Nunca he visitado Mallorca. Mi primer encuentro con la isla fue literario, gracias a Georges Bernanos, quien se encontraba en ella cuando estalló la guerra civil española. Favorable al nacionalismo durante los tres primeros meses de la guerra, el escritor francés viró pronto hacia la izquierda, al ver los horrores de la represión franquista y, especialmente, al atestiguar la vergonzosa complicidad del clero local ante tales fechorías y actos criminales. Escribió así Los grandes cementerios bajo la luna, un texto que Hannah Arendt describió como el panfleto más importante que jamás se ha escrito en contra del fascismo, y al que tuve acceso gracias a un cierto buen hombre que vendía una edición vieja en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Pero Cementerios no es solamente un texto contra toda forma de fascismo. Es también, y yo creo que principalmente, un texto contra toda forma de clericalismo, una forma de vivir el cristianismo que consiste en creer que hay mayor pertenencia a la Iglesia entre más cerca se esté de Roma, no sólo geográfica sino jerárquicamente. El clericalismo consiste en olvidar que un pastorcito de Vietnam, un esquimal en Alaska o una vendedora de tamales de la calle de Reforma en el centro histórico de Querétaro pueden participar por igual y con la misma intensidad de la gracia de Cristo y, por lo tanto, pertenecer y formar parte por igual de su cuerpo, es decir, de su Iglesia. Hay tanta presencia de Dios en el Vaticano como en el fondo de la selva lacandona. Aunque en el Vaticano casi no se note.
Mallorca no solamente fue motivo para Bernanos de escribir uno de sus ensayos más virulentos y efectivos. La mayor de las Baleares es uno de los pocos sitios del mundo (si no el único) en los que pervive la tradición medieval del canto de la Sibila, un drama litúrgico de melodía gregoriana que se representa cada 24 de diciembre para celebrar la Navidad y que recuerda a todos los asistentes que el mundo se va a acabar. O que se está acabando. O, incluso, que el sentido de su historia se ha cumplido ya.
“El canto de la sibila” se introdujo en Mallorca en 1229 por la corona de Aragón. Su antecedente más antiguo es un texto conservado por la catedral-mezquita de Córdoba, que data del año 960 y que pertenecía a la liturgia mozárabe. Se trata de un performance protagonizado por niños vestidos con una túnica, una capa, un tocado y una espada, y que representan a la Sibila de Eritrea, la sacerdotisa profética que presidía el oráculo de Apolo. La sibila profetizó en su momento que Troya sería destruida en una guerra y que Homero compondría sobre ello un poema que, aunque hermoso, estaría lleno de falsedades. Los niños vestidos de sibila cantan unos versos, ya sea en latín o en mallorquín, dependiendo del templo en cuestión, que comienzan pronunciando un terrible vaticinio: Iudicii signum tellus sudore madescet — Signo del juicio: la tierra será empapada de sudor.
Así es como Mallorca celebra la Navidad. No con regalos ni santacloses ni con capitalismo ni arbolitos de Navidad, sino vaticinando trabajo, dolor, sufrimiento y una existencia de permanente labranza para los seres humanos que habitamos el mundo. El canto de la sibilia es una profecía sobre el fin de los tiempos, es una anticipación del Apocalipsis, una cristianización de la sibila pagana que profetizó la caída de Troya y que ahora profetiza que Dios separará al final a los buenos de los malos. La Navidad es, para el acto litúrgico mallorquín, una remembranza de que la historia del mundo está cumplida, de que el niño que ha nacido en un pesebre olvidado del vientre de una muchacha pobre, ha traído consigo la definitividad de la historia, es decir, una nueva forma del tiempo.
En otras palabras: la respuesta de Dios al mal fue hacerse niño, indefenso, vulnerable, pobre y olvidado. El mal no se combate, así, desde el poder, sino desde el vaciamiento, la humildad total; desde la renuncia a la violencia y en los foros propios de la vida cotidiana, especialmente en la familia y en el alumbramiento de la vida que viene. La madre que alimenta con sus pechos a un recién nacido es más fuerte que todos los reyes y poderosos juntos y atrincherados.
De esta manera, la crítica de Bernanos al clericalismo no solamente se trata de eliminar las fronteras espaciales para afirmar que la vida de Dios puede alimentar y nutrir cualquier rincón del planeta, sino que busca también derribar las fronteras del tiempo. Una vida cumplida es, desde el nacimiento de Jesús, no necesariamente la vida del héroe, el político, el científico, el afamado o el aventurero. La vida cumplida es la del paisano gentil, trabajador, sencillo, que en la jornada diaria sufre la labranza y llega a casa agotado. Desde que Dios nació en Belén, se hace presente en todas las formas del tiempo. Ahora la definitividad de la vida está en el compartir el pan y el vino, en el vivir la familia diariamente una rutina, en la faena del adolescente por encontrarse un sitio en el mundo, en el amanecer, en el cansancio del día, en las preocupaciones del padre y la madre, en salir a la compra, en volver, en la gresca con los vecinos, en el regateo del mercado, en el tráfico de los viernes, en los problemas de la oficina y en el tráfago de la vida cotidiana que esculpe las arrugas de hombres y mujeres que habitan en el siglo.
La Navidad es por ello una crítica más fuerte al clericalismo incluso que el libro de Bernanos. Dios ha entrado en el mundo, no en el centro sino en la periferia. No en el poder sino en la vulnerabilidad. No al principio sino en el final. La religión del Dios de Jesús de Nazaret es, así, una anti-religión que desacraliza el mundo y que renuncia al fasto para sacralizar la vida entera y abrir, en medio del mundo, otra forma de vivir el tiempo. La sibila de Mallorca nos recuerda que la historia está cumplida. Eso es Navidad. Una Navidad que acepta de buena gana el gozo y la alegría, pero que incluye en ellas el dolor, el sufrimiento, el trabajo y la punzada en el corazón, permanente, de una existencia desgarrada. Se trata de una Navidad sin los edulcorantes y analgésicos del capital: el bebé que ha nacido habrá de padecer y de sufrir hasta la ignominia; y gracias a ello se hace ahora posible experimentar a un Dios que come y bebe con nosotros. Que Dios se ha hecho carne y que haya puesto aquí su tienda quiere decir que esa vida nuestra, la vida común del laico y de a pie, es poseedora de la definitividad que el Espíritu otorga.
Imagen de portada
Winter Landscape de Caspar David Friedrich, 1811