REGISTRO DEL TIEMPO
19/2/2025

Nombrar el narco terrorismo

Víctor Antonio Hernández Ojeda

Barry Buzan, uno de los autores más influyentes de los estudios de seguridad internacional, introdujo y popularizó la teoría de los actos de habla de Jane Austen en el terreno de la seguridad nacional. Para Buzan, el acto de nombrar algo como un fenómeno de seguridad nacional autoriza a los ojos de una sociedad la ruptura de la normalidad democrática y el estado de derecho para hacerle frente a dicha amenaza por todos los medios necesarios. Nombrar algo una amenaza a la seguridad de la nación implica reconocerle (o construirle) como un peligro existencial a la sociedad misma, y como tal, pretende convertir lo que en condiciones normales sería una pelea de box (con guantes puestos, un réferi y una serie de reglas que cumplir) en una pelea de krav maga.

El pasado 20 de enero de 2025 el presidente Donald Trump firmó una orden ejecutiva que contiene uno de los actos de habla más trascendentes en la historia del sistema de seguridad internacional emergido de la Guerra Fría y los atentados del 9/11. Dicha orden designa como organizaciones terroristas tanto a los cárteles mexicanos como a algunos otros sindicatos del crimen organizado trasnacional latinoamericano.

Esta orden ejecutiva fusiona de una vez y para siempre dos campañas que, aunque nacidas en momentos distintos del tiempo, siempre se comportaron como gemelas perdidas, la guerra contra el terror y la guerra contra el narcotráfico. La primera, emergida del deseo de venganza del pueblo estadounidense tras la destrucción de las Torres Gemelas. La segunda, emergida del fútil deseo humano de combatir y controlar su criterio más fundamental de toma de decisiones: procurar el placer y evitar el dolor.

Las implicaciones de nombrar algo terrorismo pueden clasificarse en 3 categorías: jurídicas, operativas y simbólicas.

En el terreno del derecho, la designación de un país como anfitrión del terrorismo o de una organización como perpetradora del mismo, impone regímenes de sanciones que equivalen a un exilio del sistema internacional basado en normas. Prácticas como las remesas, medio de subsistencia de cientos de miles de familias mexicanas, pueden en el marco de dicha declaratoria ser investigadas como una forma de financiación al terrorismo, y por tanto, sujetas a escrutinio, controles, retrasos y bloqueos de parte de las autoridades judiciales internacionales.

A los ojos del derecho internacional humanitario, el terrorista no merece ni si quiera ser nombrado. No goza de las protecciones de un combatiente ni del escrutinio de las cortes. El terrorista es, a ojos de la ley, un homínido pero no un humano, frente al cual son permisibles las “Técnicas de Interrogatorio Mejoradas” de Guantánamo y las ejecuciones sin previo mandato judicial.

Esta realidad jurídica, que emana de lo que se conoce como la “doctrina del derecho penal del enemigo”, se traduce en términos operativos en un escaparate de violencia que no tiene, a la fecha, mecanismos eficientes de fiscalización y auditoría. La guerra contra el terror, una campaña futil de interminables intervenciones militares en naciones extranjeras, de forma muy similar a la guerra contra el narcotráfico, promete victorias y esperanzas que nunca llegan. La guerra contra el terror es, igual que su gemela perdida, una campaña militar que por definición nunca tiene fin. A pesar de la erradicación del liderazgo de Al-Qaeda a lo largo de dos décadas de persecución militar norteamericana, las intervenciones estelares del gobierno estadounidense en el mundo musulmán: Irak, Siria, Yemen, Libia, Afganistán, han conducido casi en el 100% de los casos en la implosión de sociedades enteras en el nombre de la persecución de una práctica que es por definición casi imposible de prevenir, la violencia indiscriminada.

Los atentados terroristas se cometen con todo tipo de medios. Explosivos, armas, cuchillos de cocina, camiones, y aunque en sus manifestaciones más teatrales (como el bioterrosimo y el terrorismo nuclear) sí que pueden ser prevenidos y disuadidos con gran eficiencia, a nivel de ras de suelo es prácticamente imposible detectar la radicalización de un individuo sumergido entre una masa de más de siete mil millones de mamíferos que habitan esta Tierra.

La guerra contra el terror produce y reproduce, paradójicamente, aquello mismo que afirma pretender combatir. Las coaliciones internacionales contra el terrorismo tienen en su haber resultados como: el ascenso al poder del Estado Islámico en Irak, del Talibán en Afganistán, de Al-Nusra en Siria. Y paradójicamente, la guerra contra el terror y la guerra contra el narcotráfico se perpetúan y alimentan de su propio fracaso. Entre más se pierden batallas, más se pide al público mayor licencia y recursos porque a la estrategia tan solo le falta un poco más para rendir frutos.

La declaratoria de los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas inaugura un nuevo teatro de operaciones para la maquinaria de guerra estadounidense. Es la justificación legal para declarar una guerra sin nombrarla guerra, para violentar una soberanía sin llamarla violencia, y para extender una tragedia y llamarla ayuda.

Señalar los fracasos de la estrategia antiterrorista norteamericana no es ni una elegía ni una apología de los cárteles. La soberanía que cobija criminales es cómplice, por deliberación o por incompetencia, de parvadas organizadas de asesinos y maleantes. Pero pensar que operaciones encubiertas de fuerzas especiales estadounidenses, ataques con drones, y operaciones masivas de espionaje en territorio mexicano alterarán la naturaleza del mercado de drogas y pacificarán México, es tan iluso como pensar que el mejor remedio para detener una fuga de agua es escoger, de entre todas las herramientas en la caja, el martillo como solución predilecta.

A nivel simbólico, esta declaratoria cumple un objetivo adicional, la sustitución en el imaginario norteamericano de la otredad enemiga. Durante dos décadas, esa posición la ocupó el árabe y el musulmán. El avatar del odio estaduonidense se posó sobre una tierra lejana que hablaba una lengua que no comprendían y que adoraban a un Dios, que aunque era el mismo del padre Abraham, no reconocían como propio sino como ajeno. A su vez, el árabe y el musulmán fueron el sustituto de la previa otredad enemiga de la civilización norteamericana, el soviético. Hoy, esa fantasía, esa quimera de la imaginación se traslada al mexicano pobre, descalzo y moreno. El destinatario de la pulsión americana por la violencia se traslada hoy y en el futuro previsible al sur de su frontera, y una vez instalado ahí, no hay proceso cultural, militar ni de política pública que le pueda extirpar. Quizás si acaso, con el paso de las décadas, eso sólo lo logre la sustitución de un enemigo con otro.

Arte en portada
Peasant War print 4, Kathe Kollwitz, 1906

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