Franz Kafka, el centenario de cuya muerte se cumplió este año, no era un gran viajero. Con la excepción de algunos viajes cortos por Europa, rara vez salía de su Praga natal, donde trabajó como oficinista para varias compañías de seguros. Escribía de noche.
Si no su vida, la literatura de Kafka está llena de escenarios remotos. Dado su interés por regiones como el Asia feudal en “La muralla china” o Estados Unidos en la epónima Amerika, es tentador atribuirle cierto gusto por los lugares lejanos. En su novela de viajes Richard y Samuel, sin embargo, redirige su atención a Europa Central con el propósito explícito de retratar algunas de sus ciudades con “la frescura y el significado que a menudo se atribuye erróneamente sólo a las regiones exóticas”, como dice en el prólogo.
Dos cosas me habían disuadido —prejuiciosamente— de leer Richard y Samuel. Primero: fue coescrita, una colaboración entre Kafka y su amigo (y futuro albacea literario) Max Brod. Se conocieron en 1902 en una conferencia sobre Schopenhauer impartida por Brod, y el libro, una novela diario que yuxtapone las notas de viaje de dos amigos descontentos, se inspiró en viajes que realmente hicieron juntos a Suiza, Italia y Francia. Ambos coescribieron las entradas de cada personaje, por lo que sería difícil atribuir algún pasaje a Kafka o a Brod exclusivamente.
Viajar juntos debió haber sido más agradable que escribir juntos, porque nunca terminaron Richard y Samuel, que es la segunda razón por la que no quería leerlo. Tenemos un único capítulo, “El primer viaje largo en tren”, que lleva a los narradores de Praga a Zúrich pasando por Pilsen y Múnich.
Una novela inacabada de un capítulo —y, por tanto, apenas una novela— en la que no podía esperar que el estilo de Kafka fuera perceptible o predominante no me resultaba especialmente atractiva. Pero sentí curiosidad. Una novela de viajes, si no kafkiana, al menos de Kafka, sonaba interesante. También me entretuve con las preguntas que suscitaba la lectura de lo que podríamos llamar un mero fragmento de novela. Después de todo, la categoría de “fragmento” es difusa. ¿Es Richard y Samuel un fragmento porque es demasiado corto? Estoy seguro de que hay antologías de haikus con menos palabras. ¿O se debe a que es más corto de lo pretendido, a que nunca se terminó según los planes originales de sus autores? Si es por ello, tanto la Eneida de Virgilio como 2666 de Roberto Bolaño son también fragmentos, lo que parece un error.
Richard y Samuel ciertamente estaba en una fase anterior de acabamiento en comparación con la Eneida o 2666. Sería difícil no experimentarlo como un fragmento, el comienzo de un proyecto que nunca llegó a su fin. Pero yo no sabría dónde trazar la línea entre el boceto y el cuadro terminado, por así decirlo.
El diario —incluso en fragmentos— es un género literario profundamente íntimo. Esto se utiliza con gran acierto en Richard y Samuel, donde las notas de ambos narradores están escritas en primera persona y entremezcladas. Discrepan en su apreciación de las personas y los paisajes que encuentran; hablan mal el uno del otro. A un par de líneas del final, Richard dice, con nostalgia: “Samuel no fue suficiente para mí aquella mañana”. Esta desarmonía no tiene ningún efecto en la trama, pero afecta al lector, quien —a diferencia de los propios personajes— sí ve ambos lados del triste escenario.
Curioso: dado que estos pensamientos íntimos expresados por Samuel y Richard versan sobre el desgaste de su relación, lo que terminan retratando es la caída de su intimidad. Ambos escriben detalladamente, en secreto y con sinceridad, sobre lo incómodos que se sienten durante el viaje y, sin saberlo, muestran lo poco que se entienden mutuamente. A través de la expresión de sentimientos muy personales, entra en escena un sigiloso anonimato: el momento en que su vínculo de amistad finalmente se rompa.
Según el esquema de la novela descrito por Kafka y Brod en el prólogo, tras una serie de desencuentros, Richard y Samuel se reconcilian y deciden unir esfuerzos en una empresa artística. Pero sólo tenemos el primer capítulo, por lo que sólo se nos permite asistir al derrumbamiento de la intimidad, no a su restablecimiento.
No diría que disfruté leer Richard y Samuel. No tanto porque sea un libro triste, sino porque algunos de sus episodios me parecen intrascendentes y poco estimulantes (incluso para una obra incompleta) tanto por su contenido como por el lenguaje en que se expresan. Esto ocurrió especialmente, para mí, durante el primer tercio de la novela.
Sin embargo, además de las reflexiones que suscitaron su forma y su incompletud, este opúsculo involuntario me regaló dos imágenes de una melancolía inusitada, como suele ocurrir con los recuerdos de viajes. La primera: dos amigos en un paseo en coche por Múnich con una joven —fan de Wagner— que en realidad no quiere estar ahí y a la que nunca volverán a ver, y a la que echarán de menos. La segunda: en la madrugada, un hombre apoyado en la barandilla de su porche, con las luces de su despacho encendidas a sus espaldas “como si sólo hubiera salido para refrescarse la cabeza antes de irse a dormir”.
* Esta reseña se escribió originalmente en inglés para el Brno Daily.