Conocí a François Mauriac hace más o menos veinte años, cuando dos de mis mejores amigos, que se paseaban por unas librerías de viejo, supongo que de las que están en Donceles, decidieron comprarme, cada uno, una novela del escritor francés. Me las regalaron de cumpleaños. Se trataba de Nudo de víboras y de Thérèse Desqueyroux.
Leí la primera con avidez. Fue la primera ocasión en la que me enfrentaba a lo que podría denominarse “el morbo católico en literatura”, una experiencia estética muy peculiar, cuya condición de posibilidad es haber ido a un colegio católico. Es decir: haber crecido desde la exacerbación de la culpa. Pero la culpa católica no va casi nunca sola ni está normalmente aislada. Casi siempre se trata de una danza de pareja. Es un animal, podría decirse, de dos cabezas. Un monstruo diprosópico. La culpa católica viene acompañada, comúnmente, de la experiencia del perdón y de la gracia.
De este modo, el morbo católico en literatura consiste en la capacidad de regodearse en la contemplación de las cochinadas y perversiones a las que la voluntad humana puede entregarse, pero con la conciencia siempre despierta a que la gracia de Dios acontece en lo impensable y de un modo extrañísimo, pero también considerando, al mismo tiempo, que la esperanza profunda y radical es inmensamente opuesta al optimismo. El maestro de dicha joya: François Mauriac –Nobel de literatura en 1952–. Junto a él podríamos poner a Bloy y a Bernanos, y quizá un poco más allá, aunque en la misma mesa, a Greene y a Dostoievsky. Como siempre, los franceses se llevan el premio a la confección de alimentos tan sublimes como apestosos. Una habilidad que ponen en práctica también para los alimentos del espíritu (quizá por eso sólo del barrio de Fourvière, en la misma ciudad que inventó el bouchon y que sirve le tablier de sapeur [el delantal de zapador —una tripa de buey marinada en vino blanco, aceite, limón, mostaza, sal y pimienta, pringada en huevo batido para ser empanizada y servida con salsa tártara o gribiche] como plato principal, podría venir una tan hermosa renovación teológica y espiritual para la Iglesia Católica como lo fue la Nouvelle Théologie).
Nudo de víboras, pues, como la recuerdo después de unos quince años de haberla leído, trata sobre la familia de un pobre moribundo que, postrado en cama en sus últimos días, escucha todas las conversaciones que la familia tiene a sus espaldas sobre el modo como se aniquilarán unos a otros –espiritual, psicológica y físicamente–, para adueñarse del botín de la herencia. En esa novela conocí la capacidad de Mauriac para describir la aventura que el alma tiene en asuntos morales y espirituales, y aprendí que tan emocionante como matar dragones o arrojar anillos al centro de un volcán, es domar a los dragones que habitan en el interior humano.
Algún tiempo después encontré, ahora yo, también en una librería de viejo, quizá la misma a la que habían entrado mis amigos años antes, El desierto del amor. También de Mauriac. La compré y la llevé a casa. La acomodé en el librero. Estuvo esperando su turno quizá unos diez años, estoica, mientras yo me fijaba en otros textos, en otras aventuras y en otros autores. Tenía otras cosas en qué pensar y había otros mundos qué desear.
Hace poco me la eché a los ojos. Sin querer menospreciarlas ni mucho menos, creo que El desierto del amor supera en finura y en altura espiritual las otras novelas de Mauriac que había leído antes –hace tiempo leí también El mal, una maravilla morbosísima de unas cincuenta páginas–. No sé si el juicio es objetivo, o sólo es que como yo he crecido y avanzado, ésta que leí hace poco me parece más intensa y mejor lograda. Una novela puede ser totalmente diferente si uno la lee a los veinte, cuando “el morbo católico en literatura” tiene un cierto poder sobre uno, que a los cuarenta, cuando ese poder sólo se ha exacerbado y refinado.
Como en toda la narrativa de Mauriac, El desierto del amor es una novela en la que pasan muy pocas cosas. En la aventura hay muy pocos acontecimientos. No hay viajes, ni villanos, ni crímenes que resolver, ni grandes eventos que marquen la vida de los protagonistas, ni grandes personalidades que desestabilicen al mundo. Todos los acontecimientos de la novela son milimétricos desde la perspectiva de un historiador común, que buscaría guerras, batallas, persecuciones, grandes accidentes o superpoderes. La novela avanza a partir de miradas, reflexiones, pequeños gestos como servir el té de un modo u otro, meditaciones mientras los personajes viajan en tranvía, apretones de manos y profusas insinuaciones psicológicas. Literatura francesa del XX, pues.
Podría decirse que el tono general de la novela es el erotismo, pero no se trata de una novela erótica. Mauriac cuenta la situación de un padre y su hijo, que se han enamorado de la misma mujer sin ellos saberlo del todo; y nos presenta también, por supuesto, a la mujer: Maria Cross, una señora guapa, joven viuda, profundamente necesitada y miserable moralmente, que sabe usar perfectamente de sus encantos para provocar y para sacudir, para acercar y alejar, para apaciguar y para exacerbar, para detener y para soltar, para hablar y para callar, para hacer hablar y para hacer callar.
Los tres personajes viven una intensa lucha contra el mal, más o menos consciente de ello, a partir de las tentaciones de la carne. El padre las vive como un adulto responsable, es decir, de un modo racional, impostado, perverso y un tanto vulgar. El hijo las vive como un adolescente, como las ilusiones y las pulsiones fantasiosas de un imberbe que aún no ha sufrido suficiente ni se ha comprometido con nada. El padre, médico, cuya esposa vive aún y de la que incluso Mauriac nos habla un poco, coquetea constantemente con la fantasía que Maria Cross significa para él. El hijo, estudiante, explora en sus imaginaciones los futuros posibles y vacuos que una bella dama podría proveerle.
Sin revelar al lector el verdadero conflicto ni el desenlace, mi interpretación de esta grandiosa novela –aunque no demasiado extensa, quizá unas doscientas páginas, y para muchos la mejor de Mauriac– es que su tema principal no es el amor erótico, ni el conflicto moral, ni el deseo, sino la relación que un padre puede y quiere establecer con su hijo adolescente. El autor es capaz de poner palabras a la soledad varonil de dos analfabetas emocionales que nunca han aprendido a acercarse afectivamente, y que quizá nunca aprenderán ni podrán relacionarse entre sí más que desde la distancia, el miedo y los muchos respetos ajenos. Sólo la mediación de una mujer prohibida logra establecer un puente entre ellos. Pero ese puente, que de alguna manera los conecta, establece, también, una distancia.
Entrañable y turbulenta, El desierto del amor es precisa y exacta, pues a partir de la degradación moral de la burguesía de la ciudad de Bordeaux, es capaz de hablar de algo más intenso, más relevante, más trascendente y más difícil de decir que un mero triángulo amoroso. O más aún, revela la subtrama, más profunda, íntima e intensa que subyace a ese triángulo amoroso: la perplejidad que provoca a un padre aprender que su hijo es otro, independiente, una singularidad ante Dios, y que por lo tanto el don de su amor ha de estar dispuesto a asumir incluso, de ese hijo, no más que la distancia; pero que sólo si se asume y se acepta esa dolorosa distancia podría establecerse una relación honesta, libre y dispuesta a recibir la ternura de la gracia que, si quiere y sin saber de qué manera, necesita de ese hueco para advenir.