Suelen confundirse hoy las ideas políticas con esos lugares comunes que llamamos indistintamente tópico o “doxas”. Se repiten, de este modo, palabras, frase o fragmentos de discursos parcialmente obsoletos; es decir, que no corresponden a realidad social alguna. Esta confusión constituye, por consiguiente, un grave urgente problema político.
Toda idea tiene la función de mostrar, develar lo que algo es o está siendo realmente. Cuando ella no cumple con esa labor mostrativa o develatoria, hace justamente, lo contrario: encubre, enmascara, falsifica, y, por ende, aliena al hombre que la emplea. Lo marea, pierde o extravía irremediablemente entre palabras desventuradas, sin sentido, degradadas.
Durante el largo ocaso de la España franquista, José Luis Aranguren advirtió que el lenguaje “oficial” no estaba destinado a imponer una determinada ideología o doctrina, sino, más bien, a encubrir el vacío ideológico del régimen mediante la simulación de que aún seguíase creyendo en las consignas que acompañaron a sus años triunfales. Se jugaba —decía Aranguren— al “hagamos como que creemos”.
Esta simulación —que algunos llamarían “política- ficción”— desplaza la atención de los sucesos que realmente ocurren a las “declaraciones” que éstos originan. Difieren la realidad social en beneficio de un debate “ideológico” cada vez más espectral. La política real, sin embargo, no consiste primordialmente en una oposición de ideas, sino en el conflicto que en toda sociedad opone, de un modo u otro, a los grupos sociales antagónicos.
Otra cosa es que se finja lo contrario.