y reorientaciones somáticas
“El 28 de enero de 1723, una mujer colérica de cincuenta años, que se había pasado la vida haciendo corajes, tuvo un pleito con su ‘casateniente’. El hombre la agarró por el brazo y la empujó hacia la puerta. Esto ofendió tanto a la mujer que, desde entonces, sus brazos y piernas tiemblan, el corazón le duele y tiene un calambre espasmódico en las manos y las piernas”.12
En este pleito, esta mujer de constitución colérica había tratado de escupir su bilis mediante un flujo de palabras amargas. Nadie la escuchó: “La sangre y la amargura la habían endurecido tanto que, en circunstancias ordinarias, un coraje más no la hubiera afectado. Pero, esta vez, no sólo había sido ridiculizada, sino que sus palabras no habían sido escuchadas, por lo cual el veneno que había tratado de escupir se había quedado dentro”. Era incapaz de expulsar el “veneno” que se había acumulado en ella a causa de sus palabras amargas. Y esta vez, se estaba ahogando en su propia bilis. A pesar de sus hábitos humorales irritados, no obstante, el endurecimiento habitual de sus entrañas, este conflicto había provocado un revoltijo en su sangre. El enojo, la rabia, la tumefacción interna la llevaron con el médico. Este le dio una triple prescripción: tintura de ruibarbo para limpiar el intestino, pólvora de policresto para ablandar la matriz congestionada y tartarum. Al día siguiente, la paciente reportó que sus entrañas se habían descongestionado y que se sentía “aliviada”. Gracias a la medicina, la sangre mala que fluía en la dirección errónea se había soltado y reorientado. Tengo que preguntarme: “¿A poco el reporte del Dr. Storch es pura fantasía?” y, “más que el reporte de una curación, ¿será un testimonio sobre el poder de la sugestión?”. Estas preguntas parecen razonables. Sin embargo, mi propósito no es el de comparar los efectos del Prozak y del tartarum, sino de escuchar los flujos internos, de prestar oído al soma como flujo.
Hace veinte años, J. B. Pontalis dedicó un número especial de la revista Nouvelle Revue de Psychanalyse a los humores y a su suerte histórica; y lo tituló “L'humeur et son changement”.13 Dieciocho autores analizaron ahí la analogía entre la “libido” y los humores. Si bien algunos de sus artículos me ofrecieron detalles nuevos, insospechados, estos autores fueron incapaces de empezar a escudriñar la somática fluida que predominaba antes del siglo XVI. Tomé los casos del Dr. Storch como fuentes históricas que uso como un puente entre la autocepción de sus pacientes hacia mi presente. Los leo como testimonios de mujeres que se experimentaban a sí mismas como inmersas en materias pesadas, polimorfas, de movimientos orientados, mujeres cuya substancia interna era un flujo ininterrumpido que percibían hápticamente. Sería un grave error identificar este flujo interno con la libido de Freud. Libido no es para nada un nombre nuevo para Geblüth, sino un residuo conceptual de la construcción social de la energía desde mediados del siglo XIX. El análisis freudiano llama a una interiorización disciplinada de este concepto. La libido sólo fluye metafóricamente, a la manera de la electricidad. Como historiadores, no deberíamos comparar la libido y los humores, sino más bien contrastarlos a fin de ser capaces de prestar oído al oscuro flujo vivido de la existencia. Quiero escuchar a la vieja macilenta y a la mujer colérica como se oían antes de que los jugos empezaran a secarse.