REGISTRO DEL TIEMPO
29/1/2025

La (agri)cultura del odio

Olga Belmonte García

El pasado 21 de enero, la obispa episcopal de Washington, Mariann Edgar Budde, pronunció ante Donald Trump y los asistentes al servicio religioso un sermón por el que podríamos considerarla una de las “avisadoras del fuego”, utilizando la expresión de Walter Benjamin. El filósofo se refería con ella a quienes tienen la capacidad de alertar de catástrofes antes de que se produzcan. Durante el sermón, Budde pidió al presidente de los EEUU que tuviera piedad de los niños y niñas gais, lesbianas y transexuales que temen por sus vidas, de los migrantes que no son reconocidos como ciudadanos o de quienes huyen de la guerra, para que reciban la compasión y la acogida que necesitan.

Muchas personas sufren y sufrirán la persecución a la que alude implícitamente, no solo en su país, sino en otros en los que la ultraderecha crece y está echando raíces cada vez más fuertes. Muchas somos conscientes desde hace tiempo de la involución a la que estamos asistiendo en muchos países en materia de Derechos humanos, sobre todo en los que afectan a colectivos que sufren discriminación y a las mujeres de todo el mundo. Muchas compartimos lo que afirma Budde, pero no todas seríamos capaces de hacerlo de ese modo, de expresarlo de forma tan clara y ante quienes toman las decisiones que están provocando tanto desamparo y sufrimiento.

Cuando escuché sus palabras recordé la carta que Edith Stein escribió al Papa Pío XI, el 12 de abril de 1933, para denunciar lo que estaba sucediendo en Alemania y pedir que la máxima autoridad de la Iglesia se pronunciase contra las decisiones del recién estrenado gobierno nazi. Podríamos decir que Edith Stein también fue una “avisadora del fuego”. Años más tarde, la mayoría de los “ilesos” que no denunciaron la situación ni cuestionaron el sistema imperante se escudaron en el supuesto desconocimiento de la situación: no sabían lo que estaba ocurriendo. Pero Stein y otras personas lo vieron, o más bien, quisieron verlo.

En su carta (que recogemos al final de esta reflexión) denuncia que hay situaciones en Alemania que amenazan el sentido de justicia y de humanidad, todo ello sembrado por la propagación del odio a los judíos. “Esta semilla de odio ha germinado”, afirma. Es testigo de un hostigamiento que, según ella, producirá muchas víctimas en el futuro. Reconoce que hay personas que también lo saben, pero han decidido callar ante esta situación. Considera una herejía la idolatría de la raza y la autoridad del Estado en ese momento. Un enaltecimiento que diariamente se impone a la conciencia pública a través de la radio. Entiende que todo ello atenta contra el carácter sagrado de la humanidad, que como cristianos deberían reconocer en cada persona.

Stein sostiene esta denuncia en su fe, como judía convertida al catolicismo, pero no es necesario tener fe para defender la dignidad de todo ser humano por encima de las creencias, las ideas, la procedencia, la condición sexual, la situación económica… Hoy no tenemos la excusa de que no sabemos lo que está ocurriendo, en parte gracias a esas redes que propagan el odio y de las que hay quienes se están exiliando. Me planteo también si permanecer o no en esos lugares que son un caldo de cultivo de polémicas, falsedades, menosprecios y confrontaciones.

Pienso (no sé hasta cuándo) que mantenerme en esas redes puede ser una forma de polinizar, en lugar de polemizar, compartiendo y difundiendo lo que puede ayudarnos a cambiar el rumbo, para que no solo el negacionismo en sus distintas versiones se viralice. Precisamente gracias a esas redes he conocido a personas maravillosas e iniciativas que permiten mantener la esperanza en que somos capaces de organizarnos y vivir de otro modo. Pero entiendo perfectamente que se opte por el exilio hacia espacios virtuales más habitables.

El odio, como podemos ver leyendo a Stein, no brota por generación espontánea, sino que se cultiva. Hay una (agri)cultura del odio que comienza por discriminar y deshumanizar a quienes se quiere excluir o eliminar, porque se les considera una amenaza para la norma que quiere imponerse. Para que la semilla de odio germine hay que preparar el terreno y es lo que se está haciendo durante los últimos años. Es el momento de abrir cortafuegos para que la chispa del odio no termine por arrasar toda posibilidad de convivencia pacífica y, más aún, ponga en peligro la vida de muchas personas.

Lo contrario del odio que se está cultivando no es el amor, sino el cuidado. No se trata de amar a todas las personas, pero sí de cuidarnos de formas más o menos explícitas y directas, para contrarrestar el odio y construir otros vínculos basados en el reconocimiento y el respeto mutuo. Para ello, cada persona puede preguntarse qué puede hacer allí donde esté. Hoy con más sentido hay que seguir manifestándose, trabajando por la justicia, estudiando, escribiendo, creando, pensando, denunciando los malestares compartidos (individual y colectivamente); en las calles, en las instituciones, desde asociaciones, movimientos locales, comunidades, y también en nuestras casas, con la familia y en los encuentros cotidianos.

Es mucho lo que se debe hacer desde las instancias políticas para frenar la posibilidad (de nuevo) de la barbarie, pero eso no nos exime, a quienes no nos dedicamos a la política, de nuestra responsabilidad de actuar contra el odio, recordando el libro de Carolin Emcke. No deleguemos en la clase política o en las instituciones lo que no estamos dispuestos a hacer nosotros mismos: respetarnos, velar unos por otros, empatizar con el sufrimiento ajeno, atender a lo que nos une, no a lo que nos divide.

El individualismo y la indiferencia imperantes favorecen la deshumanización del otro, la propagación de la desconfianza y del odio hacia quien es diferente. Pero la autosuficiencia es un espejismo, nos necesitamos para sobrevivir y para vivir humanamente. El miedo al otro es políticamente rentable para quienes quieren aislarnos y enfrentarnos, porque eso nos mantiene distraídos, mientras se aprovechan del poder. La confianza mutua, en cambio, nos vincula y contribuye a la creación de lazos sólidos, que son la base de la solidaridad.

Una forma de abrir un cortafuegos contra el odio es dejar a un lado los prejuicios que nos separan (reconociendo y abandonando los falsos enemigos) y colectivizar y politizar la respuesta ante lo que nos daña como sociedad. Frente a la exclusión institucional, respondamos con más hospitalidad; frente a la indiferencia, reivindiquemos la empatía (sobre la que Stein realizó su tesis doctoral); para contrarrestar el egoísmo de quienes únicamente buscan proteger sus privilegios, defendamos la disponibilidad y la generosidad; contra el fanatismo, relacionémonos con nuestras ideas de forma que seamos capaces de dialogar con quienes estén dispuestos a ello, aunque no pensemos igual.

Necesitamos tejer una red de vínculos sólidos que nos sostengan, ensayar una solidaridad abierta, que abarque a quienes no son como yo; y una solidaridad como vigilia, basada en el cuidado mutuo. Frente a la vigilancia y el control que acusa y expulsa a quien no encaja en la “normalidad” impuesta, ensayemos la vigilia, que se basa en la pregunta “¿cuál es tu tormento?”, recordando a S. Weil. La indiferencia ante el sufrimiento de las víctimas y ante la crueldad de los verdugos convierte en cómplices de actos que, aunque no se cometan, se acaban justificando.

La indiferencia no es una opción, cuando se quiere apagar un incendio de este calibre; el pesimismo y la inacción tampoco permitirán hacerlo. Optar por la bondad no es ingenuo, aunque haya voces que nos lleven a creerlo; en estos tiempos, como en los de Stein, es un acto de valentía. Frente al orgullo patrio, mostremos la valentía de sabernos y tratarnos como iguales, desde la humanidad que nos une, aunque quieran enfrentarnos. Como afirma Weil, hay que atreverse a desobedecer los mecanismos de una fuerza que se impone injustamente. ¿Qué puedo hacer en mi día a día para evitar que el odio avance y cultivar en su lugar el cuidado de la vida (en todas sus formas) y las alianzas que nos unen?

Carta al Papa Pío XI. 12 de abril de 1933
¡Santo Padre! Como hija del pueblo judío que - por la gracia de Dios - durante los últimos once años también ha sido hija de la Iglesia Católica me atrevo a hablarle al Padre de la Cristiandad sobre lo que oprime a millones de alemanes. Desde hace semanas vemos que suceden en Alemania hechos que constituyen una burla a todo sentido de justicia y humanidad, por no hablar del amor al prójimo. Durante años, los líderes del nacionalsocialismo han estado predicando el odio a los judíos. Ahora que tomaron el poder gubernamental en sus manos y armaron a sus partidarios – entre los cuales hay elementos probadamente criminales –, esta semilla de odio ha germinado. Sólo hace poco tiempo el gobierno admitió que se habían producido algunos incidentes. No podemos conocer exactamente su alcance porque la opinión pública está amordazada. Sin embargo y a juzgar por lo que he sabido a través de contactos personales, no se trata de manera alguna de unos pocos casos excepcionales. Bajo la presión de reacciones del exterior, el gobierno adoptó métodos “más benignos”. Ha difundido la consigna: “No tocar ni un pelo a los judíos”. Pero sus medidas de boicot – que despojan a la gente de su sustento económico, su honor civil y su patria – arrojan a muchos a la desesperación: en la última semana he sabido – por informes privados – de cinco casos de suicidio como consecuencia de ese hostigamiento. Estoy convencida de que éste es un fenómeno general que todavía producirá muchas más víctimas. Podemos deplorar que esos desdichados no hayan tenido una mayor fuerza interior para sobrellevar su infortunio, pero gran parte de la responsabilidad recae sobre aquellos que los llevaron a ese punto. Y también recae sobre aquellos que permanecen en silencio frente a esos hechos. Todo lo que ocurrió y sigue ocurriendo día tras día es producido por un gobierno que se autodenomina “cristiano”. Desde hace semanas, no sólo los judíos, sino también miles de fieles católicos de Alemania y – creo – de todo el mundo, esperan y confían en que la Iglesia de Cristo alce su voz para poner fin a este abuso del nombre de Cristo. ¿No es esta idolatría de la raza y la autoridad del Estado que se impone diariamente a la conciencia pública a través de la radio una verdadera herejía? ¿No es este intento de aniquilar la sangre judía una afrenta a la sagrada humanidad de nuestro Salvador, a la santísima Virgen y a los apóstoles? ¿No se opone diametralmente todo esto a la conducta de nuestro Señor y Salvador, quien incluso en la cruz oró por sus perseguidores? ¿Y no es una mancha negra en la crónica de este Año Santo, que se suponía debía ser un año de paz y reconciliación? Todos nosotros, que somos fieles hijos de la Iglesia y observamos las condiciones imperantes en Alemania con los ojos abiertos, tememos lo peor para el prestigio de la Iglesia si el silencio se prolonga por más tiempo. Estamos convencidos de que, a la larga, este silencio no logrará comprar la paz con el actual gobierno alemán. Por ahora, la lucha contra el catolicismo se hará en forma silenciosa y menos brutal que contra los judíos, pero no menos sistemática. No pasará mucho tiempo hasta que ningún católico pueda ocupar un cargo en Alemania, a menos que se ponga incondicionalmente al servicio del nuevo rumbo de los acontecimientos.

A los pies de Su Santidad, rogando su bendición apostólica. Edith Stein*.

* Esta carta no recibió respuesta. Nueve años después, el 2 de agosto de 1942, Edith Stein y su hermana Rosa fueron detenidas por la Gestapo y llevadas al campo de concentración de Amesfoort, después a Westerbork y, finalmente, el 7 de agosto las trasladadaron a Auschwitz, donde fueron asesinadas en la cámara de gas el 9 de agosto de ese mismo año.

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