Sonará raro si digo que alguien a quien nunca he conocido y nunca conoceré, alguien que ha vivido en un tiempo muy diferente y lejano al mío, ha tenido una influencia enorme en mi vida. Para él, cambié de residencia cinco veces, aprendí idiomas que nunca pensé entender, conocí a algunas de las personas que más amo en el mundo, por él me perdí y me reencontré. El causante de todo esto fue un hombre nacido hace 300 años en Königsberg y que de mí no ha sabido y nunca sabrá nada.
Muchos otros comparten mi experiencia: el legado de Kant no sólo es filosófico, sino que también ha creado una comunidad intelectual internacional (pienso en las diversas sociedades kantianas y las diversas cátedras en filosofía kantiana) que persiste con fuerza hasta ahora y que con su existencia ha dirigido el camino de muchos de nosotros. Kant ha sido motivo de encuentro y disenso. Así ocurre con los más grandes filósofos.
Mi cariño por Kant se remonta a mis años en la universidad. El profesor que más me influenció fue un kantiano. Siempre hablaba de Kant a pesar de que ninguno de sus cursos era sobre Kant. Me introdujo a la idea, que conservo como querida, de que hay que definir lo que se entiende por verdad y que el pluralismo es posible y deseable. Por ejemplo, Kant nos enseña que hay que distinguir la verdad formal (fundada sólo en las leyes de la lógica general), la verdad trascendental (basada en las condiciones de posibilidad de la experiencia) y la verdad empírica (que depende de que nuestros juicios sean corroborados por la experiencia empírica concreta). Además, Kant nos habla de diferentes tipos de objetos: posibles, ideales, reales y de la importancia de no confundir unos con otros, de no confundir la vigilia con el sueño. Todas estas entidades tienen su dominio, su legítimo lugar de ser, pero no deben confundirse entre sí. De lo contrario, se suscitaría una contradicción de la razón consigo misma, que Kant llama “antinomia”. Y en la antinomia no se puede vivir. No se puede estar convencido de algo y no estarlo al mismo tiempo. Hay que resolver la contradicción, mostrar que su origen deriva de una tendencia, a veces inconsciente, a mezclar los diferentes campos de investigación, de apresurarnos a determinar la causa de las causas sin hacer el esfuerzo de ir paso por paso y admitir que, si los pasos son infinitos, si no tenemos experiencia y conocimiento del todo, entonces este conocimiento no es para nosotros sino una aspiración vacía. Kant se permite decir lo que pocos filósofos han hecho: no lo sé. Pero el agnosticismo teórico de Kant no es negativo, porque nos permite definir con certeza hasta qué punto y qué podemos compartir, cuáles son los campos en los que debemos luchar con las armas de la lógica trascendental y cuáles con las armas de los experimentos empíricos. Al hacerlo, revolucionó la concepción de la metafísica: la reina de las ciencias ya no se ocupa de preguntas mal planteadas, de objetos imposibles considerados como posibles, sino de definir los límites entre los distintos tipos de objetos, entre lo posible y lo imposible, entre el algo y la nada.
Kant trató muchos de los campos del saber: desde el estudio de la naturaleza y la cosmología, hasta la epistemología, la antropología, la psicología empírica y la filosofía práctica, entre otros. Su filosofía práctica nos ha dejado con la gran interrogante de cómo aplicar el imperativo categórico “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal” (AA IV:421). Unos indicios de cómo hacerlo se pueden encontrar tal vez en sus tres máximas del sensus communis, expuestas en la Crítica de la Facultad de Juzgar, (5:294s) y en los pasajes sobre la educación ética en la Metafísica de las Costumbres, (8:483s) donde exalta la importancia de hacer el intento de asumir la posición del otro, conocer las situaciones ajenas, incluso viajar, hablar otros idiomas y devenir, en parte, este otro. Otro asunto que a veces escandaliza hasta el espanto es su convicción de que mentir es una forma de hacer mal en general (8: 426-429). Siempre. ¿Cómo justificar este deber cuando alguien oculta a una posible víctima de su perseguidos? ¿Cómo no mentir si estamos convencidos de evitar el mal o un mal mayor no diciendo la verdad? Ciertamente se trata de casos problemáticos sobre los que los intérpretes siguen discutiendo. Sin embargo, es posible que Kant nos hubiera respondido señalando la imposibilidad de una salida ética de ciertas situaciones. El héroe, como bien señala Varden en “Traumatized Heroes” (Traumatized Heroes - Public Seminar) no es inmune a pagar un tributo y a menudo mentir, aunque en la creencia de estar contribuyendo a la construcción de un futuro mejor, implica la pérdida de un algo y este algo es la unidad entre verdad y bien. Si miento, una parte de mí muere, porque por un momento acepté vivir en un mundo que no puede ser moral, ni verdadero… me hice mezquina. A veces nos parece inevitable, para un bien futuro mayor, y, en efecto, a menudo es así, pero esto no quita la pérdida, aunque solo sea por un instante, de la unidad entre verdad y bien que debería constituirnos, que debería constituir un mundo pacífico. No es casualidad que el primer artículo de Hacia la Paz Perpetua se refiera a la honestidad: “No se tendrá por válido un tratado de paz cuyo trasfondo secreto oculte las bases de una guerra venidera” (8:344). La veracidad es la condición de la realización de nuestro lugar bueno, nuestra EUtopía.
Ahora, a 300 años del nacimiento de Kant es importante recordar también sus limitaciones: en los escritos antropológicos, en particular, no trata a otras culturas y comunidades con el espíritu ilustrado que quería difundir. En sus textos hay inconsistencias y defectos. Corresponde a nosotros hacer filosofía de mejor manera y no caer, como tal vez le sucedió a él, en las trampas de nuestro tiempo. Los errores se pueden explicar entendiendo a fondo el tiempo en que viven sus actores: las presiones, los prejuicios, la falta de claridad, la violencia... pero esta comprensión nunca podrá hacer justicia y justificar la ceguera que conduce al error. Por eso, con, contra y más allá de Kant, debemos hacer buen uso de su lema: ¡Sapere aude!