Hace poco me invitaron a un pueblo en Cataluña en el que viven veinticinco personas, dos de las cuales son amigos míos, para la festa major. No sabía qué celebraba una festa major —su otro nombre, festa de la majestat, tampoco me orientaba especialmente—, pero quería ver a mis amigos porque no lo había hecho en un par de años. Se me prometió una juerga atroz y conversaciones lindas, promesa que fue cumplida holgadamente.
La celebración arrancaba con una misa a mediodía. No me desperté a tiempo —ni lo intenté—, así que no fui, pero alcancé a llegar al vermú de después, que tuvo lugar justo frente a la ermita en la montaña y que duró más que la misa.
El cura era nuevo, y era ruandés, igual que el anterior. Al parecer hubo varios misioneros catalanes en Ruanda, así que algunos clérigos ruandeses pueden dar misa en catalán. Son muy socorridos ahora que faltan sacerdotes para los pueblos más deshabitados. Según mis amigos, al cura anterior le gustaba decir (solo medio en broma): “Hemos venido a reconduciros al camino que nos enseñasteis y traeros de regreso a la casa de dios”.
Notablemente, ese mismo cura tenía fama de ateo. “Este asunto de dios, hombre, es que es un misterio. Yo no sé, eh”. Abreviaba muchísimo las misas —llegó a haberlas de veinte minutos— y se la pasaba bebiendo y disputando en la plazoleta. El nuevo cura fue convocado, de hecho, porque al anterior lo arrestaron por ir manejando borracho en la carretera y chocar con unos del pueblo frente a frente. Afirman haberle visto la cara justo antes del impacto. “Y es que pensé, me cago en la puta, macho, que nos va a matar el puto cura”. Se dio a la fuga después, pero lo encontró la policía. Con estos eventos llegaron a su fin las tertulias en la plaza.
El nuevo cura es bastante más recatado: no vino ni a la comida, que por cierto estuvo buena. Comimos en una mesa larga al aire libre.
En cierto momento vimos a lo que yo llamaría una pequeña horda de hippies bajar por la vereda. Amigos del panadero. Dos neerlandeses, un francés y un colombiano. Este último caminaba con un largo tubo desmontable perfectamente equilibrado sobre la cabeza; eran los soportes de su hamaca. Los hippies sí que se quedaron a comer; se quedaron hasta para la cena y el rom cremat. Pero debían marchar temprano: dos de ellos, que eran novios, iniciaban al día siguiente un largo viaje por la India. Fueron despedidos con hartos buenos deseos. Hasta parecía que la comida se había organizado para eso.
El baile comenzaba a medianoche: se esperaba la llegada de los señores de Olot, que el día de la fiesta van recorriendo los pueblos del municipio para bailar hasta que se cansen o les amanezca. Tienen fama de vestir con elegancia solariega, y no han decepcionado a nadie. A los demás les parecía un poco ridículo arreglarse tanto para bailar en un cuartito contiguo a la iglesia que bien pudo haber sido un granero, pero la admiración que generaban era honesta. “Sí es raro, pero, eh: hay nivel, hay nivel”.
Muchos de ellos iban con sus nietos. Había gente de todo tipo y edad, y se vendían tragos en un pasillito interno, útiles para los amedrentados. No había excusa para no unirse. Pero creo que el único amedrentado era yo, y tal vez algún chico al que le saco diez años. Porque la verdad es que detesto bailar (y no traía mi cartera), así que hice lo posible por clavarme fijamente en el patio al que salía la gente a fumar. Lo logré; menos éxito tuve en el after que hubo después en uno de los bares del pueblo. Es que no siempre se puede ganar. De hecho, hay ocasiones muy específicas en las que no se puede ganar nada nunca.
La ley que rige al pueblo es el enigma. Yo no sé cómo en un pueblito como de Animal Crossing puede haber tal concentración de anécdotas inverosímiles. “Las negras que hicieron vudú en la calle, ¿cuándo vinieron? ¿Marzo o abril?”. “¿Te acuerdas de cuando al Miguelito”, un vasco de uno noventa, “lo embistió un jabalí?”. A veces vienen burros a morir en la plaza. Hay quien —me lo contó él— no ha visto su propio rostro en semanas, tal vez meses, porque no tiene espejos ni se va a asomar al río.
Uno de los factores que facilita este pandemonio a tiempo parcial es el teletrabajo, que es de lo que vive casi toda la gente joven del pueblo. Si no fuera por Internet, prácticamente todos vivirían en Barcelona o en otros países. Así que este pueblo le debe sus idiosincrasias — y quizás hasta la continuación de su existencia— al trabajo globalizado. Mis amigos no podrían tener una chimenea si no fuera por sus laptops. Pero también es cierto que lo que esta gente decidió hacer con sus salarios fue irse a vivir una vida simple a un pueblo —normalmente— tranquilo que habían conocido de niños. El mayor regalo que les hizo el trabajo contemporáneo fue darles (si les va bien) suficientes medios para pensar: ya no quiero vivir así.