REGISTRO DEL TIEMPO
19/2/2025

De cuando los ideales elitistas se popularizan.

Rodrigo Noir

Me resultó interesante “Un Completo desconocido” (A Complete Unknown, James Mangold, 2024) la película sobre cómo Bob Dylan irrumpe casi de la nada en la bohemia neoyorquina hasta el escándalo de su concierto del sexto festival de Newport en dónde se desprende la etiqueta de cantante folk para volverse un rockero de lleno y sin pedir disculpas sea a mentores o audiencia. Una película bien actuada, dirigida y ambientada, con el enorme acierto de centrarse en las asombrosas canciones de la primera época de Dylan. Ello en una época en que la abrumadora mayoría de las canciones populares eran kitsch amoroso, como lo sigue siendo en México sólo que hoy en día mezclado con kitsch sexual y “hazañas” de narcos.

Pienso que Dylan es un personaje byronesco. Un tipo que nunca dejó que lo clasificaran o etiquetaran, abierto a la experimentación; un héroe romántico de la autenticidad hasta un punto indistinguible de la crueldad y la deslealtad a todo y a todos. No sé si Nietzsche tenía razón al proclamar que un verdadero artista no debe ser limitado por la moral que se le predica al resto de los mortales (lo que no deja de ser una tesis romántica). Sólo sé que Robert Zimmerman no se hubiera convertido en Bob Dylan sin ese núcleo de dureza personal indisociable de su autenticidad.

El punto es que Dylan es difícilmente un personaje que cabría llamar simpático o entrañable (la simpatía esclaviza al juicio de los otros, o al menos así lo vería él). No me considero calificado para decir si merecía o no el premio de Literatura en 2016 que ni siquiera se dignó en ir a recoger (se ve que los académicos suecos no tenían la menor idea de cómo es BD). Sólo sé que en lo personal me habría gustado que se lo hubieran dado a Joan Manuel Serrat, un trovador con canciones que honran dos lenguas: española y catalana; un individuo a todas luces empático, muy humano, con todo y su ingenuidad política con respecto a Latinoamérica.

Pero aquí no pretendo hablar no de cine ni de literatura sino destacar que, para el romanticismo de finales del siglo XVIII hasta su culminación en Nietzsche, cuestiones como la autenticidad, la autoexpresión, ser disruptivos, romper tabúes o el situarse más allá del bien y del mal, estaban pensadas no como desiderata social sino de una manera elitista. Los verdaderos artistas necesitan ser medidos de otra manera por todo lo que dan a expensas muchas veces del entorno y de sí mismos. Pero el punto es que no todo el mundo es un verdadero artista. La indulgencia hacia él o ella no significa que a su vez todos la merezcan.

Es algo que se gana el creador heroico en la visón romántica.

Pero la paradoja es que el elitista ideal romántico triunfó en la imaginación colectiva. Una cosa es que verdaderos artistas en los sesenta rompieran tabúes, experimentaran con drogas alucinógenas o traspasaran umbrales y otra cosa muy distinta es que lo hiciera el clan Manson. La creación es un don de los menos, la destrucción, es una pulsión de muchos.

Desde los sesenta hasta nuestros días “lo establecido” tiene una valencia negativa. Resuena como algo contra lo que hay que luchar en automático. Más si el qué de lo establecido se funde con el quien o quienes, cosa que lo expresa con fuerza el término en inglés establishment. Pero lo establecido, la costumbre y la tradición muchas veces protegen a individuos y comunidades no sólo de otros sino de sí mismos. El problema es que es difícil distinguir hasta qué punto se trata de una prudencia instintiva y hasta qué punto una serie de tabúes irracionales o cuestionables, pues no son susceptibles de ser formulados discursivamente.  Habitan de una manera indecible en el cuerpo social o en el” gut feeling” de las personas.

Llegado un tiempo como el nuestro en el que las dinámicas, económicas, tecnológicas y societales han destruido más ese activo o pasivo (como se le quiera de ver) de los usos y costumbres de las sociedades, los individuos se tornan más dependientes de los discursivo, ya sea en su forma elaborada (ideologías) o más burda de mantras, consignas o eslóganes. “Sé tú mismo” es de esas cosas que la mercadotecnia y la cultura corporativa bombardean a escala masiva. Suponiendo que se le tome en serio ¿de verdad es tan buena idea que, digamos, el 90% de los individuos sean ellos mismos, sin trabas ni ataduras? ¿tan bueno y noble será lo que de ellos no alcanza a mostrarse o que sólo se muestra por ratos? El segundo Wittgenstein comprendió muy bien que el lenguaje tiene sentido en la media en que esté anidado en lo que llamó “formas de vida”. Sin ellas, sin ese ecosistema no discursivo o supra discursivo, los discursos, no se diga las consignas y los eslóganes, dejan de orientar si no es que magnifican o multiplican errores tanto individuales como colectivos.

Sobreestimamos nuestra capacidad para comprender ya no digamos el Cosmos sino todo lo que concierne al fenómeno humano. Se nos olvida que la inteligencia de nuestra especie evolucionó para resolver mejor cierto tipo de problemas que otros: pensemos en la abismo que hay entre las ingenierías y las ciencias sociales ¿Cómo cuántos problemas sociales ha resuelto la sociología? La verdad es que todavía no entendemos a cabalidad realidades tan inmediatas como el fenómeno de la conciencia o estructuras sociales básicas. Es por ello por lo que pensadores tan poco románticos como David Hume advertían sobre los excesos del intelecto que siempre procede como si comprendiera más de lo que realmente comprende. O como Edmund Burke, quien a su vez advertía sobre la insensatez de hacer experimentos sociales perdiendo de vista el caudal del río subterráneo de la experiencia humana que fluye entre las generaciones, muertas, vivas y nonatas.

Como sea, lo cierto es que en las sociedades de masas modernas y posmodernas los individuos que las componen tienen mucho menos ataduras societales y culturales que las generaciones que les precedieron y esos individuos han sido educados en la peregrina noción de que la democracia es una cuestión de mayorías, de cómo hacerle para que prevalezca la voluntad de éstas. Tocqueville intuyó en qué podría desembocar aquello, aunque en su vocabulario no existieran las palabras fascismo o populismo. Se olvida que las democracias de Atenas o las que inauguran los padres fundadores en Estados Unidos, tenían un sello patricio.  Se trata de individuos a los que no les resulta tan difícil tratarse como pares y cuya principal preocupación era evitar que, provenga de fuera o de entre ellos, se eleve un César o un Soberano que termine conculcándoles sus libertades.

Y es aquí a donde llegamos al punto más incómodo ¿de verdad queremos que los individuos masificados, cada vez con menos ataduras respecto a sus pulsiones, resentimientos y odios, estén bien representados? ¿Queremos que sus gobernantes se les parezcan si no en sus condiciones socioeconómicas sí en la dinámica de su psique? Bueno, el sueño de estar bien representados al menos en esa muy popular necesidad de humillar y regocijarse en la revancha se ha cumplido a cabalidad en México y en Estados Unidos. López Obrador y Trump no sólo son dos individuos sino dos rostros colectivos. El triunfo del gran nosotros sobre el mínimo ellos que parece bastarse a sí mismo ¿qué podría salir mal?

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