REGISTRO DEL TIEMPO
30/7/2024

Visitando a el Bosco

Javier Sicilia

La existencia de un pintor como el Bosco en el siglo XV no deja de inquietar. Para encontrar a sus pares hay que ir hasta Goya, en su frialdad, y, en su expresión onírica y alucinante, hasta el surrealismo de Dalí o de Remedios Varo.

Sus abigarrados mundos, de multitudes apretujadas, hay que buscarlos, sin embargo, en el   Juicio Final —título de sus famosos trípticos de 1489—, en el que la multitud humana es llamada a cuentas para ser arrojada al paraíso o al infierno, del que también pintó cuadros tan memorables como inquietantes. A diferencia de Dante, que nos dejó en su Comedia una descripción ordenada de esos universos multitudinarios, las descripciones pictóricas del Bosco son concentraciones caóticas. Luminosas y puras cuando trata de la visión beatífica; monstruosas, oscuras y laberínticas, cuando nos revela el infierno.

Hay, sin embargo, ciertos cuadros en donde la laberíntica composición de lo humano no pertenece a esos momentos definitorios que, según la tradición cristiana, nos aguardan al final de los tiempos. Pertenecen todavía al tiempo histórico en los que el poeta José Ángel Valente ve la revelación de la estupidez “como raíz absoluta del mal”. Es allí donde El Bosco se vuelve más próximo a nuestro tiempo y a nosotros; más próximo a lo que nos está sucediendo en México.

El cuadro que quizá mejor lo exprese es el de Cristo con la cruz a cuestas que se encuentra en Gante. La acción, “una acción —dice con exactitud Valente— delirante y sin sentido, ocupa frenéticamente el cuadro”: rostros grotescos, soeces, jactanciosos que se apretujan delirantes en su avidez alrededor del Cristo que carga una cruz y que, junto con el de la Verónica, que lleva en sus manos el lienzo en donde el rostro de Jesús ha quedado estampado, se encuentran en las márgenes de la acción.

A diferencias de los otros rostros, los de Jesús y la Verónica son apacibles y melancólicos. Tienen los ojos cerrados como presas “de un sueño o de una secreta visión invulnerable”.

Entre la multitud de rostros donde la avaricia y el descentramiento de lo humano exaltan la presencia de la estupidez, los de ellos, como un puente tendido en medio del mal, son las presencias de lo humano que la imbecilidad no puede ni mirar ni entender en su ignorancia. Es por eso que la fuerza del cuadro no se encuentra ni en Jesús ni en la Verónica, sino, precisamente, como bien lo refiere Valente, en los rostros que los rodean, que ocupan la totalidad del cuadro y que el Bosco pinta de manera implacable para revelarnos el mal, lo humano que no logró ni logra realizarse.

No hay, por ello, en el Cristo con la cruz a cuestas, nada del horror físico que otros pintores, como su contemporáneo Grunewald, nos revelan de la Pasión, sino el puro y metafísico horror que la estupidez produce. Entre ese tumulto, entre ese laberinto monstruoso y aterrador de la estupidez, El Bosco, dice Valente, compone “las figuras que tienen el aura excepcional de la soledad, las figuras que desde ella niegan con su ajena presencia lo humano circundante vivido como desrealización”, como mal. Es por ello que, a pesar de su marginalidad en el cuadro, hay que detenerse en ellas.

Contemplándolas, escapamos del ruido, de la furia y de la idiotez para abismarnos en lo verdaderamente humano que reclama nuestra compasión.

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