La original y siempre independiente filósofa británica Mary Midgley (1919-2018) señaló alguna vez (Philosophical Plumbing,1992) que una cultura o una civilización es como una casa en donde rara vez se tiene presente la infraestructura oculta que la mantiene en funcionamiento. Pero cuando aparecen las goteras o se encharca todo o, de plano, brotan las aguas pestilentes, es sólo cuando se cobra conciencia de la plomería subyacente. Probablemente desde que aparecen manchas de humedad y salitre es cuando hay que llamar a un filósofo para detectar el origen del problema que no siempre coincide en el punto en donde se manifiesta: hay que ubicar las obstrucciones al flujo normal del agua, en donde los tubos no embonan bien o cuáles son los tramos podridos de la tubería conceptual cuyo funcionamiento se da por hecho.
El filósofo diagnostica, ofrece un entendimiento de todo aquello que aflige a una cultura/civilización y que no todo el mundo comprende por qué se origina, de qué modo o por dónde. Puede percatarse de problemas estructurales de esa infraestructura subyacente que quizás nunca fue bien articulada, y/o que ha degradado su configuración inicial una vez alterados los planos originales de la casa. No deja de ser una tarea frustrante porque a —diferencia de un plomero de los que cobran hasta doler— el plomero conceptual no puede traducir su diagnóstico en acción dado que el material con el que opera es intangible. Tampoco hay manera de llevar a una civilización al diván y ofrecerle una terapia. Con todo, esta antropología filosófica queda más orientada a la vida pública que la construcción de sistemas hiper coherentes de pensamiento a la Kant o el mero análisis de enunciados.
Hay un largo trecho recorrido desde la metafísica de las formas de Platón del cual el mundo y particularmente el mundo humano es un eco degradado, evanescente o imperfecto, pasando por las categorías trascendentales kantianas hasta finalmente esta otra metafísica o infraestructura de lo intangible, presente en la cultura y no sólo en la cabeza especulativa de los filósofos. Para recurrir a otra metáfora, se trata del humus del que brotan pensamientos, formas de representar la realidad, así como ideaciones y discursos muchas veces en conflicto entre sí, luchando por los mismos nutrientes y un lugar en el sol. Si ese humus o esa composta de suyo informe tuviera otras propiedades lo que ahí crecería sería otra variedad de vegetación.
El humus es un desorden fértil de lo que brota algo más estructurado. A su vez nuestras ideaciones se acomodan mejor a lo ya estructurado que aquello de donde brota, informe y húmedo. Todos, filósofos o no, consumimos los cultivos, hortalizas y frutos que se han nutrido de un humus particular y no de otro, con la diferencia que la gente común los recolecta directamente de la tierra mientras que el intelectual o el ideólogo arranca desde una fase de proceso que ha ido mucho más adelante para finalmente ofrecer su producto elaborado. Quizás por ello estos últimos olvidan —o tienen más lejana que una persona común— la noción de dónde se obtiene todo… hasta el punto de creer que el suelo es prescindible.
Un ejemplo que quizás sorprenda a más de uno es ese conglomerado ideológico LGBTQ+++, woke/DEI en torno a la identidad de género. En el mundo angloparlante queda clara la colisión frontal de quienes se envuelven en sus colores con el cristianismo fundamentalista o integrista que simplemente se niega a renunciar a los dogmas junto con la narrativa que los ilustra. La ideología de género se percibe a sí misma como una ruptura definitiva con el dogma cristiano sin percatarse que se alimenta de su metafísica tanto o más que sus rivales. Le debemos a San Pablo esa noción de la revelación interior, de la voz íntima que en vez de asimilarse a la polis grecolatina coloca a un acto de conciencia frente a ella negándose a adoptar todos sus códigos; no menos se le debe ese distanciamiento respecto a las demandas del cuerpo. Las consecuencias de esto fueron enormes en la psique y en la trayectoria del pensamiento occidental tal como la expone de manera brillante Larry Siedentop (Inventing the Individual, 2015).
Me atrevo a añadir que la partición cartesiana mente/cuerpo es una derivación de esa metafísica. Bien observó alguna vez Mary Midgley (quien por cierto parece nunca haber escuchado hablar de la identidad de género) que semejante especulación, capaz de dudar de hasta del propio cuerpo salvo del discurso interior, sólo es concebible por hombres que nunca han experimentado la menstruación, no se diga un embarazo. Pero justamente esa dualidad mente-cuerpo es la que está presente en el discurso de género cuando se da por bueno que alguien afirme haber nacido “en el cuerpo equivocado”. Los paganos no podrían encontrar más bizarro semejante repudio de lo corpóreo. La ironía aquí es que el discurso de la identidad de género es deudor de una larga especulación filosófica y metafísica, tan masculina como occidental.
Más aún, esta afirmación woke que alude a un despertar o revelación es incluso propia de la tradición puritana, cuákera o simplemente protestante. Después de todo en el catolicismo existe una instancia exógena a la pura subjetividad personal encargada de administrar y validar todo lo que tenga que ver con una revelación: la Iglesia. En el catolicismo nunca basta lo que afirma el individuo desde su interior profundo. Quizás por ello el fenómeno woke-DEI cause tanto revuelo por toda la anglósfera, pero no tanto en la Europa mediterránea. Aquí enuncio una tesis falsable: este tipo de ideología nunca van a arraigar fuera del orbe cristiano occidental e incluso no mucho más allá de su geografía protestante. Y no es que no existan nociones de género no binarias fuera de nuestro orbe ya que nunca faltarán ejemplos etnográficos para ilustrarlos; la diferencia es tomarse en serio lo del “cuerpo equivocado”; que se le crea a un hombre que no puede ovular, ni parir, ni amamantar que sea una mujer. Y es que el resto del planeta es ajeno a toda esa metafísica no del yo en el mundo, sino del yo frente al mundo, con todo el drama que conlleva el tan sólo postularlo.
Muchas veces los filósofos lo que hacen es darle una articulación a la metafísica subyacente de su cultura en un momento dado del tiempo. Es el caso del positivismo, así como Hegel y Marx en el siglo XIX: la historia guarda un sentido de dirección que se va haciendo progresivamente más claro, más explícito, la meta es la liberación del hombre por la vía del conocimiento tanto como del autoconocimiento. La historia encuentra su momento de revelación. Semejante noción de la historia que rompe con el tiempo cíclico de civilizaciones anteriores también fue inaugurada por el cristianismo, que la puso a rodar hasta que se encauzó en una trayectoria secular.
Desde luego ha habido filósofos más radicales no en un sentido político sino en un sentido estrictamente filosófico porque se enfilan en directo contra la metafísica de su tiempo. Es el caso de Nietzsche, quien advirtió que pese a la querella del socialismo con el liberalismo no dejan de brotar ambos del subsuelo cristiano en más de un sentido al vindicar de un modo u otro al demos, a la sal de la tierra, a los desposeídos, a los carentes de poder. Y desde luego está Heidegger quien primero se reveló contra el giro epistemológico de la filosofía u obsesión por los fundamentos del conocimiento que comienza en Descartes, para enfilarse desde ahí contra la metafísica del ser frente al mundo, la que le impide al ser un estar ahí: metafísica que parte de la cisura subjeto vs. objeto, una de cuyas consecuencias es destruir el entorno vital pues el sujeto metafísicamente investido solo concibe una relación instrumental con lo que objetiviza. Una crítica a la metafísica del progreso y su sueño tecnológico; un ajuste a final de cuentas con el espíritu de la modernidad, hija bastarda del cristianismo.
El historiador Tom Holland (Dominion, 2019) en su recuento de las convulsiones y mutaciones del espíritu del cristianismo a lo largo de la historia de occidente, no deja de notar que hay algo inherente a él que lo impele más en dirección de la reforma si no es que de la revolución abierta. Y es que el cristianismo lo define por un lado esa tendencia de todas las religiones a sacralizar el orden social, pero, por el otro, también a desafiar a la autoridad, vindicar a lo marginal y a los desposeídos. Su aspecto ritual, litúrgico, es la negación del tiempo, pero su espíritu disidente lo afirma.
La historia del cristianismo es bascular en una u otra dirección como ninguna otra religión antes. Al auto desestabilizarse el cristianismo hace otro tanto con las sociedades en las que está anidado proyectándolas hacia adelante: las reformas de Gregorio VII en el siglo XI; Las rebeliones en de Jan Hus en Bohemia; de Thomas Müntzer en Alemania (esta última detonada por la reforma luterana); el movimiento cuáquero antiesclavista del XVIII y puritano del XIX; los primeros socialismos que acompañan la era moderna…y es que cristianismo no es meramente un cuerpo doctrinal, no es menos una sensibilidad y una educación sentimental profunda en parte codificable y en parte no. Aquí es donde Holland arriesga una observación. No es lo mismo parasitar la matriz cultural-axiológica del cristianismo universal, tal y como lo hizo el comunismo, que desgarrarla para salirse brutalmente de ahí como lo hicieron los nazis cuya utopía era abiertamente racial y genocida. Aunque el comunismo a la larga haya asesinado a más personas, la matriz cultural cristiana siempre será más indulgente con esa aberración política que con la otra. Y es cierto: nazi es un insulto invariablemente, comunista no necesariamente. Una civilización puede ser luminosa y única en la historia, pero también escoge a sus demonios.
No deja de ser irónico que recientemente el gran ateísta Richard Dawkins declaró ser “un cristiano cultural” ("If I had to choose between Christianity and Islam, I'd choose Christianity every single time […] substituting Christianity would be dreadful." LBC March 31, 2024). La ironía es doble si se toma en cuenta que por décadas polemizara con Mary Midgley quien veía en Dawkins no sólo un científico sino algo más inquietante: un ideólogo de la ciencia o cientista. Pero tal parece que Dawkins comienza a alarmarse por las goteras y por el agua que brota de las alcantarillas en la gran casa de la civilización occidental; intuye que el cristianismo no es sólo una doctrina o una narrativa de múltiples flancos vulnerables, es también parte de la textura de la vida no siempre susceptible de articularse en palabras. Por algo el cristianismo y el arte se entendieron tan bien durante tantas centurias.
La razón tiende a abrigar la ilusión de ser autosuficiente, pero en realidad requiere de un ecosistema cultural que le sustente. No pocos de los personajes de Dostoievski eran lo que eran porque no sabían detenerse en sus razonamientos. En las matemáticas se pueden llevar hasta sus extremos más no en la vida. El terrorismo, por ejemplo, no deja de ser una invasión, en la existencia de los demás, de razonamientos extrapolados o desbocados que no saben nada de lo que contaminan. El drama de las ideologías es pretender decirlo todo partiendo de un fundamento último, pero el fundamento último es elusivo e indecible. La metafísica no es una fantasía o una mera ideación: es algo consustancial a la condición humana, entretejida en su psique, actos y cultura. Todo brota de ahí, para bien y para mal.