Cuando vi por primera vez un cuadro de Rouault me pareció fascinante. Se trataba de “Trois Clowns”, un cuadro de 1917, en el que aparecían tres hombres, reclinados unos sobre otros, compartiendo su tristeza y su soledad. Había en esa pintura una profundidad que no había visto nunca, un enigma antropológico que quizá resonaba con el enigma que soy yo para mí mismo y que es el mundo para todos.
Continué, luego, explorando en internet, la obra del pintor parisino. Prostitutas, payasos maltrechos, Cristos ajados, escenas urbanas de soledad y abandono. Los protagonistas de sus telas son los marginados y apestados. Cristo, principalmente. Su obra no sólo me pareció triste y fascinante, sino verdaderamente hermosa. Sólo en la literatura de Dostoievsky y de Léon Bloy, y en diversos momentos de la filosofía de Kierkegaard, había encontrado que el dolor podía contener una inmensa y hermosa capacidad de redención.
La belleza de Rouault no es la belleza clásica. No es la belleza de Fidias ni de Botticelli. La belleza griega, y por ella el canon occidental, consiste esencialmente en armonía, en proporción y en esplendor. La belleza de tradición greco-romana está fundamentada en la naturaleza, en la maravilla del cosmos, que es el espacio de la fórmula de Fibonacci, de las estrellas, del esplendor de los leones, de las caprichosas y ordenadas formas en las que crece, lentísimamente, la concha de una almeja. Se trata de la belleza de los cuerpos fuertes y olímpicos. Ésta no es la belleza de Rouault.
La belleza del mundo clásico es brillante, es gloriosa, es incluso a veces tremenda y poderosa. La experiencia de lo sublime, decía Kant, consiste en una especie de terror ante la inmensidad, la grandeza y la perfección. Así describió el mundo antiguo a Dios, que es la mismísma Belleza; como el poder total, la capacidad absoluta, la omnisciencia y la totalidad que gobierna sobre todas las cosas. Ésa no es la belleza de Rouault.
Esa belleza clásica, pasada por el mundo secularizado, hoy un mundo cuantitativo, económico, digital y epidérmico, ha endiosado el lujo y ve en las riquezas obscenas de los multimillonarios el último objeto del deseo. Así, la belleza clásica secularizada, pasada por el moderno gobierno del fetiche y de la adoración del número, ha hecho del fasto y el confort el último límite de lo bello. Elon Musk como el hombre más bello del mundo. Ésa tampoco es la belleza de Rouault.
En uno de sus más hermosos ensayos, Simone Weil recuerda en este sentido a Harpagón, el personaje de El avaro de Molière, para quien toda la belleza del mundo se encierra en el oro. Pero como el oro no es ya moneda recurrente:
hoy en día, aquellos que acumulan sin gastar, lo que buscan es poder. La mayor parte de aquellos que buscan la riqueza disfrutan en ella la idea del lujo. El lujo es la finalidad de la riqueza. Y el lujo es la belleza en sí misma para toda una especie de hombres. Él constituye el cortejo en el que sienten que el mundo es bello; del mismo modo que san Francisco, para sentir que el mundo es bello, tenía la necesidad de ser mendigo y vagabundo. Uno y otro medios serían igualmente legítimos si en ambos casos la belleza del mundo pudiera probarse de manera tan directa, tan pura, tan plena; pero felizmente Dios ha querido que no fuera así. La pobreza tiene un privilegio. Es una disposición providencial sin la cual el amor a la belleza del mundo estaría en contradicción con el amor al prójimo (Simone Weil, OC IV, 1: 305)
Efectivamente, como a Dios nadie lo ha visto nunca (Jn 1:18), sólo puede amársele implícitamente. Indirectamente. Amar a Dios de manera directa equivale a transformarlo en un objeto visible y, por lo tanto, en un ídolo. Hay cuatro formas, según Weil, de amar a Dios implícitamente: el amor al prójimo, el amor a la belleza del mundo, el culto litúrgico y la amistad. Sólo así puede amarse a Dios sin objetivarlo, sin convertirlo en un fetiche que se arroja sobre los otros para moralizarlos o condenarlos porque no creen en nuestro idolito. Y estas formas no pueden caer en contradicción unas con otras.
Si la belleza que propone el mundo clásico fuera el sentido último de la belleza, perseguirla equivaldría a perseguir el poder, el control, la riqueza total, el dominio, el prestigio, la Gloria. Y así no podría amarse al mismo tiempo al prójimo y la belleza del mundo.
“La pobreza tiene un privilegio”, dice Weil. Y es que, efectivamente, ella no es un medio para absolutamente nada. No sirve para nada. Rescatando al mejor Kant, Weil sostiene que en tanto que el dinero y el poder son medios, el primero para comprar y el segundo para mandar, no son realidades plenamente bellas. La belleza es lo único que no es un medio para ninguna otra cosa. Por eso la belleza del mundo clásico debe ser replanteada. No puede amarse a Dios y al dinero al mismo tiempo.
Eso es lo que ha hecho Cristo. La Belleza misma, el Dios todopoderoso, renunció a su poder y a su fasto para convertirse en un bebé indefenso, nacido de una madre soltera en un establo maloliente. Así, también, la Cruz, la pena máxima, la tortura máxima, la humillación máxima, fue convertida en la Belleza máxima. “Soy demasiado bello para ser amado, dice el dolor”, escribía Bloy en sus Diarios, y más tarde: “en este estado de caída, la Belleza es un monstruo”.
La belleza cristiana no está en el poder. Y si bien no niega que la proporción y la armonía de la bóveda celeste sean bellas, que los elefantes sean magníficos, que el arrastrarse del caracol y las vetas de los árboles milenarios sean realidades hermosas, Jesús muestra una nueva forma de la belleza. Escandalosa. A veces desagradable y repulsiva. La gloria del cristiano no está, así, en el reconocimiento y en el triunfo, en el éxito o en el aplauso. El cristiano es un payaso. Un ser ridículo que cree que la ley del mundo –ley del poder, de la necesidad, del más fuerte–, debe ser invertida y destazada. Lo que cree el cristiano es una ridiculez. Su Dios es un marginado y ve en los marginados a Dios mismo. La pobreza tiene un privilegio.
Un Dios que se ha abajado tanto es un Dios que se retira, que renuncia a su potencia, que deja ser al otro. Se trata de un Dios que da su don hasta el punto de eliminar todo rastro de sí mismo, de manera que el receptor no quede en deuda en absolutamente ningún sentido. Porque la verdad que el Cristo ha mostrado es de talante metafísico: que la bondad es más bella que la belleza misma. Tal vez ésa es la belleza de Rouault.
Weil, Simone (OC IV, 1), “Formes de l’amour implicite de Dieu”. Œuvres completes IV, vol. 1. Écrits de Marseille (1940-1942). Paris: Gallimard, 2008.