Se sentó un lunes de agosto en su oficina, ubicada en el sótano de un estacionamiento. El calor de la combustión de los coches se agolpaba como una masa caliente y densa en el aire. Estaba un poco oscuro, pero las luces blancas de dentista iluminaban bien la pantalla en la que trabajaría a partir de entonces de nueve a seis y media de la tarde.
Ese lugar era compartido con otras áreas. Cuatro para ser exacta. Todas se dedican a labores estrictamente administrativas. Y aunque sabía que todos eran igual de importantes, ya que sin la administración de una institución ésta no podría mantenerse en pie, no estaba segura si tanta burocracia era necesaria. Pero bueno, al fin, todos esos puestos daban de comer a muchas personas. Su trabajo consistía, de manera literal, en alimentar a la bestia con procesos oficinescos. Por las paredes, teléfonos y pantallas rezumaba el sinsentido. ¿Cómo podían encontrar el propósito de su vida en mandar un memorándum diario? Decía Camus que la escisión entre el yo y un propósito vital era lo que fundaba el absurdo. También que la conciencia podría brindar a ese absurdo una manera de apropiarse de todo lo que nos aplasta y ello podría engendrar una forma de esperanza que pudiera hacernos imaginar a Sísifo feliz.
Parece que la conciencia otorga un sentido al absurdo juego de arrastrar una piedra por la eternidad. Sólo a partir de esa conciencia parece caber el surgimiento de una vida con sentido. Se trata de un salto existencial y doloroso en que te atreves a despertar y apropiarte de tu pertenencia a un mundo sin salida. Dormidos, el castigo se asienta y reafirma como el peor de todos: el trabajo estéril y sin esperanza. Yo diría que si existe algo peor que perder la esperanza es perder el asombro que de su pérdida se desprende. Pretender que la vida por sí sola sea cuna de ilusiones es la peor ceguera de todas. Hace falta tener curiosidad por vivir. Sísifo es feliz porque se apropia de su destino abrazando su condena. Pero el Sísifo de hoy se duerme en la evasión. Tal vez por eso las personas se reúnen a diario para comer garnachas, tamales, pan dulce traído de la panadería de la esquina o cualquier otra fritanga. Se evaden las responsabilidades para engullir sin reparo, incluso cuando en unas pocas horas repetirán el proceso masticar-tragar. En la promesa de una vida lograda de cobrar un sueldo se duerme una conciencia que no es dueña de sí. No se reconoce una mente que descansa en la constante cerrazón del sinsentido burocrático, y que pretende engullir para evadir el malestar que de él emana y con ello esperar que la piedra sisifiana se haga más ligera.
Verlos comer, le recordaba a la escena de “El viaje de Chihiro”, en que los papás de Chihiro terminan por convertirse en cerdos cuando se acercan a comer en el mercado. La escena le daba una sensación de abandono aterrador, un miedo al absurdo de no saberse humanos, de dejarse en el instinto más animal de la inconsciencia. Un sentimiento así lo reconocía mientras la grasa de una gordita ensuciaba la corbata de uno de ellos y las carcajadas llenas de comida se agolpaban unas con otras en la combustión de ese sótano. También lo reconocía en centros comerciales o restaurantes de lujo abarrotados de personas cuyo sentido de vida parecía depender del hedonismo desmesurado. Vivir en este mundo de Sísifos era encontrarse perpetuamente en esa escena donde Chihiro ha perdido a sus padres y se aterra del par de puercos obesos y presos de la carne que los han sustituido.
Se trataba entonces de un síntoma más grave. Comer sin decoro suponía engullir para llenar el vacío de un trabajo sin sentido. Le era inevitable pensar en sus propios padres, cansados de la rutina de todos los días trasladarse cientos de kilómetros a un lugar al que acudirían por lo menos veinte años de ocho a cinco. Tiempo después, un síndrome de colon irritable, una posible diabetes tipo 2 y un ciclo de sueño completamente afectado constituirían lo que parecería una larga lista de requisitos para ser jubilados. Porque si hay algo peor que no saber tu propósito es no saber que no sabes cuál es. Los Sísifos de las oficinas del mundo saben que hay una piedra y que está pesada. Pero no saben el porqué de la piedra, ni por qué pesa tanto. Están presos de sí mismos en el silencio de no saber qué posible motivación se allana en los confines de la burocracia de la que pretenden respirar oxígeno. Pero se duermen en la grasa del pan dulce y la combustión de los coches de ese sótano.
Recordó la frase de un profesor con el que había desayunado un lunes de junio: el trabajo es tan terrible que te pagan por hacerlo. Tiene razón, el trabajo hoy supone la búsqueda asintótica de un sentido que no existe sino en nosotros mismos. Soñar con un sentido dado por generación espontánea es ser ilusos. Supone una evasión añorar un futuro en que el trabajo te hace tan feliz que deja de ser trabajo. El trabajo es terrible, pero abrazar lo que te aniquila quizá nos salve. Tal vez, para las personas con las que compartía la oficina, el sentimiento de pausar sus actividades laborales para comer, chismear y evadir el bulto de la responsabilidad sisifiana era una manera de sentirse mejor, pero para ella suponía una complicidad con el absurdo. Sus hábitos animales de comer eran la manifestación de sentirse incómodos rodando la piedra una y otra vez hacia arriba sin saber por qué. Pensar en ellos era pensar en un Sísifo moderno. Como si se supeditaran a la fórmula de antaño en que la vida lograda se define por la tríada familia-trabajo-dinero. De nueve a seis y media, todos empujan la piedra del adulto promedio hacia arriba y en ello había consistido su vida desde que cobraron su primer sueldo. Con razón la felicidad era la cochinita pibil de las tres de la tarde. Porque siempre será más fácil evadirse en el letargo del no saber tan predecible, pero es siempre una empresa aún más terrible pero significativa aventarse al precipicio de la curiosidad por la vida y sus posibilidades. Aventurarse a vivir todos los futuros posibles en una misma vida, no desde la oficina y la rutina adormecida, sino en la cruda y rasposa realidad del saberse carentes de sentido. Aventurarse a encontrarlo es una tarea quizá inacabada, pero vale la pena.
Al final, quizá no sabremos nunca si Sísifo es feliz mientras lleva esa piedra hacia arriba. Pero no hay duda de que la pesada piedra de la burocracia no se hará más ligera ni por el chisme ni por la comida. Al contrario, se convierte en el símbolo del asalariado de hoy: un personaje dormido cómodamente en el patetismo de lo absurdo.