REGISTRO DEL TIEMPO
29/5/2024

Madre centenario

Rodrigo Noir

1924 es un año en el que Estados Unidos va viento en popa: encabeza la modernidad en el planeta desplazando a la vieja Europa y sus tendencias autodestructivas como epicentro del mundo. Es el mismo año en el que muere Lenin y la Unión Soviética quiere hacer su propia versión de ultra modernidad con medios primitivos y brutales. El experimento era desde su nacimiento demasiado contradictorio y ridículamente ambicioso como para tener éxito. Pero la magnitud del fracaso resultará inocultable mucho tiempo después.

Mi madre bautizada por las enfermeras del hospital St. Joseph de Houston Texas como Isabel Louise (Betty Lou al estilo sureño) y rebautizada por sus padres como Emma Susana parecía demasiado frágil para sobrevivir. Como sea, nació en un mundo moderno destinada a una vida moderna. El exilio político de su padre le había dejado abierta esa oportunidad.

Dotada de una inteligencia y una capacidad de observación muy por encima del promedio que ya la destacaban en el grammar school, todo apuntaba a un destino muy diferente de haber nacido en México, esa sucursal semisalvaje de la cultura hispana esta última ya de suyo emproblemada con el mundo moderno.

Hay muchas maneras de ser inteligente en esta vida, hay inteligencias pragmáticas y ágiles, destinadas al éxito temprano, inteligencias creativas que necesitan más tiempo para dar frutos y también más suerte. A mi madre le tocó el tipo de inteligencia más raro, una que necesita de condiciones especiales y muy buena fortuna para fructificar: la inteligencia profunda, íntimamente ligada a la sensibilidad y a la capacidad observación, pero con una fuerte propensión a la pasividad. Ver el mundo como mi madre no puede ser algo más alejado del cliché y de lo superficial, niveles en donde transcurre buena parte de nuestra existencia. Es en cierto sentido un tipo de inteligencia que se sale del mundo para poder observarlo con una dosis de melancolía, como la niña a la que no se le invita a participar en el juego y sólo se queda mirando cómo interactúan los participantes. No es que fuera una inteligencia que no pudiera dar resultados prácticos, pero no es ahí en donde radica su poder. Su despliegue es al margen del mundo.

La vida no es fácil para alguien con ese grado de conciencia y autoconciencia. Quienes dejan huella en el mundo lo hacen en buena medida por un déficit de conciencia que los hace olvidarse de sí para entregarse a sus proyectos fluyendo de manera ininterrumpida; a veces la conciencia, ese constante auto interrogarse simplemente les estorba en el camino de la acción. En el extremo, la Inteligencia Artificial ha demostrado que se puede contar con una capacidad sobrehumana para resolver problemas que requieren de lógica e identificación de patrones en medio del caos de la información y los datos, todo ello sin necesidad de contar con una conciencia en el arsenal de recursos.

Mi madre contaba con un superávit de conciencia lo que le hacía interrogarse continuamente por la dimensión moral de los asuntos a la vez que a dudar de sí todo el tiempo.  En parte eso provenía de un trauma de crianza: el no sentirse correspondida en el profundo amor que siempre sintió hacia su madre. Todo ello se tradujo en una inseguridad íntima y en una inhibición para desarrollar su capacidad balo la modalidad de inteligencia de la que estaba dotada. Es la capacidad de autoafirmación con la que cuentan filósofos y poetas con reconocimiento ya sea en vida o post mortem. Al mismo tiempo Emma Susana contaba con el espíritu rebelde, antiautoritario, vehemente y excesivamente orgulloso de su padre que tantas tribulaciones causaron a propios y extraños durante su corta pero intensa vida política que culminó en el exilio.

Todo lo anterior contribuyó a hacer de mi madre una personalidad demasiado compleja y francamente difícil para quienes la han tratado de cerca. Un alma con demasiadas dimensiones que más que reforzarse se sabotean entre sí. Un permanente estado de inquietud, angustia e inconformidad hasta en los detalles pequeños de la vida, esos que permiten a los demás disfrutarla. Mi madre era un cóctel demasiado exótico para su propia madre, dotada esta última del tipo de inteligencia práctica que pierde la paciencia con las profundidades y recovecos de la psique de su hija, teniendo además que atender a una vasta familia en donde la mayor atención se dispensa a los hijos varones, como dictaban los cánones.

La propensión de mi madre consistente en ver el drama moral subyacente en situaciones, eventos y personas hacía que no pocos se alejaran de ella, incluyendo su madre, ya que era capaz de formular juicios terminantes, a veces poco caritativos. Afortunadamente en ella también había un lado anárquico, surrealista, que le permitió desarrollar un sentido del humor sorpresivo y una capacidad para reírse de sí misma y los suyos, lo que siempre le humanizó. Uno de sus grandes legadas a sus hijos fue esa enseñanza de no tomarse en serio todo el tiempo y es que no hay mayor liberación que la de uno mismo por medio de la risa y sin pasar por los rigores sobrehumanos que demanda el budismo. Tal vez mi madre no dio a sus hijos una gran seguridad en ellos mismos ¿cómo podía darnos algo de lo que ella carecía? pero sí esa escuela liberadora incluso a contrapelo de sus propias y rigurosas convicciones. A nosotros nos crio una teóloga con sentido del humor; una a quien podía ganarle la risa en pleno ejercicio apodíctico.

A mediados de los años treinta el padre de mi madre decidió regresar de la dorada California donde toda la familia era feliz a México. Tenía la vana esperanza de retomar su carrera política para terminar descubriendo que nadie quería volver a ser arrastrado por Prieto Laurens a apuestas políticas todo o nada, justo en plena consolidación de la familia revolucionaria en donde había un huequito y una oportunidad para quienes sabían ser disciplinados, calculadores y pacientes, exactamente lo que no era mi abuelo. Esa decisión comenzó a estrechar el horizonte de desarrollo de mi madre, en un país, sociedad y cultura más limitadas en varios sentidos. México al igual que cualquier otro país latinoamericana jamás podrá, ni entonces ni ahora, experimentar esa suerte de big bang que singulariza a los Estados Unidos como una nación que se cuece aparte en la historia universal.

A mi madre todavía le tocó la resaca del catolicismo novohispano, hiper clerical, jerárquico y descerebrado que dominaba no pocos espacios de la vida social en México, comenzando por la educación. Su orgullo y su espíritu rebelde le llevaron a no soportar a prelados y a monjas, de modo que terminó desarrollándose en ella un catolicismo singular; anticlerical, alérgico a la multiplicación de prodigios y milagros, pero profundamente interesada en la teología de los padres fundadores de la Iglesia. En el catolicismo mexicano abundaban las mujeres con afición a lo místico, más nunca supe de una realmente interesada en la teología, así como en la hermenéutica del Nuevo Testamento. Mi madre llegó a ser una experta autodidacta en San Pablo.  Seguramente no tenía a nadie con quien hablar de todo esto; las mujeres que le acompañaron a lo largo de su vida carecían de interés alguno en seguir un argumento teológico; los curas que trataron a mi madre no le tomaban en serio, teniendo ella mucho más formación clásica y filosófica de la que ellos podían recibir y asimilar en sus seminarios.

Mi madre fue una alumna destacada de la facultad de filosofía y letras al grado de ser la primera de su generación. Sin embargo, nunca se tituló por haber ingresado al mercado de trabajo y dedicarse a tiempo completo a ello.  Comenzó a cosechar éxitos en un entorno enteramente masculino en agencias de publicidad norteamericanas radicadas en el país, en un ambiente acaso no muy distinto del retratado en la serie Mad Men. Al dominar a la perfección dos lenguas extranjeras junto con el saber redactar, más su claridad y pulcritud para exponer argumentos e ideas, la llevaron a ser una de las primeras mujeres en tener un puesto ejecutivo en México y en tener la responsabilidad de dirigir las primeras campañas publicitarias de marcas reconocidas hasta la fecha.

Antes que a otra mujer en este país a ella se le presentó la disyuntiva de seguir en una carrera laboral o criar una familia. En esa época la disyuntiva en sí era mal vista no menos por el llevado y traído patriarcado que por los distintos círculos sociales y familiares de mujeres. El peer pressure que clamaba a coro “consíguete marido” no enfrentaba ninguna objeción, ningún acompañamiento que animara a la señalada a contradecirlo. Mi madre también creía que casarse complacería a sus padres con quienes vivía pues era impensable que se fuera a vivir sola, aunque bien podía hacerlo.  Decidió escoger como pareja a un hombre de su misma edad atlético y varonil que trabajaba en la misma agencia, aunque ganara menos que ella con quien se casaría un par de años después.

Mi padre fue un hombre atractivo, coqueto, que se entendía mucho mejor con la vida que mi madre. Como pareja eran asimismo atractivos y con frecuencia invitados a cenas y reuniones, pero siempre con una reserva mal disimulada de mi madre que no favorecía el éxito social que bien pudieron haber conseguido y aprovechado. El origen familiar de mi padre no podía ser más distinto que el de mi madre, así como su background cultural. Mi padre era hijo de inmigrantes españoles pobres. A diferencia de mi madre que provenía de una familia antigua (rastreable hasta 1627) y activa en la historia de México, él carecía del capital social y cultural de mi madre. Terminó la preparatoria, pero básicamente era un self-made man. Encarnaba muy bien las virtudes, así como las enormes limitaciones de la cultura española que él nunca dejó de idealizar. Las palabras honor, caballerosidad, entereza dicen poco hoy en día, incluso estúpidamente son mal vistas, pero eran una garantía, para todo aquél que le tratara, de confiabilidad y certeza, activos sociales muy escasos hoy en día. Al mismo tiempo era refractario a las nuevas ideas, fueran culturales, sociales o políticas. Su ideario era antiyanqui y reaccionario. A diferencia de mi madre jamás valoró ni el ideario ni las instituciones republicanas. De manera autodidacta se aplicó a conocer a fondo el México Virreinal, así como la historia de México del siglo XIX. Estaba legítimamente orgulloso del conocimiento adquirido, pero no dejaba de ver a la historia de México como una caída desde el orden Novo hispánico hasta el caos republicano. Sin embargó acertó al ver en la demagogia la enfermedad que tarde o temprano terminaría por perder a México. Los reaccionarios tienden a ser mejores profetas por ser más proclives al pesimismo.

Con todo, mi padre no tenía un temperamento pesimista. Más bien lo contrario. Su principal recurso era el sentido común y la experiencia así que las ideas y los idealismos le deslumbraban menos que mi madre.  En la pareja mi madre era el Quijote y mi padre Sancho Panza, aunque lamentablemente a la hora de tomar decisiones de negocios los papeles se invertían de modo que el éxito económico nunca los acompañó, lo que no significa que mi padre supo tragarse orgullo y fracasos para sacrificarse y así asegurar que a su familia nada le faltara. Era un hombre de verdad. Mi madre discutía con frecuencia con él, pero jamás los escuché utilizar argumentos para herirse mutuamente. Tenían muy poco en común sea en gustos, pareceres e ideas. Mi madre moderna y americanizada, mi padre antimoderno y parroquial. Sospecho que su estabilidad como pareja se debía a que se entendían bien en la alcoba porque fuera de ella para nada. Pero fue esa estabilidad que nos dieron algo verdaderamente invaluable.  La felicidad no era su premisa sino el deber.

Pese a sus desencuentros en opinión y temperamento pudieron haber sido enormemente felices. Sólo necesitaban un poco de suerte…que no tuvieron. La discapacidad mental de su segunda hija que de a poco se fue haciendo evidente fue un durísimo golpe que enfrentaron con muy poca ayuda. Los profesionales de la época no eran más que amateurs credencializados. Ni en México ni en Estados Unidos obtuvieron un diagnóstico certero. El hecho es que su segunda hija se iba a quedar atrás y es justo lo que les tocó ver de manera dolorosa, año tras año. Es un dolor que pocos comprenden. Cómo integrarla, cómo hacerla menos infeliz se le presentó como un problema permanente. Lo enfrentaron con estoicismo, pero equivocadamente exigieron el mismo estoicismo de adultos en sus cuatro hijos restantes menores de edad. Tal vez no tenían alternativa, pero repararon poco en las consecuencias de ello en el equilibrio y salud mental de sus cuatro hijos restantes.

Contra su verdadera vocación mi madre se dedicó entonces al matrimonio y a criar una familia. Pero nunca dejó de darnos un ambiente de libros, nunca dejó de leer y leernos lo que de suyo ya era una pedagogía. También era una asidua lectora de noticias y editoriales como su padre. La calidad de la conversación de mi madre en la sobremesa era una enseñanza superior en muchos sentidos a la de la escuela. Una mente abierta al mundo, curiosa, capaz de emitir juicios sobre situaciones y personajes sin caer nunca en lugares comunes. Era una mente literaria que se alimentaba continuamente de información. Mi madre honraba la lengua española todos los días frente a sus hijos y con ellos. Vocabulario, dicción, construcción. Nos daba ese ambiente que escuelas y colegios por caros o prestigiosos que sean son incapaces de proporcionar.

También nos abría una ventana al mundo angloparlante y a sus expresiones y giros humorísticos tan distintos pero complementarios a los del humor mexicano. En casa no era infrecuente encontrar ejemplares de la revista Life o National Geographic, esta última antes de que se popularizara en México.  Mi madre conversaba mucho con nosotros porque le faltaban interlocutores. A veces mi padre, más frecuentemente su propia madre, una mujer indudablemente inteligente. Pero no era suficiente para ella. Su innegable vocación intelectual nunca encontró -ni buscó- a un círculo de intelectuales para escuchar y ser escuchada.

Mi madre además tenía habilidades para las artes plásticas, un dibujante prodigiosa que nunca tuvo un entrenamiento formal al respecto. Sabía además esculpir y moldear la figura humana como si hubiera pasado por la academia de San Carlos. Cuando nos ayudaba en las tareas que requerían de esas habilidades era embarazoso para nosotros mostrar esas pequeñas obras de arte a maestros tan sorprendidos como obviamente incrédulos respecto al alumno. Todo eso no cabía en el molde de un ama de casa, como entonces se decía. Las capacidades renacentistas de mi madre -alguna vez pensó estudiar arquitectura- se asfixiaban en ese molde al que sin embargo nunca renunció una vez que lo asumió.

Emma Susana nos conectó entonces a la lengua española y nos mostró algo del mundo angloparlante pero junto con mi padre nos conectaron a la cultura europea que ambos admiraban y lo hicieron a través de su propia versión del catolicismo, menos hispano- mexicano que franco-belga en cuanto a sus referentes modernos. El catolicismo fue central en su identidad y el marco conceptual a través del cual entender su drama como padres y su esperanza. En reconocimiento a ambos su catolicismo si bien dogmático nunca fue punitivo ni oscurantista. Mi madre entendía incluso la necesidad de su Fe de modernizarse y poder dialogar con su tiempo. Mis padres fueron católicos enormemente receptivos al Concilio Vaticano II y parte de su vida social giró alrededor de su diseminación en México.

Mis padres aprendieron a acompañarse mucho mejor en la vejez que en los años de su plenitud. Conforme los hijos crecieron mi madre fue perdiendo cada vez más su capacidad para actuar en el entorno. Su destino era leer el mundo, comprender el significado de situaciones, personas y eventos quizás antes que nadie, pero sin poder hacer nada al respecto. Comprender demasiado sin poder hacer fue convirtiéndose en una condición en ella cada vez más pronunciada.  Una consecuencia fue agudizar la ansiedad y la propensión a la angustia. Quienes tienen el nivel de conciencia de mi madre y su sensibilidad sufren más frente a su impotencia porque su sentido de la fragilidad de todos y todo es mucho más vivo. Las amistades y su enorme y divertido clan familiar sin duda distraían a mi madre, pero les fue sobreviviendo a todos, incluyendo al compañero de su vida. Nosotros no alcanzamos a comprender lo que significa que todos con quienes compartimos hayan desaparecido al mismo tiempo que tu cuerpo se va retirando de este mundo. Mi madre sabe lo que es convertirse en un fantasma vivo sin perder un gramo de lucidez al respecto.

Sufrir la humillación de un cuerpo que casi no responde, de una dependencia total, pero con una capacidad mental que no le abandona es el presente de mi madre. Pero es también su última misión en esta vida de la que se niega a desertar, porque lo es todo para mi hermana mentalmente discapacitada.  La Fe de mi madre entiende que las verdaderas presencias están y no están en este mundo, como ella ahora mismo quien lo es todo para su hija vulnerable. Presencia, presencia pura.

Viviendo en una ciudad distinta a la de mi madre, ella se ha convertido en una voz telefónica. Pequeños matices en su voz o que tan lento o pausado habla me comunican cómo ha sido su día sin necesidad de más información y cada día a ese respecto es impredecible. La ancianidad extrema es una montaña rusa física y anímica. Yo le leo ahora por teléfono y ella también me lee, aunque cada vez menos. Hemos leído juntos de esa forma libros enteros. Todo lo capta, todo lo entiende, me percato por sus comentarios. Sus sentidos le fallan, pero su mente profunda sigue ahí. Ahora veo que ella es el personaje central de mi diálogo interno, lo será hasta el día que mi conciencia se apague. Mi madre es la voz del interrogarse y el auto interrogarse. Ella me enseñó a leer al mundo, no a actuar en él. Cada vez que de un paso atrás o a un lado para ver y comprenderla totalidad de algo es porque ella estará ahí. La Fe profunda de Emma Susana no se equivocó en un punto crucial: ella misma es una prueba viva de la realidad del espíritu.

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