Angélica Rivera no fue la primera mujer que vi manosear al luchador Norman Smiley, mejor conocido como Black Magic. En 1989, mi abuela, Epigmenia Avilés Herrera —a quien todos le decíamos Gaby porque no le gustaba su nombre—, se abalanzó sobre él en el Toks de Cuauhtémoc, un lugar al que por su cercanía con la Arena México, los luchadores frecuentaban. Recuerdo a mi abuela en marcha decidida hacia la mesa en donde Black Magic cenaba. Se sentó en sus piernas y lo rodeó con sus brazos. Le dijo que era un honor conocerlo y que solía ver sus peleas en televisión. Al cabo de unos minutos, Gaby volvió sonriendo a la mesa, pero con las manos vacías. A diferencia de lo que solemos hacer en la acutalidad, mi abuela no registró prueba alguna de su encuentro. No hubo autógrafo ni prenda, mucho menos una foto para atestiguar el evento. Mi abuela no necesitó de un souvenir para preservar el recuerdo de ese instante. De vez en cuando, antes de fallecer unos años después, aún se alegraba al compartir la anécdota.
Hoy se antoja casi impensable que alguien pueda resistirse a capturar cada instante mediante un objeto tangible. Registrar las experiencias se ha vuelto tan importante como vivirlas. Habitamos en lo que Jean Baudrillard llamó, en su libro La sociedad del consumo (1970), el mundo del pseudoacontecimiento; “un mundo de acontecimientos, de historia, de cultura, de ideas producidos, no a partir de una experiencia conmovedora, contradictoria, real, sino producidos como artefactos a partir de los elementos del código y de la manipulación técnica del medio”. Necesitamos, de algún modo, pruebas de los acontecimientos que nos conmueven: el video de un concierto, la foto en un sitio turístico, el autógrafo de Juan Camaney. Es como si, sin esos fetiches, el instante perdiera su validez o simplemente no hubiera ocurrido. Sin darnos cuenta, el afán por generar vestigios de nuestras experiencias nos ha desconectado del mundo, pues los trofeos de nuestra existencia —como apunta Baudrillard— “desnaturalizan y falsifican” el contenido auténtico. Quizás sea una desconfianza colectiva en los poderes de la memoria o el deseo de participar y compartir nuestras experiencias con otros lo que nos mueve a documentar nuestra vida. En cualquier caso nos hemos convertido en coleccionistas de vivencias más que en participantes, hemos hecho de nuestras vidas museos, en vez de historias.
Mi abuela Epigmenia perteneció a esa clase de personas para quienes los instantes no necesitan nada más que vivirse. La esencia del momento, para ella, no requería una marca visible, y su felicidad no necesitaba de una prueba para ser confirmada. En vez de necesitar un objeto que le recordara aquella noche, su breve intercambio con Black Magic quedó siempre en su mente como una experiencia que podía revivir y compartir, sin desgaste ni deterioro. Casi no conservó ningún objeto material de mi abuela. Durante años su librero estuvo en mi habitación hasta que eventualmente lo regalamos. No me queda sino su vieja guitarra, sus historias y mi afición por la lucha libre.