I
Lo que el Dios de los judíos sintetizó en diez mandamientos, que Moisés presentó de a cinco en cada tabla, Manuel Antonio Carreño lo explicó en cien páginas divididas en nueve capítulos. Un amigo que viajó a Ecuador compró la copia que ahora tengo en mi poder a una señora latacungueña sentada en la banqueta: el arca de la alianza nadie sabe en dónde está. Si bien Hispanoamérica está muy alejada de Dios, se las ha arreglado (mal que bien) para organizarse en sociedad. Los resultados que hoy en día gozamos en el campo de las buenas maneras son fruto del esfuerzo de intelectuales bienhablados como Carreño y de toda la prole que, así no supiera leer, aprendió que no es de cristiano viejo escupir en algo que no sea una escupidera ni subir los codos a la mesa.
Yo estudié en una escuela perteneciente a la Congregación de las Hermanas de la Caridad del Verbo Encarnado sin enterarme de que la cosmovisión que se me inculcó la dictó un venezolano exquisito y medio maníaco del siglo XIX. Me la heredaron, igual que el uniforme. A mí me educaron mis padres, el portero de la escuela y una tía abuela. Los cuatro conocen a Manuel Antonio Carreño, aunque no podrían decir a ciencia cierta qué credenciales tuvo sin buscarlo en Internet. Tanto mis papás como mi tía y Robert me regañaron en su momento por sacarme los mocos, por preguntarle su edad a las señoras y por no saludar o por saludar de más.
II
Preguntando por ahí a mis coetáneos, resulta que nadie ha leído el manual, ni por obligación ni por recreación literaria ni por error. Es más, varios de ellos piensan que un manual de urbanidad es un instructivo de planeación urbanística. Sin embargo, ninguno de mis conocidos mastica con la boca abierta (al menos no delante del sexo opuesto, si no son familia). Visitan Europa y dicen: “Qué cochinos son por allá. Huelen feo y fuman como locomotoras”. Hispanoamericano que se respeta considera que los pueblos del primer mundo no merecen la fama aristocrática de la que gozan. Y eso que ManuelAntonio Carreño se inspiró en los manuales franceses para damitas y caballeros. Habrán caído en desuso, como el desodorante.
A veces los extranjeros suponen que la nuestra es una cultura de bárbaros, pero yo reto a cualquiera a que mencione algún duelo entre caballeros que, aunque haya terminado en muerte, no haya empezado con los involucrados tratándose de usted (si es que no se conocían). Tal logro no se debe al canon romano apostólico, me temo, sino al legado de gente como Manuel Antonio Carreño y su manual.
III
El vitruvio de Carreño tiene dos dimensiones: los deberes morales y la urbanidad. La primera parte trata “los deberes morales del hombre” —énfasis en “hombre” aunque en la primera página esté inscrito “arreglado por el mismo para uso de las escuelas de ambos sexos.” Con todo y que uno podría imaginar que el autor de este manual fue el perfecto ejemplo de un señor de su época, esta primera cita sugiere que en realidad era un adelantado en materia de género.
Los deberes morales se dividen en tres, como el universo de Dante —quien tal vez hubiera sido simpatizante de Manuel Antonio Carreño si no fuera porque se murió sin haber utilizado jamás un tenedor—: los que son para con Dios, los que son para con la sociedad y los que tiene uno para consigo mismo. Dios, patria y familia. Es fácil intuir cuál es la prescripción de Manuel Antonio Carreño: a Dios hay que adorarlo; a la sociedad, preservarla; a la familia y a uno mismo, alejar de los vicios y la vulgaridad, que tanto afea el paisaje.
La urbanidad es más complicada: tiene seis cabezas, es una quimera domesticada. Desde el aseo personal hasta el modo de conducirnos dentro y fuera de la casa, el mentado manual tiene posicionamientos muy claros. Brillar en sociedad es una ciencia exacta. Cabe resaltar, por lo demás, que Manuel Antonio Carreño no humilla a quienes no siguen sus recomendaciones: ellos y nosotros, el burro por delante, nos humillamos solos. Sobre todo quienes roncan, por dar un espectáculo horrendo.
IV
En su momento, a Carreño se le tuvo por célebre caballero; hoy es el teórico de los mojigatos. Contrariando el inciso VIII del artículo II del capítulo III, “Del acto de acostarnos y de nuestros deberes durante la noche”, a muchos de nuestros paisanos les gusta dormir encuerados (sea solos, en pareja, con amigos o desconocidos y en grupos de tres, seis o doce). La validez de algunos puntos del libro se mantiene a la fecha; la de otros ya expiró. Algunos son en exceso cancelables; otros son de común inocencia. Dos lobos habitan en él: un chacal nadaqueveriento: “La costumbre de levantarse a satisfacer necesidades corporales es altamente reprobable; y solo podría pretender justificarla el que desconociese todo lo que la educación puede recabar de la naturaleza. La oportunidad de estos actos la fijan siempre nuestros hábitos a nuestra propia selección”; Colmillo Blanco: “No nos entreguemos exclusivamente al juego, en reuniones que también tengan por objeto otros entretenimientos”.
V
Hace un par de semanas escuché a un individuo, por demás ilustrado, menospreciar a Manuel Antonio Carreño a pesar de que este es un venerable adulto mayor que encima lleva muerto casi un siglo. Una completa bajeza. Alimentar una hoguera con las páginas del Manual de urbanidad y buenas maneras desperdigadas por nuestra América sería un acto faltoso y nazi. Los hombres y mujeres del siglo XXI, emancipados de los manerismos de credo, género y especie, siguen siendo fetichistas de los buenos modales y la etiqueta, aun si el nuevo ideal es una prolongación diluida de los dictámenes clásicos. Poquísimas personas presentarían ante sus familiares a su pareja si esta eructa y habla de política en una fiesta de cumpleaños. Si no sabe comportarse en público, mejor que no pase de una aventura discreta.
VI
No soy un purista: ni siquiera me lavo las manos desde que terminó la pandemia. No busco defender las pretensiones decorativas del deber ser. Tampoco juzgo a Manuel Antonio Carreño, lo cual sería anacrónico. Pero sí suplico al lector que tome con guantes el evangelio según Carreño: así como bendecir los alimentos no hace daño, tampoco lo hace “despedirnos afectuosamente de las personas [...] de quienes nos separamos” antes de irnos a dormir, e interrumpir a quien habla y opinar mal de quienes no están en el cuarto es de personas —y perdón por la palabra— majaderas.
Nota bene: Creo que el texto de Carreño sirvió para alcalinizar la influencia en nuestros connacionales diacrónicos de El periquillo sarniento. Ambas fueron lecturas de cabecera de la educación regional. Una reducción simplista nos llevaría a concluir que nuestra sociedad promueve la mala vida al mismo tiempo que espera que sirvamos a Dios y al pueblo y que seamos intrépidos pero no impertinentes.