El progreso da saltos; saltos chicos y grandes. De pronto hay cosas que no existían y la siguiente generación las ha incorporado como si fueran parte de la naturaleza: hallan las cosas en el mundo, con la inmediatez de la materia prima, no como ideas que llegaron a ser. Luego se les explica que son artefactos inventados, pero darse cuenta requiere ponerse a pensar. Y eso es lo que surge de esta noticia de Adrienne LaFrance: “Una Inteligencia Artificial desarrolló su propio lenguaje no humano” (The Atlantic, 15 de junio, 2017).
Resulta que unos bots se pusieron a negociar (cosa para la que son buenísimos) con un programa de inteligencia artificial, desarrollado a partir de casi seis mil negociaciones entre humanos. Los bots tenían el objetivo de intercambiar objetos de distinto valor asignado (pelotas, sombreros y libros) y se les indicaban objetivos específicos (“consigue todos los libros”, por ejemplo), a la vez que debían maximizar la adquisición. Hacían ofertas y contraofertas hasta llegar a un acuerdo conveniente según los objetivos marcados. La estructura de las negociaciones se iba complicando y llegó el punto en que los bots comenzaron a negociar en un lenguaje creado por ellos mismos, un código que ya no resultaba descifrable para sus controladores humanos. Se suspendió el intercambio y restringieron a los bots a un “modelo de supervisión fija”.
Falta todavía un enorme tramo para eso que se ha llamado “singularidad”. Pero, decíamos, el cambio tecnológico se da por saltos, no por incrementos graduales. Ya hay novelas escritas por inteligencias artificiales y hasta premios literarios, como el Hoshi Shinichi Literary Award. Después de la noticia de LaFrance, pareciera que estamos premiando aquello que nos convertirá en un mero puente de paso, un accidente carnal interpuesto en el origen evolutivo de una inteligencia superior, mucho más poderosa que toda la capacidad humana a lo largo de toda la historia. Y, si estamos asistiendo a la obsolescencia de nuestra especie, ¿seríamos capaces de alentarla, por el puro valor del conocimiento, o intentaríamos frenarla por el miedo que nos da haber sido una mera etapa y terminar como siervos de nuestras propias maquinaciones? Hasta ahora, pura ficción. Como lo fueron las máquinas voladoras o la absurda idea de hablar con alguien que vive al otro lado del planeta. Dada la posibilidad, ¿resistiríamos la curiosidad? Tentación diabólica, pero, como dijo Oscar Wilde: “soy capaz de resistir todo, excepto la tentación”.