En sus Particularidades autobiográficas (1820) cuenta Goethe que “andaba afanosamente a la busca de un tipo general de huesos, y a ese efecto tenía que suponer que todas las partes del ser humano, tanto en el pormenor como en el conjunto, debían encontrarse también en todos los animales, tanto más cuanto que precisamente en tal hipótesis basábase la anatomía comparada.” Se las arregla para ir contando las búsquedas de otros científicos y dar cuenta de cómo un articulito suyo fue cosechando elogios desde 1785. Es notable, para nosotros, que lo leemos 200 años después, cómo los científicos del pasado trabajaban con unos pocos huesos y, sobre todo, con dos recursos que fueron indispensables: dibujos precisos y descripciones increíblemente nítidas y claras. Era común, pero a nosotros nos deslumbra la capacidad descriptiva, la estupenda prosa, no sólo de Goethe, por supuesto, sino de cualquiera de los que va citando. Unos niegan la existencia del hueso intermaxilar en los humanos; otros, sin haberlo hallado, insisten en que tiene que existir.
Describir un objeto es dificilísimo –y mucho más para nuestra época: hallamos cualquier imagen con un par de clics. (De paso, me pregunto si este desuso nuestro de la descripción no yace en el origen de las actitudes de post-verdad). Aquel famoso hueso intermaxilar estaba descrito en la anatomía de los elefantes, vacas, babirusas, leones y monos. Quienes negaban la existencia del os intermaxillare humano (y aducían la ausencia como indicio teológico) repetían las fórmulas del famoso anatomista Camper: ahí reside la diferencia original entre monos y hombres. Goethe los critica: “la experiencia me ha enseñado que de tanto repetir las mismas frases, acaban éstas por osificarse en convicción y embotar completamente los órganos intuitivos.”
Goethe halló su hueso, merced a una forma de la intuición que lo acompaña, dice, siempre: el principio de la polaridad (la materia, en tanto tal, se atrae y se repele continuamente) y la voluntad natural (la materia considerada espiritualmente) de crecimiento. Por eso se le considera evolucionista avant la lettre. Los científicos estaban ya obligados a ofrecer descripciones legibles. Goethe aporta (y no es el único) una gran capacidad narrativa. Si sumamos la descripción precisa con la buena prosa y, encima, la calidad narrativa, la intuición de forma y materia queda preñada por el tiempo. La teoría de la evolución no solamente fue el triunfo de la ciencia: también fue el triunfo de la narrativa.