En la sociedad actual se vive literalmente al día. Es hecho se acusa en actos tan dispares como el apoliticismo, la pasión de la moda, la búsqueda angustiosa de lo “novedoso” y los amores de ocasión.
Este hecho implica, sin embargo, no sólo una devaluación generalizada del pasado, sino, además, una incertidumbre cada vez más radical del futuro. Por eso, en verdad, no sólo se vive al día, sino que se lo impone con único ideal de vida. El prototipo de hombre que resulta de esta peculiar operación es, entre otros, el telespectador que irremediablemente olvidará mañana lo que está viendo hoy en la pantalla.
El hombre que vive al día lo hace siempre de prisa. Le falta tiempo para todo. Reacciona casi instintivamente ante cada suceso que le ofrece el instante que pasa, pero nunca tiene tiempo de pensar lo que vio, leyó o escuchó. No tiene, por lo general, otra ideología efectiva que “pasismo” ni otra aspiración que, justamente, “pas bien’’ el momento, sin importarle mayormente lo que ocurrió ayer, ni lo que ocurrirá mañana. Vive —como observaba Nicola Chariamonte— embalado en el “frenesí del automóvil, la televisión y el bienestar mecanizado”.
Si hubiese que definir esta forma de vida que, de un modo u otro, todos llevamos egocéntricamente, habría que echar mano a una de esas dimensiones de la vida que el discurso histórico se empeñó en expulsar: la estupidez. Todo hombre, por consiguiente, es hoy un poco más, un poco menos estúpido.
No es un azar, desde luego, que la estupidez figure con alguna insistencia en los escritos de Valéry, Musil y Ortega. Estos operan, llegado el momento, como verdaderos sismógrafos de esta peripecia de vivir al día en una sociedad desmemoriada e imprevisora.