Mi constante pregunta por el mal —una pregunta cuya respuesta quizá, como dice Cernuda sobre el deseo, no existe—, me llevó a releer Los anillos de Saturno de W. G. Sebald. El tema es la destrucción. En su recorrido por el condado de Suffolk, una región en la costa este de Inglaterra, el narrador va descubriendo los vestigios de un pasado humano que el tiempo devoró. Pero ese tiempo, al que Sebald alude, no es el de nuestros relojes, no es el que mide nuestro nacimiento y nuestra muerte o el que data el acontecer de la historia. Es un tiempo más terrible: el de Saturno, el creador de los dioses que devora a sus hijos para evitar que lo destronen. Tanto el planeta (a quienes los romanos nombraron así porque, pese a ser el segundo más grande del sistema solar después de Júpiter —el hijo que lo destronó— es el que tiene una órbita más lenta: el padre que, anterior a todo, deambula lentamente en el vacío del cosmos), como los anillos que lo rodean (fragmentos de una luna que, demasiada próxima al planeta, su fuerza de atracción destruyó) sirven a Sebald como tela de fondo para entender lo que a través de su penetrante mirada nos narra. Los vestigios que encuentra, que describe con una exacta y fascinante erudición, y que compara con los anillos de Saturno, son la expresión de un poder fallido, la narración de esos constantes y desmesurados intentos del ser humano por sobrepasar el dominio de Saturno y reinar, como lo hizo Júpiter, en su lugar.
Todo en ese largo y minucioso recorrido de 344 páginas de la edición francesa habla de ello. Desde los descubrimientos menos cruentos como las extrañas y caprichosas obras de Thomas Brown que, hombre de los inicios de la crítica del siglo XVII, buscaba desentrañar los secretos de la naturaleza o las lecciones de anatomía practicadas en Holanda sobre el cadáver del malhechor Aris Kindt, ejecutado horas antes de la disección, y que Sebald desentraña en los cuadros que Rembrandt pintó sobre ella, hasta los más terribles y sobrecogedores, como los crímenes perpetrados por los ustachas croatas en los años cuarenta o las atrocidades que Conrad relata en su viaje al Congo, pasando por la pesca antigua del arenque que el industrialismo desplazó destruyendo modos de vida ancestrales y la crónica de la sericultura en China…, el poder y sus destrucciones aparecen una y otra vez.
Los anillos de Saturno es así una nebulosa de historias que estremecen, un asombroso caleidoscopio de relámpagos donde miramos las huellas de la desmesura humana y sus sucesivas sepulturas. La destrucción que nos narra no es la de lo ineluctable, sino la que, en sus ansias de domino, es decir, en sus ansias de ser como la idea que se ha hecho de su Creador, el hombre provoca hasta devorarse a sí mismo. Una frase de Feuerbach podría definir lo que ese libro extraño y magnífico en su extrañeza me revela: “Quien no tiene deseos tampoco tiene dioses […] los dioses son los deseos de los hombres hechos cosas” que concluyen en el cataclismo.
Hay así en la desolada atmósfera de Los anillos de Saturno algo infernal, un reflejo del mal; no una respuesta, no una explicación, sino un detallado inventario de su fatigosa insistencia. Conforme lo releía, una imagen de los grabados que Doré hizo sobre el infierno de la Comedia se me imponía: la de Dante que al lado de Virgilio atraviesa la zona más helada del infierno, la reservada a los traidores, donde los condenados están sepultados en el hielo. Caminando a su lado me sentía como Dante que, guiado por su maestro, miraba compasivo e impotente la irremediable persistencia del ser humano por su destrucción.