Konrad Lorenz ha sido de mis lecturas favoritas: conductas animales, comparaciones entre animales en estado salvaje y doméstico, experimentación con fieras entre humanos y, en un documental, enseñó a volar a una familia de patitos: primero se convirtió en su mamá porque él fue lo primero que los patitos vieron, al salir de sus huevos. Lo seguían a todas partes. A este fenómeno, ahora muy conocido en etología y psicología, Lorenz lo llamó “impronta”.
Uno de mis libros favoritos era Cuando el hombre encontró al perro. Un recorrido sabroso para explicar el modo en que los humanos aprovecharon el instinto de lobos y chacales para inventarse a su mejor amigo, al más fiel de los compañeros y al más dedicado guardián de la familia y tribu. El perro es, dice Lorenz, el resultado de una jauría que ofrece protección a los humanos, a cambio de las sobras de la comida, los huesos, las pezuñas y las otras partes difíciles de masticar y digerir. Poco a poco, la distancia entre la jauría y la tribu se fue reduciendo; perdido el miedo, el hombre domesticó a su amigo.
Pero resulta que, en 2012, en la Garganta de Olduvai, en Tanzania, aparecieron los restos fósiles de un infante que padecía de hiperostosis porótica, una enfermedad que suele dar a las personas que carecen de vitaminas B9 y B12 (“Eating Meat Made Us Human, Suggests New Skull Fossil”). Es decir: ese pobre niño murió por falta de carne. Ya no es nueva la idea de que los homínidos pudieron desarrollarse por la ingesta no sólo de carne sino de carne pasada por el fuego; es decir, cocinada –lo cual viene a replantear toda la estructura de la antropología moderna, porque en Lo crudo y lo cocido (FCE), Lévi-Strauss propone que la cocina está en el origen de la cultura humana. El hecho de que el Homo habilis o el erectus utilizara fuego para cocinar carne coloca el problema de la cultura y la naturaleza en otro nivel. Como dice Marshall Sahlins: “la cultura es más antigua que el Homo sapiens, mucho más antigua, y fue una condición fundamental del desarrollo biológico de la especie” (La ilusión occidental de la naturaleza humana, FCE).
No contenta con esto, la doctora Leslie Aiello (directora de la Wenner-Gren Foundation) abunda en el asunto: “no se puede tener un vientre grande y un gran cerebro”; los gorilas, por ejemplo, tienen una masa encefálica pequeña y grandes vientres; se pasan el día buscando comida y digiriendo, de modo que utilizan demasiada energía en el proceso de nutrirse. La carne tiene una enorme cantidad de nutrientes y su digestión requiere mucha menos energía de la que aporta.
Pero eso no es todo. La doctora Aiello afirma que el cisticerco hallado en fósiles es una derivación del cisticerco que se halla en el hocico de las hienas y los perros salvajes: “de hecho, compartimos saliva” con esas especies. Pasar la carne por el fuego, mata a los parásitos. Y de ahí la duda: desde luego, una tribu de homínidos es mucho menos eficaz para la caza que una jauría de hienas o perros. Si la historia de Lévi-Strauss tiene que reescribirse, sin duda también la de Lorenz. Quizá el cuento es distinto: el perro caza, el hombre es su cocinero. Esto significa que, en un origen, el perro domesticó primero al hombre. Los seguíamos y aprovechábamos su caza. Somos un invento de los perros.