(…) las dolencias con que me agobia
la Naturaleza: melancolía y jaqueca.
Heinrich Böll
Opiniones de un payaso
No recuerdo a ciencia cierta mi primera jaqueca. Sé que, a diferencia de otros, no caí de un caballo ni resbalé de un árbol. Tendría unos nueve años. Mi hermano y yo jugábamos en el parque, frente a nuestra casa, en Hacienda de San Juan. Al centro había una fuente que pocas veces estaba encendida. Aquella tarde, tal vez de julio o agosto, había llovido y aprovechamos entonces para lanzarnos proyectiles de lodo. Mi hermano mayor era un buen lanzador, pero yo no me quedaba atrás. Aproveché que, para no variar, la fuente estaba seca e hice de ella una barricada. Pero sucedió algo inesperado: a media batalla tropecé con las delgadas tuberías cobrizas con las que se alimentaba la fuente, si es que la llegaban a encender. Caí sobre el tubo de salida del agua y mi cabeza se abrió. La sangre salía a borbotones y era imposible contenerla. Mi hermano sacó fuerzas de no sé dónde, me levantó a cuestas y corrió hacia nuestra casa. Entró gritando que su hermano se desangraba. Mi madre, sobresaltada, me recibió bañado en sangre y me llevó hasta el lavabo para lavarme la cabeza y descubrir la dimensión de la herida. Lo logró. Detectó la apertura y contuvo la hemorragia con un parche. No recuerdo más.
Supongo que me trasladaron al área de urgencias de algún hospital y que allí me habrán dado algunas puntadas. Lo que desde entonces quedó grabado en mi memoria fue el dolor en la cabeza, la sensación de la sangre tibia escurriendo en mi cara y las gotas derramadas sobre un montón de hojarascas rosa-marrón que se habían acumulado al interior de la fuente; recuerdo el olor a tierra y mis manos llenas de sangre y lodo; recuerdo que el cielo era gris y que el pasto seco se teñía de rojo; recuerdo —¡cómo olvidarlo!— la aflicción de mi hermano y mi madre y que, al despertar, estaba en los brazos de mi padre. Recuerdo, también, un intenso dolor de cabeza.
La vida desde entonces fue distinta. No dejé de jugar en el parque ni de andar en bicicleta, tampoco dejé de leer historietas ni libros de ciencia ficción, no dejé de escuchar música ni de tumbarme sobre el pasto a mirar el cielo. Lo que cambió fueron mis estados de ánimo: desde entonces me percaté de que me había vuelto rehén de la tristeza. Aquel golpe había acrecentado una sensación que desde hacía tiempo —quizás desde siempre— habitaba en mí. Al principio, le llamaba así, “tristeza”. Más tarde, “melancolía”. Freud dijo en una ocasión: “quien nace melancólico, mama tristeza en cualquier acontecimiento”. Ése soy yo. Pero ése no fue el único cambio: mis dolores de cabeza se volvieron más frecuentes, también más intensos. Melancolía y jaqueca, mis compañeras inseparables.
Se desconocen los orígenes de mis jaquecas. Neurólogos e internistas, brujos y homeópatas, gurús de la iriología y el biomagnetismo, ninguno ha logrado detectar las causas y mucho menos curarme. Parece en mí una disposición natural. El dolor es siempre agudo y punzante, pero lo acompañan otros síntomas: hinchazón en las manos y hormigueo en el estómago, fiebre ligera y náuseas, somnolencia y, sobre todo, fotofobia. Además, hipersensibilidad olfativa, gustativa y auditiva. Mis sentidos son, durante estos trances, como los de un animal. Soy capaz de detectar olores y aromas a una distancia considerable y además puedo distinguirlos y separarlos. Al principio ésta era una experiencia muy desagradable. Pronto encontré una solución: coleccionar aromas como menta, almizcle, hierbabuena, manzanilla, canela, azahar y algunas especias. Esta clase de esencias ayuda además a disminuir el dolor. Los sabores y los ruidos sí son, en cambio, insoportables. Pero lo peor es la fotofobia: no soporto la luz blanca. Es como si me incrustaran alfileres en los ojos y me empotraran la corona de espinas del Cristo.
Se ha escrito bastante sobre migraña, jaquecas y dolores de cabeza. Un libro muy importante para mí ha sido el de Francisco Hinojosa, Migraña en racimos (reeditado por Almadía en 2016). También leí con enorme entusiasmo Migraña, de Oliver Sacks. Ambos libros fueron reveladores. Leí primero —porque es más viejo— el de Sacks. Gracias a él me enteré de la variedad de migrañas. Supe que, aunque lo más común al sufrir de migraña, son el dolor de cabeza y las náuseas, también suele ir acompañada de diversos trastornos fisiológicos. Entendí entonces que no estaba loco. Y supe además que a uno puede darle migraña sin dolor de cabeza. Leí más tarde a Hinojosa. Gracias a él entendí que la migraña era parte de mí. Aprendí a vivir con ella. La utilizo en mis clases de filosofía para discutir casos de percepción atípica y para introducir el tema de la relación entre el cuerpo y la mente. La migraña ha sido también una forma de autoexplorar los límites del dolor.
Por cierto, la gente le dice migraña a la migraña. La palabra es de origen latino: hemicrania. Yo prefiero decirle “jaqueca”, una palabra de origen árabe, shaqīqa, que significa “mitad”. Y es que nos duele medio cráneo.