REGISTRO DEL TIEMPO
24/7/2024

Los prólogos

Martín Cerda

Cada vez que algún editor me encarga un “prólogo” suelo sentir esa misma confusión o íntima congoja que describió Cervantes al prologar, con ejemplar ironía, su libro mayor. “Pensaba —decía el prudente manco— en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, que me tenía de suerte, que ni quería hacerle”.

Existe, sin duda, una técnica, una poética de “prólogo”, porque no todo texto antepuesto a un libro lo es de verdad. Hace algunos años se publicó en Madrid un impresionante volumen titulado El prólogo como género literario y que, con perdón de su autor, Alberto Porqueras, siempre he esquivado a causa de su abusiva extensión. El prólogo más honesto que acostumbro releer es ese recado “Al lector”, que antepuso Montaigne a sus Ensayos. Tiene sólo una página.

Jorge Luis Borges publicó, en 1975, un tomito austeramente rotulado Prólogos, que comprende la mayor parte de los textos prologales que el maestro argentino escribió entre 1923-1940 y, además, un perspicaz “prólogo de prólogos”. Estoy seguro de que algunos de ellos sobrepasan holgadamente el valor de los libros a que estaban destinados como discursos previos (“pro-logos”).

Es algo que ocurre frecuentemente.

Está a la vista, por ejemplo, en el texto fundamental que Ortega antepuso, en 1942, al delicioso libro del conde de Yebes, Veinte años de caza mayor. Este texto de Ortega, como otros suyos, de Alfonso Reyes, de Borges o de Barthes, tiene esa “autonomía” que siempre distingue al texto realmente escrito de aquel que sólo obedece a un encargo editorial o a un compromiso social o personal.

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