REGISTRO DEL TIEMPO
5/3/2025

El llanto del culpable

Diego I. Rosales

Sobre Crimen y castigo de Dostoievski es muy difícil no repetir lugares comunes. Tal vez porque ahí fueron creados. Está claro que es para muchos la mejor novela jamás escrita. El arco dramático de Raskolnikov se corresponde, en más de un sentido, con la historia de la redención humana, con la teología de todas las religiones y con los mitos que las grandes civilizaciones, como lo mostró Joseph Campbell (The Hero with a Thousand Faces, Princeton: Princeton University Press, 2004), han desarrollado sobre el camino del héroe: la fragua del alma humana en la historia hasta su transformación y habitación de lo eterno.

Rara vez, sin embargo, se repara en las lágrimas que en tantas páginas del libro son derramadas. El llanto es el último reducto de esperanza que queda en quien ha sido ultrajado. No son ellas el testimonio del total fracaso o del abandono al sinsentido, sino que prueban y constatan en su liquidez que un bien independiente de la víctima sigue habitando el interior de su intimidad. Por eso el ultrajado llora, porque el llanto es el clamor de quien le faltan las palabras para expresar su dolor y, sin hablar, dice todo lo hondo que ha calado la herida. Mucho se ha escrito y merece seguir siendo escrito sobre las víctimas.

Pero el que comete un crimen, en cambio, el victimario que con sus actos ha malherido la santidad de otra vida, ha profanado también su propio fondo, pues al querer el crimen se amó a sí mismo degeneradamente. La culpabilidad es así el aguijón que le recuerda que trastornó un orden que por ningún motivo debía ser desajustado, que le recuerda que hizo con su vida un disparate que era preferible no haber hecho nunca de ninguna manera. Esa locura, aunque haya parecido sumamente racional en su momento, además, ha repercutido en sí mismo y no sólo en su víctima y en el mundo social al que ambos pertenecen. El perverso también se ha conducido a sí mismo hacia una pendiente de mal que obnubila ahora su contacto con el bien. Por ello la culpa es una luz que, gracia, es arrojada hacia quien ha horadado la dignidad humana de su prójimo. Cuando un victimario no siente culpa entonces el drama se torna tragedia pues, la culpa, al avisar al criminal del mal que ha hecho, es la oportunidad del arrepentimiento y de volver a convertir su alma en un alma de carne.

Las lágrimas son siempre memoria. En su corporalidad, transparencia, liquidez y gravedad, las lágrimas derramadas desde los ojos recuerdan, en su trayecto hacia el suelo, el lugar propio del ser humano, el humus de la tierra. Por eso, cuando el círculo se completa y es el victimario mismo el visitado por el llanto, cuando el culpable adquiere conciencia dolorosa de que ha sido causa de la desesperación de otro ser humano, eshabitado por la luz de la culpa. Entonces el agua de sus lágrimas no es sino el agua de una confessio: el anuncio de su necesidad, la proclama de su torpeza, de su estupidez. En última instancia, una petición de auxilio.

El “agua de las lágrimas” –expresión de Catherine Chalier (Tratado de las lágrimas, Salamanca: Sígueme, 2007)– mana siempre de una fuente que está más al fondo que nosotros mismos. Por ello, aunque quien ha perpetrado un crimen se retire a la más profunda soledad para liberar ahí su llanto, no hace sino retirarse a suplicar que la noche le acoja, que el manto de quien está ahí, si es que alguien habita la oscuridad, en esa noche escondido, le dé un poco de calor. El que llora sin testigos no hace sino recogerse hacia ese fondo suyo, más íntimo que sí mismo, tal vez inhabitado por el Bien, para que ese Bien infinito de algún modo le consuele o le gire la cabeza de vuelta hacia la luz y lo invite a moverse y a ejercer ahora acciones que reparen lo hecho y consuelen a los afligidos.

Cuando en un criminal ocurre así, lágrimas derramando, la súplica del perdón, entonces el movimiento circular alcanza su punto de partida, pero en nuevo nivel. La espiral ascendente del arrepentimiento ha comenzado a transitarse. El arrepentimiento es un movimiento por el que el victimario se ha comprendido también a sí como víctima de sí mismo, como perpetrador de su propia podredumbre y, en ella, como causa de la desesperación de otro. Es cierto que el mal hecho no puede nunca repararse, y que el perdón ha de atravesar innumerables capas de tensiones para que pueda ser verdad en esta tierra y realizarse de un modo, aunque sea precario. Pero no es menos cierto que, aun cuando quizá el mal no pueda ser borrado del todo, el victimario tampoco está absolutamente condenado a la brutalidad del mal que hizo, a esa objetividad fáctica con la que ha trastornado la santidad de su prójimo. Su propia santidad ha sido también lastimada, pues hacer el mal es también el alma hiriéndose a sí misma. Y la mayor de las perversiones será, en ese caso, no advertirlo, hacerlo pasar por bien, engañarse al punto de invertir la brújula moral y pensar que uno puede seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Por ello el agua de las lágrimas que brota del dolor de contrición esconde una extraña presencia, más grande que el perpetrador del crimen y que no es ya la pura presencia del maligno en él, sino quizá aún más, la presencia de un Bien que, silente y modesto, conduele y conmueve. Con las lágrimas y el dolor por el mal cometido surge una nueva luz que podría eventualmente convertirse en camino de redención.

Si en Crimen y castigo Dostoievski alcanzó a plasmar algunas verdades sobre la esencia de lo humano, al menos una de ellas es que el culpable no llora nunca en vano.

Imagen de portada
Crimen y Castigo, Ignasi Blanchi

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