En 2018 se publicó la traducción al español de un libro inquietante de Martha Nussbaum y Saul Levmore: Envejecer con sentido: conversación sobre el amor, las arrugas y otros pesares. Se trata de una serie de reflexiones elaboradas por la filósofa y el abogado alrededor de la etapa más difícil de la vida humana. En la vejez las preocupaciones y la inseguridad se acentúan, brotan remordimientos y arrepentimientos, es común la falta de estabilidad emocional y los episodios de nostalgia. El planteamiento de Nussbaum y Levmore no es, sin embargo, tan pesimista. Confían en que es posible recuperar la imagen del anciano como un receptáculo de sabiduría, tal como sucedía en el mundo antiguo (piénsese, por ejemplo, en Cicerón y su tratado De senectude, una fuente de inspiración para Nussbaum y Levmore). Ambos autores son conscientes de los riesgos que supone escribir sobre este tema. De entrada, se corre el riesgo de retratar ciertos estereotipos que, como siempre, pueden ser inexactos. Además, es claro que las experiencias de la vejez cambian de una persona a otra y, por lo tanto, si bien existen algunos rasgos en común, cualquier intento por relatar situaciones particulares se torna con facilidad en algo descriptivo y muy difícilmente en algo normativo.
Tanto Nussbaum como Levmore comparten con el lector su propia experiencia de la vejez y, a partir de ello, tratan de proponer algunas medidas generales para hacer de la vejez algo menos incómodo. Algunas propuestas son conocidas en entornos económicamente sanos: se plantea cómo enfrentar la jubilación, por qué importa el ahorro en la vejez y un buen plan de pensiones, y hasta una serie de argumentos a favor de la organización de comunidades de jubilados. Se habla, también, de cuán importante es conversar en familia sobre escenarios difíciles como el de la invalidez y la enfermedad, la relevancia de tratar con apertura en ese mismo núcleo el tema de la economía y las herencias. Se reflexiona, incluso, sobre un asunto que en nuestras sociedades suele ser visto con extremo pudor, a saber, el envejecimiento del cuerpo: los cambios físicos y emocionales, muchos muy incómodos; la falta de creatividad en la medida en que la mente se apaga; la inutilidad del cuerpo conforme éste se atrofia; la incapacidad para experimentar del placer sexual; el miedo a la soledad y a la muerte como una presencia constante.
El capítulo séptimo es especialmente importante, puesto que trata los dos problemas a mi juicio más graves, a saber, la desigualdad y el envejecimiento de la población. A lo largo del libro Nussbaum y Levmore son optimistas. Su referente es la sociedad estadounidense y todo indica que siguen confiando en la prosperidad económica de ese país que, en efecto, a pesar de todo, ha logrado que un buen porcentaje de los ancianos envejezca lejos de la pobreza y la marginación. No obstante, no sucede lo mismo en países pobres y poco desarrollados. Se sabe, por otra parte, que la Seguridad Social es un problema mayúsculo en distintas regiones del mundo y lo es también el plan de pensiones. No se diga el ahorro para el retiro. En México, sobra decirlo, todos estos son temas sensibles.
La longevidad se extiende y todo indica que la calidad de vida y las oportunidades para una población envejecida empeoran. En el mismo capítulo séptimo Nussbaum suena menos optimista que Levmore. Ella propone una mayor interacción entre filosofía y economía —entre las humanidades y las ciencias sociales— con la finalidad de encontrar la manera de salvaguardar de manera más efectiva los derechos básicos de los ancianos. Sin embargo, de manera realista —y por ello pesimista— sostiene que el reto es mayúsculo. La esperanza está puesta, al final, en una educación altruista dispuesta a esforzarse en disminuir el egoísmo humano. Apelando a un espíritu clásico, Nussbaum es quien sugiere que, ante el pragmatismo económico imperante, un modelo educativo que recupere la importancia de amar y preocuparse por los demás incidiría de manera importante en la sociedad. La mayor dificultad es cómo infundir en las generaciones más jóvenes ese espíritu solidario y altruista que, en definitiva, contribuiría a disminuir la violencia y la desigualdad y fomentaría el cuidado de los más vulnerables y desprotegidos. Quizás tal progreso moral nos tomará algunas generaciones.