Uno pensaría que los griegos fueron, por la naturaleza de su democracia, mucho más partidarios del individuo como elemento original de la colectividad. Pero es al revés. La democracia griega no comienza como un pacto entre personas sino como una afirmación de una cierta forma de la igualdad, con sus restricciones muy severas (por más que Aristófanes se burle de ellas), y de la colectividad como origen y sentido de su vida política. El teatro griego, contrariamente a la intuición, comienza con cantos corales; del coro emerge una voz solista (el corifeo) y sólo hasta Esquilo aparece el personaje con nombre propio.
Mucho antes, Homero, en la Odisea hace ver que los cíclopes son bárbaros porque no tienen “asambleas deliberativas”. En origen, pues, los verdaderos individualistas, los que habitan el mundo conforme a su propio arbitrio y fuerzas, son los salvajes cíclopes. Tienen sólo un ojo y una sola opinión.
Quizá podríamos ver en las acusaciones contra Sócrates algunos (¿quizá últimos?) resabios de una sociedad que todavía quiso imponer su voluntad comunitaria, antes que su valor de individuos. Las acusaciones apuntan en ese sentido: introducción de dioses nuevos (cosa que rompe la cohesión social) y pervierte a los jóvenes. Sócrates enseña soberbia a los jóvenes que, atendiendo exclusivamente a su razonamiento, se vuelven despectivos con la autoridad y el orden social: han dejado de obedecer a los viejos para acatar su propia cabeza. La lógica pura y dura conduce a un ciudadano a una posición sin circunstancias, una pura mente, unos asertos que valen sin importar quién los haya dicho.
Por supuesto que la organización que privilegia al grupo no era enemiga de la lógica, así como tampoco habita el desprecio a la comunidad en el pensamiento logicista. La diferencia es cultural. Antes de Sócrates privaban las formas comunitarias, pero deliberativas.
Hay dos características que dan pie a lo que luego llamamos democracia ateniense. En Mito y tragedia en la Grecia antigua, Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet indagan los modos en que los jóvenes se transforman en hoplitas; es decir, en poseedores de un escudo y, por tanto, en ciudadanos con voto y participación en las asambleas, hombres maduros, cuya obligación era decidir la conducción de las cosas públicas. En sus principios, estas formas democráticas eran muy reacias a la formación de estados; de hecho –dijo Ortega y Gasset– el Estado griego se armaba y desarmaba según necesidad: la guerra necesita caudillos y orden de mando; la paz, no.
Además de las destrezas guerreras, un joven puede pasar a ser hoplita, ciudadano en igualdad, con dos recursos del habla: ganar un debate a otro hoplita, o venderle algo que no necesitara. Es la capacidad de convencer: quien convence, tiene capacidad de hablar y de transformar el pensamiento de otro, por vía de la elocuencia, aunque esa capacidad estuviera teñida por alguna forma del engaño; no la mentira sino el arte o talento de convencer a alguien de adquirir algo superfluo o cambiar de ideas. Y señalan Vernant y Vidal-Naquet que el mismo vocabulario de engaño, finta y estratagema militares es el que “se utiliza para caracterizar a los sofistas”. Esto añade un costado que olvidan o pierden los historiadores de la filosofía, hijos todos de Sócrates y su vehemencia por la verdad: los atenienses no pagaban a los sofistas por la verdad sino por la elocuencia, el poder suasorio, las artes de convencer.
Esta idea jamás debió dejarse de lado al pensar las democracias. Prácticamente todas las modernas incurren en la ingenuidad de que existe quien quiere el poder y, a la vez, dice la verdad de modo candoroso. Especie no sólo extinta sino digna de eso que llaman criptozoología.
En todo caso, ese grupo reducido de hombres maduros, capaces de razonamiento hablado, poder de convencimiento y conocimiento de las armas, que compone la primigenia democracia, tenía dos objetivos comunitarios, irrenunciables ante ningún individuo. Dos igualdades: la isonomía y la isegoría: igualdad ante (y bajo) la ley, e igual derecho y obligación de hablar en ese grupo y ante la ciudad... Cada vez que los atenienses permitieron que la asamblea de ciudadanos quedara en manos de un gobernante que secuestraba la isegoría e imponía su voluntad a la asamblea deliberativa, terminaron destruyendo su democracia. La repararon, algunas veces, pero al final, quedaron como sirvientes de los ególatras que, en vez de dialogar, dictaron.