Roland Barthes sostenía que Fourier, un pensador utópico, era históricamente más importante que Flaubert, porque su obra, aun cuando no mostraba ninguna huella de la turbulenta historia que le tocó vivir, enunció, en cambio, el “deseo de la historia”. Esta observación resulta pertinente cuando hoy se advierte que la mayor parte de los hombres han ido transitando, casi sin percatarse, desde el “deseo de la historia” al temor frente a ella, como lo registraron anticipadamente las utopías negativas de Huxley y Orwell.
No disponemos, sin embargo, de una historia de los deseos del hombre actual, ni tampoco una historia de sus temores. Esta doble carencia nos impide, con alguna regularidad, comprender la mayor parte de las palabras, gestos y comportamientos que, de un modo u otro, ensayan describir los historiadores, los “observadores” y los periódicos. Este enorme “material” se nos impone, en cambio, a través de la novela, la poesía y el teatro de nuestros días. “A veces —decía Diderot— una palabra o un gesto me han enseñado más que la charlatanería de una ciudad entera”.
No andaba descaminado el perspicaz ensayista.
El empleo reiterado de ciertas palabras (orden, destino, pueblo) no siempre expresa “un sistema de ideas”, sino que con alguna regularidad, traduce un núcleo de obsesiones, deseos y temores que justifican, desde luego, la proposición de una historia psicoanalítica. La trágica experiencia de las frecuentes irrupciones de lo irracional en las sociedades del siglo XX obliga, en efecto, a preguntarse hasta dónde resultan válidas u operatorias todas esas “racionalizaciones” que introducimos al ordenar, narrar y explicar los sucesos que a diario vivimos.
Siempre que una sociedad se dedica al culto melancólico de sus orígenes es porque, de un modo u otro, ha perdido ese “deseo de la historia que es, en último trámite, el impulso vital que llamamos utopía.