Estás sentado frente a la pantalla, al filo de tu asiento. Comienzas a sentir cómo lentamente tus ojos se están humedeciendo y tu mandíbula se pone temblorosa. Tratas de contenerte (no vaya a ser que la persona junto a ti se dé cuenta de que quieres llorar). Intentas pensar en otra cosa, te muerdes los labios, respiras profundo, todo lo necesario para convencerte de que no-quieres-llorar. Luego, el personaje principal, cuya historia llevas siguiendo por apenas dos horas tuyas, pero veinte años de él, exhala por fin su último aliento, y a pesar de todos tus esfuerzos, dos lágrimas resbalan liberadas por tus mejillas.
Poco después termina la película y te das cuenta de que la persona junto a ti también está llorando (más que tú), sonríen y en una mirada cómplice, entre lágrimas y mocos, entienden por qué la película estaba tan bien calificada en Rotten tomatoes. Fue una gran película. De hecho, te gustó tanto que la recomiendas a tus amigos en la reunión habitual del viernes. Todo normal, hasta que uno de ellos te pregunta, ¿Y por qué te gustó tanto si está tan triste? No sabes por qué, algo no cuadra. Estás frente a la paradoja de la tragedia.
No se trata de tu predisposición a la melancolía (o al menos no sólo a eso), de hecho, es mucho más común que el público prefiera el drama sobre la comedia. ¿Por qué preferir una película que nos hace llorar sobre una que nos hace reír? Es paradójico y antinatural, ¿no se suponía que buscamos el placer y huimos del dolor? Entonces, ¿por qué nos gustan tanto las películas tristes?
Una forma de resolver la paradoja es saliéndose por la tangente (un clásico). Algunos teóricos de la ficción piensan que las emociones que sentimos a partir de las ficciones no son emociones reales, sino, cuasi emociones (Walton). A la pregunta de por qué nos gustan las películas tristes, responden con una pregunta anterior, ¿es posible de hecho sentir tristeza al ver una película? Y su respuesta es que no. Al consumir una historia triste, hacemos “como que” creemos al autor que su historia sucede, como cuando jugamos de niños “a que el piso es lava”. De la misma manera, cuando lloramos o nos asustamos al ver una película, no salimos corriendo del cine ni buscamos a nuestro terapeuta para contener una crisis, porque no son emociones en estricto sentido, pues de serlo, sería como creer de verdad que lo que vemos en pantalla es real, y por eso sufrimos de verdad. Una respuesta a todas luces irracional, y los seres humanos somo racionales, ¿no?
Esta postura es cuestionable, los seres humanos tenemos mucho de irracionales, y aunque sepamos que lo que sucede en pantalla no es real, por algunos momentos, es posible meternos tanto en la historia que nos olvidamos de todo y las emociones que surgen son de hecho lo único real en ese momento. Las respuestas emocionales al arte son el resultado de “entretener” varias condicionales contrafactuales según Ralph Clark.
Decido creer que las emociones que sentimos son reales. Dicho esto, sigamos con nuestra paradoja: ¿Por qué nos gustan las películas que nos hacen sentir tristes?
Aristóteles, ya tenía una respuesta: nos gusta ver tragedias, porque nos permite hacer ‘catarsis’ (del griego κάθαρσις: purificación). La liberación emocional es permitida si eres un espectador. Frente a la ficción, se abre una ventana donde anónimamente, puedes llorar “por las tragedias de alguien más” y liberar las mismas emociones con las que tú vienes lidiando y están atoradas en tu pecho. Así, no lloras por Rose y Jack en Titanic, lloras por aquella ruptura que nunca superaste, no lloras por Guido Orefice, el papá de la Vida es bella, sino porque te conmueve el amor que tu padre siente por ti, o el que te hubiera gustado que sintiera. Llorar es liberador, ahí radica el placer. Sin embargo, parece que, para los psicoanalistas, el proceso de catarsis de una emoción profunda es mucho más complejo que sólo sentarse a ver una tragedia (al menos para Freud). A mí no me termina de convencer porque parece que disfrutamos la tristeza no por la historia misma, sino por otra historia (la mía) y sentimos otra tristeza (la que suscita mi historia).
David Hume da otra respuesta: la imaginación es naturalmente placentera. Lo mismo la imitación y la expresión. Por eso cuando vemos Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y nos damos cuenta de la complejidad de la historia y de lo magistralmente que es plasmada, sentimos tanto placer que se superpone al dolor que nos pueda causar lo trágico de su destino. Sin embargo, más que una respuesta a la paradoja, parece que Hume establece un matiz. La tristeza nos causa dolor, la alegría placer. No hay paradoja, frente a una ficción trágica, sentimos las dos y gana el placer, por eso nos gusta, si gana la tristeza nos deja de gustar. O sea, se sale por la tangente.
Aunque le concedo a Hume que el hecho de imaginar historias y apreciar la genialidad de los escritores es muy placentero, creo que hay algo más que explica porque la tristeza puede ser placentera. Una tristeza real, no cuasi real, y a partir de la historia que estoy viendo, no la mía. Una tristeza que comparto con el resto de los espectadores que lloraron con La lista de Schindler o Sin novedad en el frente y ¡les gustó!
La respuesta que hasta ahora más me convence es la de Susan L. Feagin. Feagin identifica que el placer de la tragedia es una meta-respuesta. Una respuesta (indirecta) a una respuesta directa. Es decir, el placer surge al darnos cuenta de que estamos tristes. Esto sucede también en la vida real, como cuando nos avergonzamos de que estamos avergonzados y muestras mejillas se ponen aún más rojas. La solución a la paradoja que da Feagin, es que sentir esta tristeza compartida con The Father cuando llora por su mamá, o por Ana Karenina en la estación del tren, nos salva de la soledad en la que vivimos, la soledad del solipsismo. Darnos cuenta de que sentimos una tristeza así de real con otros seres humanos nos conmueve. El recordar que somos iguales a alguien, que podemos sentir lo mismo, es de lo más humano que podemos experimentar. Nos reafirma que pertenecemos. ¿Qué más placer puede sentir un ser humano que recordar que no está solo? La ficción, paradójicamente, nos confirma que la tristeza nos puede causar un profundo y acogedor placer: sentir que hay alguien allá afuera, similar a mí, que llora frente a la pantalla como yo. Tal vez.
O tal vez sólo es morbo.