En una fiesta, un hombre, acompañado de un par de muchachas jóvenes, encuentra a una dama de edad que parece conocerlo bien y, como todo individuo educado, procede a hacer las presentaciones, pero este simple gesto de urbanidad se vuelve embarazoso, pues el individuo no recuerda el nombre de la dama. La mujer le reprocha: “Así que has olvidado el nombre de tu madre”. Avishai Margalit alude a esta escena de una pieza de Edward Albee para ejemplificar ciertas obligaciones ineludibles de la memoria. Cierto, el recuerdo es indócil y no se puede recordar u olvidar a voluntad; sin embargo, hay olvidos desconcertantes (que un hijo olvide el nombre de la madre, que un estadista no se acuerde de las fechas y figuras más representativas de su patria o que un doliente no recuerde a sus muertos). Estos olvidos lindan con la patología y en general un individuo común mantiene un interés activo por sus familiares, amigos y grupos de pertenencia inmediatos y recuerda sus nombres y los hechos fundamentales que los constituyen como familia o grupo, aunque este interés difícilmente se extienda a conglomerados más amplios. En La ética del recuerdo (Herder, 2002) Avishai Margalit, el filósofo autor de clásicos como La sociedad decente, aborda el acto de recordar colectivamente y sus implicaciones políticas y morales. La pregunta fundamental de Margalit es si existe la obligación de recordar algunos acontecimientos del pasado y si esta obligación debe rebasar el círculo estrecho de las “comunidades de la memoria” y extenderse universalmente.
No es fácil, advierte Margalit, la configuración del recuerdo colectivo. De hecho, en las sociedades modernas el recuerdo compartido es pobre y fragmentario y requiere del auxilio de instituciones de nemotecnia pública (archivos, historias, monumentos) que lo aviven. Por lo demás, a menudo hay un recuerdo oficial que intenta inmunizar determinada versión del pasado ante otros datos y evidencias que lo contradigan. Así, el recuerdo colectivo se debate entre la historia y el mito y qué tanto se incline hacia un lado depende del grado de educación y libertad de una sociedad. Es importante para una comunidad contar con una variedad suficiente del recuerdo y, sobre todo, alcanzar una memoria más fidedigna y extensa que, en el plano ideal, debería abarcar a toda la humanidad. Pero ¿cómo transitar de un recuerdo comunal a un recuerdo universal? Es aquí donde Margalit introduce la figura del “testigo moral” ese espectador o víctima de episodios traumáticos para la humanidad (Auschwitz, los gulags, Hiroshima) que con sui testimonio (Primo Levy, Jean Améry) busca evitar que sufrimiento absurdo y contranatural sea devorado por el olvido y que aspira a que su dolorosa experiencia contribuya a una identificación entre los individuos más allá de las diversas adscripciones. La memoria y sus deberes podrían abarcar no sólo las heridas, sino también los consuelos, por ejemplo, los heroísmos anónimos o los altruismos espontáneos que reivindican los vínculos sociales, y ayudan a sobrevivir a la desmemoria inducida y la deshumanización.