El pensamiento crítico está de moda desde hace algunos años, sobre todo al interior de las democracias liberales. La gente se matricula en cursos extracurriculares que tienen por objetivo enseñar tanto a argumentar como a detectar posibles engaños, así como muchas universidades ofrecen de manera optativa u obligatoria cursos de pensamiento crítico y argumentación. Barack Obama afirmó, en su Discurso del Estado de la Unión el 28 de enero de 2014, que los trabajos de la nueva economía requerían habilidades de orden superior, como la “resolución de problemas” y el “pensamiento crítico”. Algo similar había afirmado George W. Bush durante su presidencia. No obstante, hay quienes también señalan, no sin buenas razones, que nuestra cultura argumentativa ha alcanzado nuevos mínimos. ¿Cómo es posible que la gente reconozca cada vez más la importancia del pensamiento crítico y a la vez argumente tan mal? Esta situación en apariencia paradójica quizá pueda explicarse justo porque la gente se ha percatado de que argumenta mal, a la vez que reconoce la importancia de hacerlo bien. Pero, ¿qué ha ocasionado el declive de nuestra cultura argumentativa?
La sociolingüista Deborah Tannen publicó en enero de 1994 una columna en The New York Times que tituló “The Triumph of the Yell”. Para Tannen el problema se enraizaba en lo que denominó “la cultura de la crítica”, una manera de afrontar nuestras desavenencias a partir de un marco mental adversarial. Los lingüistas cognitivos George Lakoff y Mark Johnson ya habían reparado en que nuestra forma de hablar sobre la argumentación reflejaba una concepción bélica de nuestros intercambios comunicativos que incluyen argumentos. Cierto es que hablamos de “estrategias”, “movimientos” y “medios” que configuran a la argumentación como una batalla, no una en la que sobre todo haya ganadores, sino en las que siempre hay perdedores.
Para Tannen, la cultura de la crítica tiene diversas consecuencias perjudiciales para nuestra cultura argumentativa. En primer lugar, fomenta la caricaturización de las posturas de nuestros interlocutores. Si de lo que se trata es de que nuestro interlocutor pierda la batalla dialéctica, la estrategia más adecuada es reconstruir su punto de vista de tal modo que sea fácil atacarlo. Esto lo que genera es que las personas pierdan demasiado tiempo corrigiendo las distorsiones que sus oponentes introducen cuando describen el blanco de su ataque. En segundo lugar, y muy común en los medios de comunicación progresistas, la cultura de la crítica construye oposiciones donde no las hay de manera necesaria. Para todo punto de vista, piensan algunos, siempre hay un punto de vista contrario. En un clima de tolerancia, juzgan nuestros opinadores profesionales y periodistas afines a la izquierda, debemos dar el mismo peso a todos los puntos de vista. Es por ello por lo que muchas veces se diseñan debates artificiales en los que puntos de vista contrarios gozan del mismo tiempo y relevancia. A esta estrategia, perjudicial pero bienintencionada, se le suele llamar el “sesgo del balance”, y ha sido estudiado, por ejemplo, con respecto a los negacionistas del cambio climático antropogénico. ¿Por qué deberíamos darles tiempo y foro a personas obstinadas, sin información ni formación relevante, que se muestran renuentes a aceptar que existe un consenso robusto y generalizado sobre las cuestiones fundamentales sobre el que quizá sea problema más urgente y agudo para nuestra especie en la actualidad? Por último, la cultura de la crítica desincentiva a las personas a participar en la argumentación. A pocas personas les gusta fungir de sparrings verbales y enrolarse en una discusión peliaguda y poco civilizada. Además, discutir implica a menudo gastos cognitivos y sociales altos. ¿Para qué hacerlo entonces? ¿Qué ganamos con ello?
Pienso que una de las características más negativas de la cultura de la crítica que describía Tannen hace 26 años es justo la aversión que al día de hoy tienen las personas a discutir. Piensan que no ganan nada, y quizá tengan razón. Si de un lado del espectro, el más dogmático y arrogante, han ganado los gritos, del otro, el más razonable y abierto de mente, ha ganado el silencio. ¿Para qué discutir con personas que lo único que quieren es ganar la discusión y no que juntos nos acerquemos a la verdad? ¿Para qué argumentar en un clima agresivo y bélico? ¿Para qué ofrecer nuestro punto de vista y las razones que lo apoyan a personas que lo único que buscan es vernos perder en una conversación? Esta característica se vuelve mucho más aguda cuando se instaura una moral pública que no admite cuestionamientos, que fulmina a quienes muestran la menor duda sobre uno de los puntos de vista que ha autoproclamado correctos y benignos. Si ya hay un lado correcto de la historia, discutir con argumentos no sólo es baladí y una pérdida de tiempo, sino un riesgo que muchas personas no están dispuestas a correr. Así, en nuestro tiempo no sólo han ganado los gritos, también lo ha hecho, y sobre todo, el silencio.