“Respirando apenas, irrumpieron en el instituto. Entraron corriendo, volando, rodando, cayendo, derrumbándose. Todo el cuerpo constituía un compacto latir. Pero el terror iba todavía en su persecución” (Bítov, 1991, p. 286). Liova, joven personaje de Andrei Bítov (1937-2018), huye de un policía en el aniversario de la Revolución de Octubre. Hay quien considera La Casa Pushkin (1978) la primera novela auténticamente postmoderna, con toda su reflexión sobre la escritura misma de la historia, la pluralidad de versiones de los hechos, las intervenciones del autor, las reivindicaciones de derechos por parte del protagonista, aparte de sus alusiones a toda la historia de la literatura rusa, al punto de poderse reconstruir la trama con sólo seguir los epígrafes de cada capítulo (véase, por ejemplo, Elle Chances, 2010, p. 39).
Liova, especialista en Pushkin, trabaja en el instituto de filología rusa de la Academia de las Ciencias, que tiene como sede la Casa Pushkin, en Leningrado. No lo enfrenta con la policía una nueva revolución ni un delito a la Raskólnikov, sino una auténtica tontería. Los colegas del instituto festejan bebiendo y bebiendo. Llegan unas muchachas y con ellas siguen bebiendo. Ya en la calle, Liova se encarama en un monumento y ni cuenta se da de que quien lo jala de un pie no es su amigo sino un policía. Cuando lo descubre, huye despavorido.
‘¿Qué era lo que tanto temía?’, se asombró Liova con la sencillez del hombre sereno. ‘¿Por qué corría de esa manera? ¿Por el policía? ¿No es absurdo huir de un policía? ¡Él es, precisamente, quien nada te va a hacer! No te matará. No tiene derecho a matar. De él puede saberse, más que de cualquier otro, lo que va a hacer y lo que no va a hacer. No te matará. ¿Qué otra cosa terrible había?’, recordó aquella cara, sonrosada como el jabón de fresa, una cara infantil bajo un provinciano mechón de cabellos; el pisoteo azul oscuro del uniforme de mejillas sonrosadas: pese a todo, era terrible (Bítov, 1991, p. 287).
Cabe pensar en la proverbial antipatía de las autoridades soviéticas. Yo pude experimentar un pálido reflejo en Alemania Oriental, después de la caída del Muro de Berlín y antes de la reunificación alemana, cómo el ambiente del tren se electrizaba con la llegada de los revisores. “—¿Qué te asusta?, tenemos los boletos en regla. —Lo sé, pero son tan desagradables…” En Leipzig percibí lo mismo en un tranvía cuando subieron tres personajes con kepí; al revelarse que eran músicos, se sintió un alivio generalizado. Y años más tarde, en el metro de Praga, ya bien lejos de la era soviética, pero con pertinaz inercia en la sensibilidad social, un revisor se me presentó con la exclamación triunfal del detective que acaba de hacer caer redondo a un homicida en serie. (Yo era penosamente culpable, aunque sin conciencia de ello. Por mala información, me acercaba a la octava estación con un boleto que cubría sólo siete.)
Pero no es eso, y Liova lo excluye explícitamente: no hay motivo para tenerle miedo así a un policía. A un militar, quizá, pero un policía es otra cosa. Y además Liova descubre que lo teme todo. Su reflexión va más allá del susto de un borracho.
¿Y no era terrible huir así por las buenas, olvidándolo todo, como en un sálvese quien pueda? Llegar a semejante extremo debía de ser muy terrible para uno mismo. ¡Era humillante correr de aquella manera! Cómo hablar de dignidad o de personalidad… No había nada de eso. Había una sola cosa: huir. (…) ¿Cómo habría podido escapar de su temor? Corría con el temor y en el temor, como oscura barca en la noche impulsada por el viento del poder. ¿El poder? ¡Aquel polluelo! Era ridículo. (…) No había un cielo ni unas estrellas sobre la cabeza. ‘¡A qué fragmentado terror conduce la ausencia del temor a Dios!’, exclamó Liova para sí, eludiéndose a sí mismo y entreabriendo una rendija de su alma. ‘Me encontraba aterrorizado, y aterrorizado me encuentro. ¡Pues es terrible haberme asustado tanto y por nada! ¡temer a un policía en lugar de temer a Dios! Hemos fracasado…’ (Bítov, 1991, pp. 287-288).
Viene a la mente un salmo: “Tiemblan de miedo donde no hay que temer”. Es el 53, significativamente el que comienza así: “Dice en su corazón el necio: No hay Dios”. Se habla allí de la maldad generalizada, de tratar a las personas como cosas (“devoran a mi pueblo como si comieran pan”), de no dirigirse a Dios. Lo que Hans Sedlmayr llamó “pérdida del centro” (Verlust der Mitte, el título de su libro de 1948), referida al arte contemporáneo, aquí asume un valor antropológico de interioridad. Nuestros terrores nos impiden ver las verdaderas amenazas y buscamos garantías contra lo que siempre había sido una bendición, por ejemplo, la vida, en sintonía con cuanto dice Jeremías (17, 5-6) sobre quien confía en el hombre y no en Dios: “cuando viene el bien, no lo ve”. De ahí el grito de Liova: “¿Qué temo? ¡Lo temo todo!” (Bítov, 1991, p. 288). El Talmud babilónico habla de un taumaturgo del siglo I d.C. a quien pidieron que implorara la lluvia, y luego pidieron más, hasta que se les pasó la mano. “—Rabí, reza para que cese la lluvia, como rezaste para que viniera, le dijeron. —Sé por tradición que no se debe rezar para hacer que cese la abundancia. Sin embargo, traedme un toro para que lo ofrezca en sacrificio de acción de gracias” (Taanit III, 1-9, fol. 23a).
Referencias
Bítov, Andrei, La Casa Pushkin, trad. Josep M. Güell, Tusquets, Barcelona 1991.
Elle Chances, “The Energy of Honesty, or Brussels Lace, Mandelstam, ‘Stolen Air,’ and Inner Freedom. A Visit to the Creative Workshop of Andrei Bitov’s Pushkin House”, en: Sukhanova, Ekaterina et al., Pushkin House by Andrei Bitov. A Casebook, E. Sukhanova (ed.), Dalkey Archive Press, Champaign-London-Dublin, 2010.
Taanit III, 1-9, fol. 23a, Der babylonische Talmud, Jüdischer Verlag, Berlin 1933, III, pp. 715-716, citado por Varo, Francisco, Rabí Jesús de Nazaret, BAC, Madrid 2006, p. 170.