REGISTRO DEL TIEMPO
10/4/2024

Sobre "La mujer pobre" de Léon Bloy

Diego I. Rosales

Construida sobre los hombros de personajes completamente estrafalarios, La mujer pobre de Léon Bloy es una novela cáustica y profundamente mística. Llena de un vocabulario florido y de descripciones que van de lo desagradable a lo tragicómico, no apta para cardíacos, comprensible para unos cuantos inadaptados de sensibilidad profundamente religiosa, la prosa de Bloy, en su agresividad y locura, no puede sino gritar que la pobreza es la única figura bajo la que el ser humano realiza verdaderamente su vocación.

Convertido ya en autor de culto, Bloy estaba completamente fuera del mundo, era un antimoderno inadaptado que criticaba a la burguesía con toda la fiereza de un pobre escritor que, dotado con el talento magistral de una prosa insoportablemente deliciosa, no dejaba títere sin cabeza. No solamente era un espadachín abocado a cortar las cabezas del mundo burgués y epidérmico de su tiempo, sino que, profundamente católico, no dejó de asaetear a la Iglesia en su institucionalidad burguesa e hipócrita. Primo existencial de Kierkegaard y de Dostoievski, admirador de Jules Barbey d’Aurevilly, de Baudelaire y de Verlaine, vituperador de todo el resto de la literatura de su tiempo, Bloy sufrió en carne propia los tormentos de la pobreza y comprendía que, en el amor, si no se sufre, solamente hay engaño y espejismo.

La protagonista de La mujer pobre es una mujer de oro. La hermosa Clotilde es la más grande de las idealizaciones femeninas que se hayan pintado jamás, después de que la Virgen María, en su realidad carnal y espiritual, irrumpiera en esta tierra. Clotilde lo ha sufrido y lo ha padecido todo, y por eso es capaz de comprenderlo todo. El dolor en ella se ha transformado en la más honda de las compasiones pensables y en la más grande de las caridades del mundo. Obligada a prostituirse, un día se encuentra con el estrambótico pintor Gacougnol, un santo que la salva de la perdición de los arrabales y la viste por primera vez a la manera digna de un ser humano. El círculo de amigos de tal pintor, entre los que se encuentra Caïn Marchenoir –personaje que para su diseño Bloy se basó en sí mismo y de quien trata su novela anterior, El desesperado–, acompañan a Clotilde en el drama de su vida, aunque tal compañía sea más bien una admiración, pues Bloy logra en su protagonista la encarnación de una caricia de Dios al mundo que no es para nadie comprensible del todo. En ella se resume todo el dolor, toda la angustia y toda la gloria del corazón humano, desde la inmundicia de las cloacas hasta la belleza y la gracia de una dama buena y santa. 

Parece que Bloy no puede hablar del dolor –no de otra cosa va la novela– sin afirmar de él, al mismo tiempo, que es la caricia más explícita que la gracia divina puede otorgar a las personas. Por eso, en el borde de la herejía y del misticismo, a caballo entre la locura y la ortodoxia católica, puede decirse que Bloy es uno de los profetas del fin del siglo XIX e inspiradores de la posterior Nouvelle théologie, que dio origen al Concilio Vaticano II en el siglo XX. Rompedora y violenta, La mujer pobre es la novela por la que los Maritain decidieron, finalmente, ingresar en la Iglesia Católica.

Profundo odiador del espíritu nacionalista alemán, amante obsesionado con la Edad Media, defensor de la santidad de Cristóbal Colón, admirado por Borges y Umberto Eco, Kafka decía de Léon Bloy que era de los pocos escritores de la Modernidad que habían logrado retratar el absurdo mejor que él. Su literatura está en las antípodas de lo somnífero y, reta lo religioso de una manera tan radical, que el pobre de Asís podría, tal vez, sentirse medio a gusto en esas letras. 

Sobre La mujer pobre, nuestra Clotilde –que quizás encuentre un parangón en la pequeña Mouchette que luego nos regaló Georges Bernanos–, me es imposible decir algo más. El lector ha de conocerla en sus dramas y maravillas, y contemplar de cerca la transformación hiperbólica de una mujer que, desde el más triste de los barrios de Paris y desde el dolor del abandono y el vejamen, anuncia que la única tristeza es la de no ser santos. 

*Hay una traducción, aún localizable, del año 2008, publicada por la editorial española Alfama. 

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