REGISTRO DEL TIEMPO
15/5/2024

El libro

Javier Sicilia

Siempre hemos creído que el libro, ese magnífico artefacto que contiene el pensamiento de la humanidad, ha existido desde el surgimiento de la escritura fonética en los siglos XIII y XI a. de C. Irene Vallejo, que escribió un libro magnífico sobre él, El infinito en un junco, lo sugiere. Borges parece afirmarlo. Creo, sin embargo, que tanto uno como otro tienden a confundir el libro con esa escritura que, inventada por los fenicios y perfeccionada por los griegos, permitió fijar los sonidos del habla sobre una superficie. En realidad el libro —un préstamo del siglo XII de la palabra liber que significa originalmente “parte interior de la corteza de las plantas”, empleada para fijar las primeras escrituras fonéticas— nació en el siglo XII gracias a un conjunto de reformas que se aplicaron a la propia escritura, como la separación entre palabras, la  puntuación, el uso de márgenes, de títulos y subtítulos. Antes de él existe el codex, como, antes de la escritura, las “palabras aladas” de las que habla Platón y que la escritura fonética desplazó hasta casi borrar sus huellas. Le debemos a Milman Parry y a Iván Illich una reconstrucción de lo que esa forma del conocimiento y el saber eran antes del surgimiento de la escritura fonética.

El codex, por lo tanto, no sólo era algo distinto al libro que conocemos, sino también una forma distinta del aprender. Carente de espacios entre las palabras, ajeno a la puntuación y a los márgenes, la escritura del codex era un mazacote informe cuya escritura implicaba el dictado —Cicerón tenía varios esclavos dedicados a ello— y su lectura, la voz —San Agustín se asombraba de haber visto a su maestro Ambrosio leyendo en silencio—. Escribir y leer eran actos de la voz y de la escucha. Así, hasta antes del siglo XII aprender, como lo muestra Illich, significaba pasearse a través del oído sobre el viñedo del texto y tomar una de sus frutos para degustarlos “rumiándolos”. El acto de aprender era así una forma de la masticación en busca de las sustancias que guardan las palabras. Con el libro, que gracias a las reformas que se aplicaron sobre la escritura en el siglo XII, permite no sólo la lectura en silencio, sino también la detención, la posibilidad de volver a un pasaje de difícil comprensión y releerlo, pensar con otro que tiene el mismo texto que yo, aprender se volvió un acto reflexivo. No es casual que junto al libro haya nacido la universidad.

Hoy en día, el libro, pese al entusiasmo de Vallejo y Borges, está amenazado por los medios electrónicos, en particular por el Internet. El entusiasmo de ambos proviene, como dije, de su confusión entre la escritura fonética y el libro. Fuera de que cada vez el lenguaje se degrada más a causa de esos mismos medios, la escritura no está amenazada. Lo está, en cambio, el libro y su manera de conocer. Al igual que la escritura fonética olvidó la forma de aprender y de mirar a través de la palabra alada; al igual que el libro transformó la escritura y el aprendizaje mediante el codex, la escritura sobre la pantalla de la computadora, ese extraño e infinito rollo virtual que carece de páginas, lo mismo que su lectura que tiene correspondencias en el llamado hipertexto, amenazan con destruir el libro y su forma de aprender. La reflexión que nació con él se ha vuelto información y su escritura, envuelta por la velocidad, el relámpago de un mensaje resguardado en una abstracción llamada nube. Son cambios aparentemente imperceptibles, pero enormes en sus consecuencias civilizatorias. Pensar en ello es, al menos, saludable. Impide extraviarnos en los entusiasmos de un siglo lleno de sombras.

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