La tarjeta postal se creó en Austria a mediados del siglo XIX como una alternativa más económica que la carta. Al inlcuir el sello postal en el reverso ya no hacía falta ningún sobre para enviarla al otro lado del mundo. Aunque no faltaron las preocupaciones por dejar al descubierto la intimidad entre escritores, se usó como un medio más informal para hablar de la vida cotidiana. Su creador, un profesor de economía vienés llamado Emmanuel Hermann, pensó que la reducción del tamaño del papel dejaría menos espacio y así la correspondencia sería un poco más corta y trivial. El 1 de octubre de 1869, salió la Correspondenz-Karte como la primera postal en el mundo y hacia 1889 comenzaron a circular las primeras postales ilustradas en el reverso con motivo de la Revolución Francesa.
La idea fue bien aceptada no sólo porque propiciaba un medio más accesible para más personas, sino también porque pudo simplificar la comunicación, sobre todo la correspondencia en época de guerras. Y es precisamente por esta brevedad de las palabras que hoy tiene más sentido la postal: posee una profundidad que, al menos en el siglo XIX no era advertida. Creo que, ahora que ya no es lo más común, la escritura postal ha cobrado un significado más trascendente.
El sentido de la tarjeta postal no reside en sus ilustraciones, por muy bellas que éstas puedan llegar a ser. Claro está, que constituyen parte del mensaje que se busca plasmar, como un eco impreso de un pasado vivido. Más bien, el sentido último se encuentra en la experiencia del viaje y en el poder revolucionario que tiene en nuestra identidad.
Cuando nos encontramos en un lugar conocido, son quizás escasos los momentos novedosos que desafían la pregunta de quiénes somos. El oráculo de Delfos alguna vez nos dijo a través de Sócrates que debíamos conocernos a nosotros mismos. No sé si estaría de acuerdo conmigo en que los viajes propician el descubrimiento de los recovecos más recónditos de nuestro ser, que, en circunstancias más ordinarias permanecen a oscuras. Resulta obvio que a la vida cotidiana no le hacen falta retos y conflictos que puedan parecerse al viaje, pero éste promete una revolución del yo quizá más desgarradora. El ser humano prueba que su origen rindió frutos, reafirma su identidad en lo desconocido, al habitar, aunque sea por una breve temporada, un lugar y un tiempo que no le pertenecen.
Las tarjetas postales, constituyen así el registro de las impresiones que el paisaje externo va dejando en el alma del viajero. Pero es también una manera de remitirse a un paisaje interno evocado a partir de lo que observa en lo que es virgen para quien no conoce el lugar de destino. Podría objetarse que el descubrimiento de uno mismo no exige con necesidad la escritura de ese hallazgo, pero su escritura es lo que precisamente le da el carácter reflexivo inherente al autoconocimiento. Es en ese escribir de uno mismo que la reverberación de la identidad se plasma en un diálogo, no sólo con la persona a quien se destina la postal, sino con uno mismo. Quizá este autodescubrimiento implique también una manera de invención, una forma de apropiarse del lugar visitado y volverlo parte de nuestro nombre. Porque uno no vuelve a ser el mismo después de pisar tierra ajena, de hablar otro idioma que no es el nativo y entablar conversaciones en un suelo diferente al que nos vio nacer.
La postal es un vestigio del desprendimiento de un yo caduco, pero también significa el despertar de otro gestado mientras se encuentra en medio de un lugar que no es suyo. Porque, ¿cómo no cambiar al expandir la experiencia sensorial y física del cuerpo? Incluso nuestros propios órganos deben adaptarse, no sólo al cambio de horario, a las nuevas costumbres, sino también a los tiempos de cada cultura, las maneras de hacer o decir las cosas, a una visión que resulta por completo ajena a nuestra razón. La tarjeta postal es, por ello, una manera de dar fe de esa transformación, nos permite plasmarla, no olvidarla y compartirla para mantener un lazo con el lugar que nos dio el primer aliento. Supone en última instancia un diálogo entre el pasado y el presente frente a un futuro que se cierne con el pintar de la pluma en los renglones de la tarjeta. Es una conversación entre el ser que se encuentra en un hábitat extranjero, y el yo que evocando su pasado logra conectar ambas circunstancias, al mismo tiempo que evoluciona y hace oficial un ser nuevo, distinto, futuro.
Al final, si se me pregunta qué es lo que impulsa una escritura postal, diría que la melancolía es el sello característico de este tipo de escritos que propician las postales. Domina la pluma del viajero: al haber una ruptura con el lugar de origen, hay también una añoranza por el regreso. Sin embargo, la gran ventaja de esta melancolía es que posibilita a los sentidos a abrirse de par en par para recibir lo nuevo y novedoso, lo desconocido. De esa manera, uno va encontrando lo conocido en lo desconocido, mientras que en esto que desconoce también se vuelve de algún modo conocido, aunque por poco tiempo. Al menos la postal sirve para dar fe de esa ruptura y esa apertura que significa el viaje, un viaje a tierras inhóspitas, tanto físicas como identitarias.
Pero la postal no es un acto solipsista como un diario de viaje, es un ejercicio que no es sólo mío: es también de otro cuyo nombre me susurra, me evoca y me recuerda el extranjero. Enviarle nuestros descubrimientos en tierras lejanas a ciertas personas es un símbolo de la relevancia que poseen frente a un cúmulo de estímulos nuevos. La persona que logra viajar con nosotros en nuestra memoria debe ser especial, debe constituir una pieza importante de nuestra identidad como para ser rememorada cada vez que no hay más conocido que lo que traemos adentro y viene con nosotros. Pensar en ellos, enviarles un pedazo de papel del exterior es más que el mero acto de recordar. Es hilar su memoria con las nuevas impresiones que genera lo desconocido, es la permanencia misma frente a lo novedoso. Es volverlos parte de nuestro descubrimiento y saber que, aun a lo lejos, siguen siendo parte de lo que somos.
Al final, en un mundo con prioridades más bien pasajeras y vanas, la tarjeta postal significa un recuerdo permanente que, como el género epistolar, propicia la espera de la otredad, el desarrollo de sentimientos y el perdurar de una intimidad compartida. Escribir con papel y pluma es hoy una protesta contra lo efímero, una manera de hacer indeleble nuestro mundo interior. Sé que Sócrates no estaría de acuerdo en escribir nuestros hallazgos y memorias de viajes con tal de compartirlos y volverlos de esa manera más trascendentes. De hecho, creo que diría lo contrario, que la escritura supondría el olvido de lo que pretendemos recordar. Saber que en el futuro podemos recurrir a lo ya escrito no nos obliga a recordarlo como si fuera a desvanecerse en el instante siguiente. Tal vez tenga razón… Pero gracias a la escritura podemos dejar un legado, tal como él lo hizo. Plasmar nuestra memoria en algo más que sólo ella misma. Compartir los paisajes internos, escribirlos, por unos breves renglones es el desafío no sólo a ese olvido, sino a las fronteras del espacio y tiempo. El trazo de las palabras emana de un cuerpo, de una mente que se conecta con un alma intocable, pero se hace visible ahí, justo en los renglones. Si no hay nada más permanente que eso, no sé qué sea. La permanencia verdadera sólo puede ser vivida en carne propia, compartida con otra carne y vivirla en conjunto. La tinta permite esa vivencia, nada más. El hacerla compartida la vuelve metafísica.