REGISTRO DEL TIEMPO
19/6/2024

Más sobre el placer: apologías y matices

Diego I. Rosales

Hace unas pocas semanas Mario Gensollen publicó en este blog una elocuente entrada en la que loaba al placer (https://www.conspiratio.mx/blog/apologia-del-placer). Lo reivindicaba frente a tradiciones filosóficas o teológicas que lo han excomulgado de la vida moral (el platonismo o san Agustín), o que lo han puesto en la zona de lo amenazante para la razón y la autonomía (Antístenes o Kant). Su certero y bien confeccionado texto ha despertado en mí tanto algunas inquietudes como el deseo de hacer algunos comentarios.

Es verdad que, salvo contadas excepciones, el placer tiene mala prensa en la historia del pensamiento, de la moral y de las religiones, especialmente debido a las tradiciones que Mario comenta. Por ello es útil y oportuno sacarlo del index de las experiencias prohibidas. Pero también es verdad, por un lado, que algunas de esas condenas son mucho más matizadas de lo que la historia oficial cuenta: el placer también ha sido reivindicado y reconocido por algunos de esos autores como elemento central de la felicidad humana y como motor último de nuestras acciones. Por otro lado, pienso que es sano reconocer que en muchos casos el vituperio contra el placer es bien merecido, o que cuando menos es bueno ponerle algunas acotaciones. Quiero mostrar aquí ambas cosas. Para lo primero, resaltaré las reivindicaciones y alabanzas que podemos encontrar en muchos textos importantes de san Agustín. Para lo segundo, intentaré plantear la ambigüedad antropológica que el placer implica.

Vamos a lo primero.

El obispo de Hipona ha pasado a la historia, popularmente, como el individuo converso que, horrorizado de sus propios actos libidinosos, los condenó para la posteridad y estableció un nuevo super-yo cristiano, que hizo del placer sexual el acérrimo enemigo de todo camino ético y religioso. Dicha fama ha arraigado tanto en simples devotos como en sesudos teólogos, y sus textos, de manera efectiva, han ejercido una influencia tan sólida en la teología y en la espiritualidad cristianas –y de ahí también al mundo secular– que su influencia ha costado centurias revertir. Sin embargo, la doctrina del placer en san Agustín es mucho más matizada y compleja que una mera y burda hedonofobia.

Cualquier lector atento puede advertir que las Confesiones están llenas de referencias sensuales para explicar la vida espiritual y, específicamente, la experiencia que Agustín tiene de Dios, por ejemplo:  “gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza mía y Dios mío” (Confesiones, I, 20, 31), o también: “tú sólo eres la plenitud y la abundancia indeficiente de eterna suavidad” (Confesiones, II, 6, 13), más aún: “ninguna de estas cosas me deleitaba ya en comparación de tu dulzura y de la hermosura de tu casa, que ya amaba” (Confesiones, VIII, 1, 2), e incluso: “llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz” (Confesiones, X, 27, 38). Sólo cuatro ejemplos del inmenso pajar que es el texto agustiniano. La experiencia que el santo de Hipona tiene de Dios es una experiencia de gozo, descrita además con vocabulario propio del cuerpo, de los sentidos y del ámbito de lo sensual.  

Ello no es un mero recurso retórico de Agustín. Es cierto que en tanto obra cumbre de la lengua latina, las Confesiones están llenas de florilegios verbales, y que esa prosa tan rica es parte de lo que ha cautivado a tantos. Pero sería un error ver en ellos sólo un recurso retórico y no una profunda experiencia del mundo y de Dios; o ver en ellos sólo un recurso retórico sin mirar también porqué precisamente es un recurso retórico efectivo. Si dichas formas literarias gustan a tantos se debe precisamente a que el ser humano tiene una profunda necesidad de sensualidad y de placer. Agustín lo sabía, lo aceptaba y utilizaba esa constatación antropológica como elemento pedagógico. Pero más aún; volviendo de la retórica al nudo central de lo que Agustín quiere comunicar, podría decirse que esas expresiones no son metafóricas, sino que constituyen la esencia misma de la experiencia que él tuvo de Dios y de lo que llamó, en última instancia, felicidad. El Dios de san Agustín es un Dios de cuerpo, de carne y de huesos, que se siente –vibrante–, que se llora, que se abraza o que se rechaza físicamente. Es el Dios cristiano, que se conoce en la carne con sus dolores y sus gozos, sus finitudes, sus espasmos: un Dios que, constituido de entrañas, nació del útero de la niña María.

La felicidad para san Agustín está constituida por la dicha, por el gozo, y no hay dicha ni gozo sin placer. Por ello le parecía ridícula la teoría estoica de la felicidad, que buscaba encontrarla en la ausencia de pasiones, ¿cómo va a haber felicidad sin placer? (La ciudad de Dios, XIX, 4) Es cierto, sin embargo, que para san Agustín hay de placeres a placeres. Los hay carnales y los hay espirituales. En primera instancia uno podría pensar que los carnales tienen que ver con asuntos mundanos como la bebida, la comida, el sexo o el juego, y que los espirituales se refieren a cuestiones más bien intelectuales o espirituales como el arte, la ciencia o la religión. Y así, uno se ve obligado a ampliar la definción de placer para incluir en ella los aspectos gratificantes que estas experiencias proveen al alma: resolver un problema matemático, leer una novela, visitar un museo o pasar tres horas en silencio contemplativo: —Entreguémonos al placer–, le decían a Simone Weil. —De acuerdo, ¡despejemos una ecuación trigonométrica!–, respondía ella entusiasmada.

Todo esto es placentero, efectivamente, o puede llegar a serlo, pero si el placer que Agustín reivindica es precisamente éste del segundo grupo –el de las experiencias espirituales, intelectuales y artísticas–, entonces parece una reivindicación aburridísima, interesante sólo para algunos estrafalarios o esnobs que se gozan en refinamientos culteranos. Sin embargo, la clasificación de placeres en carnales y espirituales no le sirve para desechar a los primeros y acoger a los segundos. Agustín propone que lo carnal y lo espiritual no dependen de aquello de lo que se sienta placer, sino de la forma en la que se busque. Aquí está la jiribilla: el alma puede gozarse lícitamente en cosas aparentemente mundanas como la comida, la bebida o el sexo siempre y cuando no considere esos bienes como su fin último, es decir, siempre y cuando no los constituya un ídolo a adorar. Así, una persona puede ser plenamente casto en lo sexual, dedicar su vida a la ciencia, al estudio de la humanidades o a la acumulación de virtudes y, en ello y por ello, ser un completo libidinoso. Los placeres son buenos –sin importar de qué se sienta placer– cuando están encaminados al Bien, a Dios, y si se usan como un medio para poder amar más y amar mejor, como un medio para compartir con los otros la belleza, como medio para perseguir la verdad. Si, en cambio, por la forma en la que gozamos la realidad –cualquier que sea: el vino, la música, la ciencia, la ética o incluso la religión– colocamos a esos bienes como el destino último de nuestro deseo, estaremos haciendo de nuestra alma un monstruo decadente, famélico, que lame sus propias sombras.  

No hay felicidad posible para el ser humano si se excluye el gozo, y con él también el placer de la vida. De hecho, Agustín reconoce que el placer es tan fundamental que el ser humano se mueve, prácticamente siempre, por él: “sólo se ama lo placentero” (Sermón 159, 4), o bien: “necesariamente obramos en conformidad con aquello que más nos deleita” (Exposición de la Carta a los Gálatas, 49), o esta conminación a orientar nuestro deseo hacia lo placentero: “desea lo que te deleita (desidera unde delecteris) (Enarraciones sobre los Salmos, 41, 1), e incluso: “el placer es como el peso del alma. El placer, por tanto, la orienta: pues donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón; donde está el placer, allí también está el tesoro, y donde está el corazón, allí la felicidad o la desgracia” (La música VI, 11, 29).

Es obvio que estas ideas contrastan profundamente con otras afirmaciones del propio Agustín sobre el placer sexual, como las que recogió Mario en su artículo, cuya condenación abarca incluso la práctica dentro del matrimonio. Su condena es famosa, célebre, y ha pesado enormente en la historia del cristianismo, pues no fue sólo él, sino el Pablo mismmo el que introdujo en la tradición estos juicios exacerbados. Si bien su condena no es al placer en sí sino a hacer uso del prójimo para la consecución del placer propio, es cierto que este matiz ha conducido a una serie de condenas exageradas. Habrá que estudiar las razones de esta precipitación. Seguramente tiene que ver con una filtración de estoicismo y de neoplatonismo helenísticos en los primeros siglos del Cristianismo (a propósito de ello recomiendo el libro El celibato sacerdotal, de Jean Meyer), pero también con la atormentada personalidad del obispo de Hipona que, en ese rubro, no conoció nunca la moderación ni el gozo sensatos. Dejemos ahí a san Agustín.

Vayamos a lo segundo. Seré breve.

¿Qué es el placer? ¿Por qué vale la pena alabarlo y recuperarlo de las tradiciones “hedonoclastas”? Comencemos con su dimensión más primaria: el placer físico, corporal o sensual. Éste consiste en una experiencia agradable, gratificante, que admite una gradualidad por vía de saturación o desaturación. En él, la medianía y la regulación, como en casi todo en la vida, juegan un papel central: poco estímulo, poco placer; mucho estímulo, mucho placer. Si el estímulo es demasiado poco, difícilmente hay experiencia. Pero si es excesivo, probablemente haya dolor. Hay un umbral cuya superación puede hacer desaparecer la experiencia placentera, o incluso en algunas ocasiones transformarla en dolorosa. El placer reclama, para mantenerse tal, una regulación en la media con descansos interminentes. Epicuro fue el gran explorador de esta disciplina.  

En cuanto a su objeto, el placer no es necesariamente universal. Uno puede pensar que una caricia o que un caramelo son siempre placenteros, pero es perfectamente concebible que bajo ciertas condiciones ambas experiencias podrían ser dolorosas o indeseables (aunque es cierto que lo indeseable, o indeseado, podría seguir siendo placentero –¿y también lo doloroso–). Hay factores cultural o espiritualmente determinados, que constituyen y determinan lo que es placentero para cada persona. No hay experiencia humana que sea placentera de manera exclusivamente física. Tanto el objeto como la intensidad y el modo suelen verse modificados por la psicología, la historia, la cultura o la espiritualidad. El placer físico es, así, una especie de abstracción que en los hechos se realiza de manera siempre matizada y relativa (quizá el descanso sea siempre y en todos los casos realmente placentero… ¿lo contrario del placer no es, entonces, el dolor sino el cansancio?).

¿Qué gozamos, realmente, cuando bebemos un gran whisky? ¿Qué nos da placer cuando comemos un pan recién salido del horno o cuando bebemos agua fresca después de hacer deporte en un día caluroso? Sin duda no es la mera irritación o la fricción de la materia sobre nuestros órganos. Es obvio que ese estímulo es una condición, un requisito, pero es aún más obvio que la experiencia humana del whisky está constituida por la conciencia de su origen y de su historia, por la asociación cultural de los elementos que saborea el paladar, por la embiraguez que genera, por las disposiciones psicológicas a las que arroja a quien lo bebe, por la conversación, por la amistad, por los afectos que se liberan, por los sueños que se comunican, por la hermandad, por el manifiesto que firmamos bajo su influencia, por la revolución francesa que nace del old-fashion. Su sabor es siempre un sabor inculturado. El placer humano es una experiencia determinada verticalmente: es el alma la que goza en el cuerpo y por el cuerpo.

Por otro lado, el placer incluye un cierto aspecto de obnubilación. Podría afirmarse, especialmente si es intenso, que enceguece al yo por unos instantes, que le roba su conciencia, que lo deslumbra –esto es lo que asustaba a Kant–. Pero el placer obnubila al yo afirmándolo, impulsándolo sin negarlo, lanzándolo hacia nuevos mundos. Lo empodera, aunque a la vez lo vulnera. El placer conlleva algo de divino, de posesión demónica, de contacto con lo sagrado y con los poderes superiores que visten el mundo de misterio.

Por ello afirman Maurice Blondel y Michel Henry que el placer no puede ser el norte moral de la voluntad. Ante la duda sobre la acción, el placer no es buena guía: llena al yo de su propio limo, lo satura de sí mismo, le roba sus vínculos con la alteridad. Sin embargo, dado que el placer mueve el corazón del ser humano, es también el comienzo de todo itinerario amoroso. Es vía de belleza, vestigio de hermosura, y por ello me sumo a su alabanza y a su loa. Pero me sumo también a su dignificación, a alterarlo en su complejidad y a introducirlo en un movimiento ascendente pues, si bien, como lo constata san Agustín, el placer es lo único capaz de mover al alma humana, es también demasiado poco para satisfacerla.

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