Se supone que Montaigne es nuestro contemporáneo porque con él inicia esa cosa llamada “relativismo cultural” —palabras horrendas que suponen distancias insalvables: que una persona sólo es capaz de comprender su propia cultura, y a medias; que las diferencias históricas, lingüísticas, espirituales y materiales son tantas, y tan profundas, que comprender a los otros resulta imposible. Pero no. Montaigne no es nuestro contemporáneo porque le resulten insondables los otros y sus culturas sino porque se halla a sí mismo como un otro: una interrogación y no un saber.
Descubre sus propias limitaciones intelectuales en cada ensayo porque la conciencia le aparece como dictada por otras voces, que entran o salen del concurso del pensamiento. La suya y las otras mentes le resultan tan misteriosas como ridículas. Y ese escepticismo es lo que muchos confunden con relativismo.
El caso más notable de perplejidad cultural le vino al topar con tres indios tupinambá, sus famosos caníbales, que conoció en la corte de Ruán, en 1562, “ignorantes de lo que costará algún día a su tranquilidad y ventura el conocer las corrupciones de acá... míseros por haberse dejado engañar por el deseo de novedad.”
Todos los lectores y tratadistas de Montaigne han dado interpretaciones y descubierto pistas del ensayo “Sobre los caníbales”: de ahí surge el Caliban de Shakespeare, la antropología moderna, la crítica y autocrítica de las costumbres como disciplina moral e intelectual y, en fin, este escepticismo de sí, que es el origen no sólo de la inteligencia sino también de la honestidad intelectual. Eso y más. Pero me sorprende que casi nadie haya reparado en un asunto enojoso. Mientras los caníbales estuvieron en la corte, el rey Carlos IX “hablóles largo tiempo” y les explicó cosas, pero no les preguntó nada. En cambio, Montaigne supuso que los indios podrían revelarle verdades nuevas. Les preguntó qué les había parecido lo que veían. Y ellos dijeron tres cosas. Una, que hallaban “muy extraño que tantos hombres grandes y fuertes, barbados y armados”, se sometieran y obedecieran a un niño (el rey tenía 12 años). La segunda cosa que los perplejó fue que unas personas tuvieran tanto lujo, mientras otros, sus “mitades”, fueran tan miserables.
Ellos dijeron tres cosas, pero Montaigne olvidó la tercera. Ya sé que el ensayo sobre los caníbales es piedra de toque y papel tornasol para juicios y críticas de la cultura. Pero no le sé perdonar el descuido de haber olvidado un tercio entero de la confrontación caníbal.